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Gramona: LA LOZANA MADUREZ

  • Redacción
  • 1999-07-01 00:00:00

Para una cita, para un coqueteo, la juventud es un refresco descarado, estimulante.
Pero la madurez redondea aristas, asegura una larga relación, acompaña un menú, una sobremesa sin reloj y sin planes, una golosa eternidad, una vida.

El diez de Agosto se abre la puerta grande de la bodega. Un pelotón de enólogos, como marinos en cubierta, baldean suelos, desanudan mangueras, abrillantan tinas, comprueban las prensas y las bombas, ajustan cada válvula y cada medidor. Cuando todo está pulcro, cada cual, a sus puestos: empieza la vendimia.
Es probablemente la mayor concentración de enólogos que viera bodega alguna. Son los alumnos de Jaume Gramona, los que durante el curso asisten a sus cursos en la Universidad de Tarragona y ahora, puntillosos y entusiastas, se enfrentan con la práctica en los lagares de la casa. Y saben que aquí aprenderán todo, el paso a paso, el saber antiguo y la técnica más innovadora. Por ejemplo a esto, a hacer vino. Porque Gramona no compra vino para convertirlo en cava sino que cultiva sus uvas -Xarel.lo, Macabeu, Chardonnay y Pinot Noire- en la Plana, en Mas Escorpí, en el Serralet. José Luis, el padre de Jaume, vigila el campo, la conducción de los emparrados, altos troncos para que, lejos del suelo, la vegetación no requiera tratamientos químicos. Atiende la primera poda, y otra en verde para que el exceso no merme calidad, y cura con mimo cada herida con vitaminas de hierro.
Mientras la puerta abierta engulle carricoches de racimos un paisano se asoma. En su mano, como un cofre de esmeraldas, una bolsa de plástico con uvas, las mejores de su cosecha. Un vistazo, un paso eficaz por el laboratorio y, si son tan buenas como anuncia, allí mismo pactan precio, alguien se escapa a visitar la viña y asume su cuidado hasta que esté en su punto.
De ese modo las necesidades se cubren con creces y solo los cuatrocientos mil mejores litros se quedan en la casa. Unos pocos pasan a un extraño depósito negro, con un amenazador cañón. Ahí nace el vino de aguja. Otros, bajo una mullida colcha aislante, demoran su proceso, diferente para cada variedad, para cada ensamblaje, preparados para un ágil sprint o para la carrera de fondo de la larga crianza.

Cinco generaciones de vinateros

Jaume, el técnico, y su primo Xavier, el empresario, se cruzan en el laboratorio junto a esas serpentillas verdosas que son las levaduras propias, las de sus viñas. Dos frases, una broma, un ruego, una rodilla en tierra. La comunicación no es ortodoxa pero resulta rápida y eficaz. Humana, como la del consejo de familia, en torno a una mesa, sin trabas ni cortesías palaciegas.
Y es que, detrás del laboratorio y aun debajo de los subterráneos rebosantes de botellas subyacen cinco generaciones de una familia vinatera o, con más precisión, de dos familias, los Batlle y los Gramona. Ella, sensata dama, hija única de una familia viticultora y bodeguera. Él, mundano y un punto disoluto, entró en razón cuando su padre le impuso dejar ciclismo, vela y carreras de coches y graduarse en el “Primer Curso de Ensayo de la enseñanza llamada Enología”. Sabia elección. Y lógica, para encauzar al hijo del Presidente de Gremio de Taverneros de Barcelona y fundador de un periódico profesional, La Vid Catalana.
Junto a Bartolomé Gramona, en la foto de la orla de 1914, los cimientos del Sant Sadurní actual: Juvé, Ferrer, Nadal, Mestre, Mascaró. El curso fue un éxito. La boda... trajo cinco vástagos. Tres de ellos -Ana, Bartolomé, padre de Xavier, y José Luis, padre de Jaume- son hoy el poso vivo, la levadura de la empresa.

Muchos años en la cava

Desde aquel curso inaugural que les supuso el paso de vinateros a cavistas, generación tras generación han ido pasando por las aulas. Eso, sin renegar de tradición y artesanía, les permite discernir con criterio novedades y cambios. O preservar con razones. Por ejemplo, clarificar con huevas de vejiga de esturión, o cerrar las botellas de larga crianza con tapón de corcho de tres capas. Es caro, obliga a realizar a mano el delicado paso del degüelle, pero sustituirlo por el tapón corona, de chapa, como ya hacen incluso las grandes casas de Champagne, permitiría que el cava comenzase a oxidarse a los tres años. Y aquí, buena parte del catálogo se acerca a los diez. Siete el “Tres Lustros”, ocho el “Celler Batlle”.
Porque el lujo aquí es el tiempo y las manos. La marca de cal en el fondo de las botellas revela que se remueven a mano, y el vestido de brillante celofán, que se envuelven a mano. Y el autoclave el el laboratorio descubre que cultivan sus levaduras. Y las barricas viejas de museo vivo indican que envejecen su fórmula mágica del licor de expedición.
Ese es su sueño, un retoque para lucir una espléndida madurez. Copas pausadas que se desvelan lentamente. Inolvidables.

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