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Juan Valera: catador (II)

  • Redacción
  • 2005-06-01 00:00:00

Habíamos dejado a nuestro gran personaje con los vinos de Crimea y habíamos puesto de relieve su grandeza como gran catador de la vida; pero es necesario decir que además de catar la vida hay que conocerla. El texto que sigue demuestra su preocupación por uno de los graves problemas que afectaron al vino durante el siglo XIX: «Esta rica aunque pequeña población de Andalucía estaba muy floreciente entonces, porque sus fértiles viñedos, que aún no había destruido la filoxera, producían exquisitos vinos, que iban a venderse a Jerez para convertirse en jerezanos.» Y sus conocimientos no se quedan en aspectos puramente técnicos; ve con nítida clarividencia la parte económica: las beneficiosas ventajas que tendría para España que nuestros productos se pudieran instalar en Rusia. Uno no hace sino lamentar que no se hiciera un poco de caso a estas palabras que vienen: «Sólo en el puerto de San Petersburgo hemos importado en 1856, 25.758 cajas de azúcar, 2.481 pipas de vino de Jerez, de Málaga y de Benicarló, sin contar los toneles, botellas y otras vasijas que han entrado también con el mismo líquido, y 4.248 barras o galápagos de plomo... Del de vinos no digo nada. Esta gente es aficionadilla a empinar el codo y a tener caliente el estómago, para lo cual no hay como nuestros vinos… También han entrado en San Petersburgo, durante el último año, de 200 a 300 pipas y muchas botijas y pipotes de aceite; higos, pasas, limones, naranjas, almendras, cebollas, y otras frutas frescas, secas y en dulce. Cosas de más peso y sustancia, como, verbigracia, jamones de Galicia y de Trevélez ya empiezan a apreciarse aquí.» Ya veía Valera dónde había que hincar el diente: en las exportaciones. Eso sí, sin perder de vista que estos conocimientos están en función del gozoso disfrute corporal, de su regocijada visión del mundo: «Anoche, Florentino Sanz y yo hicimos de Fausto y Mefistófeles con dos modistillas muy guapas, y nos regocijamos en grande en una taberna, donde todo el gasto de vino del Rin y comida no pasó de un duro de nuestra moneda. Allí las introdujimos en la cámara del vino, in cellam vinariam, y el nardo dio su olor. ¡Ojalá que orégano sea y no alcarabea!» Una visión que, como su personaje central, se vuelca en amar la vida material sin ninguna clase de remilgo sentimentaloide: «Amo en usted no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo, y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre, y el apellido, y la sangre, y todo aquello que le determina como tal don Luis de Vargas: el metal de la voz, el gesto, el modo de andar, y no sé qué más diga.» Su vitalidad desbordante, su mundaneidad, se rebela contra todo lo que se pueda oponer a la vida. Y cuando la inteligencia interviene en sus lances amorosos es un simple refinador de la voluptuosidad. Donde esté una Beatriz, complaciente y dadivosa, que se aparte el idealismo erótico. Antes el camino del infierno que el tedioso aburrimiento.

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