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Kasia Romanska: “Mi mayor amenaza es la rutina”

  • Redacción
  • 1997-07-01 00:00:00

Polaca de nacimiento, el mundo estuvo a punto de ganar un ingeniero, carrera que ya había comenzado, y perder a un formidable sumiller que con el tiempo obtendría laureles en los cursos de perfeccionamiento y premios en los concursos a los que se presentaba. En el año 1989 camino de Canadá, donde debería proseguir su preparación de ingeniería, la estudiante Kasia recaló en España, consiguió un contrato de trabajo temporal en la hostelería, le atacó el gusanillo y se enamoró de una profesión con la que ni había soñado. Así de traicionera es la pasión del vino. Su formación desde ese momento es la clásica: mientras trabaja en la sala de un restaurante hace los cursos de sumiller de la Cámara de Comercio de Madrid, con 350 horas lectivas, inagotables sesiones de cata, con teoría de viticultura, enología, servicio, y la fortuna de contar como profesores con los profesionales más prestigiosos. A la prueba final de fin de curso llegaron tan solo tres finalistas con la calificación de excelentes: Kasia quedó la primera -prima inter pares- y fue elegida para representar a Madrid en el Campeonato de España de Sumilleres organizado por la revista Gourmets en 1996. Ganó el concurso. Ella dice que por suerte, aunque a continuación admite que esta profesión suya es solo cuestión de entrenamiento, de memorizar olores, de desarrollar una destreza especial en asociar determinados aromas a ciertos vinos y varietales. “Soy el más claro ejemplo de que un sumiller no nace, sino que se hace. Se puede pasar de no saber absolutamente nada sobre vinos, como me ocurría a mí, a conseguir en pocos años la destreza de localizar en una cata ciega la procedencia de un vino, la añada, el varietal... Y esto se hace solo con memoria”.
Confiesa que no le fue fácil ganarse un lugar en el paraíso de los sumilleres. “Todavía existe un machismo residual en esta actividad. A la gente le desconcierta ver a una mujer sumiller, y más si es joven. Y si le dices que eres de un país como Polonia, que no se conoce precisamente por su tradición o producción vitivinícola, pues peor todavía. Por eso no puedo asustar en mi primer acercamiento. Me gusta el contacto directo con la gente, pero debo tener sumo cuidado en no abrumarles con explicaciones muy prolijas o presumir de que sé más de vinos que ellos. Tampoco falta de vez en cuando alguien que me somete a un pequeño examen, a ver si me pilla en un renuncio”.
Hay algo incomprensible para Kasia Romanska: el insuficiente aprecio que los españoles muestran por su vino más emblemático, el Jerez, como si los extranjeros fuesen más conscientes del tesoro que suponen los vinos jerezanos. “Y eso que es uno de los tres vinos inimitables del mundo, con el Oporto y el Sauternes. Me duele que en los postres, si alguien pide un vino dulce prefiera un Oporto normalito a un generoso. Y no digamos nada de esos falsos licores de manzana o de melocotón que en los postres amenzan con arruinar la mejor de las comidas”.
Pero ella es de esos profesionales que no se rinden fácilmente. Y aunque asume que en sus manos está la parte mágica de un banquete, la elección perfecta -si le dejan, que no siempre- de los vinos, confiesa que la mayor amenaza para un sumiller es la rutina, la pérdida de la ilusión por conducir a los comensales por aventuras organolépticas que nunca se atreverían a recorrer en solitario. “Me encanta llevar de la mano a los que se dejan aconsejar. Muchas veces cuando a la gente le das una carta de vinos tan extensa como la nuestra del restaurante Pedro Larumbe de Madrid -más de 200 entradas- les pones en un compromiso que les lleva a refugiarse en las marcas conocidas de toda la vida. Y no es que no haya que ser fiel a los tradicionales y buenos vinos, pero volar de vez en cuando por zonas vitivinícolas distintas te hace perder el miedo a lo bueno desconocido”.

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