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Clásicos riojanos en marcha

  • Redacción
  • 2002-12-01 00:00:00

El Barrio de la Estación, en Haro, representa la concentración más importante de bodegas centenarias, la cuna de algunos de los mejores vinos riojanos de todos los tiempos. Es el paradigma de un clasicismo olvidado al que se ofrece, tras el impacto de los vinos de nuevo diseño, la oportunidad de un segundo renacimiento. Rioja Alta, Viña Tondonia, CVNE, Bodegas Bilbaínas y Muga no están dispuestos a perder el tren del progreso. Jueves, 7 de noviembre, 19 h. Viene a casa un colega, al que me une una vieja amistad forjada en buenos tragos y largas disquisiciones sobre el vino. Tras los saludos, nos sentamos en el salón. Sé que le gusta la música, así que pongo mi último descubrimiento, la sonata nº 7 de Beethoven interpretada magistralmente por Harnoncourt. Sólo quiero que escuche el segundo movimiento. Son casi nueve minutos de una de las páginas más bellas del genial compositor. Tras el impacto musical, le ofrezco beber algo acorde con el juego sonoro. Acepta encantado y abro una botella de uno de los tintos españoles mejor puntuados (cuyo nombre me reservo prudentemente) y que yo mismo he elogiado como un ejemplo de los aires renovadores que recorren últimamente nuestra enología. Ahora imagínense la escena. Los dos, en gesto casi simultáneo, tomamos nuestra copa con mano firme, profesional, y observamos al trasluz su opaco color granate de tonalidades violáceas. Intercambiamos una mirada complaciente. A continuación, olemos concienzudamente el vino, introduciendo nuestras narices en la copa; agitamos y olemos, una y otra vez, escudriñando las entrañas aromáticas del líquido, buscando como sabuesos las trazas minerales, la hondura telúrica de los recuerdos trufados, el matiz especiado que se agazapa entre una frutosidad descarada. En total, varios minutos de investigación olfativa. Asentimos satisfechos. Luego, damos un pequeño y medido sorbo, e iniciamos el lento paseo del líquido por la boca para, al final, proyectarlo enérgicamente contra el paladar mediante un golpe preciso de la lengua. A los pocos segundos decidimos tragarlo, saboreándolo con fruición. Esbozamos un gesto de plenitud beatífica. Hasta aquí todo perfecto. Pero el problema aparece cuando llevamos un buen rato de animada conversación. Tras aquel primer sorbo, la copa sigue intacta. Inquieto, la tomo de nuevo con la mano derecha y vuelvo a repetir todo el ceremonial. Mi amigo se incorpora solidario, aunque sin mucha convicción. Nuevas vueltas de copa, nuevos olfateos, otro pequeño sorbo, la proyección y el trago. Reanudamos la conversación con nuevos bríos sin que a ninguno se nos ocurra volver a beber. ¿Qué ocurre? ¿Por qué este vino tan elogiado, y del que yo mismo podría escribir una crítica muy favorable, se resiste a ser consumido con la facilidad y alegría que sus grandes atributos parecen sugerir? ¿No será que los críticos, expertos olfateadores y maestros con la escupidera, hemos perdido de vista al feliz consumidor, ese que sólo busca gozar del vino, y extrae de su experiencia una gama -tal vez no tan completa y pormenorizada como la del crítico- de sensaciones aromáticas y gustativas suficientemente satisfactorias e incitantes como para seguir bebiendo? Creo, sinceramente, que ha llego la hora de recuperar, incluso para la crítica más rigurosa, ese valor placentero, hedonista, que es la esencia de todo gran vino. Vinos que uno desea seguir bebiendo, frente a los de «diseño», pensados y creados para la cata y la crítica, insufrible condensado de atributos grandilocuentes: color, concentración, corposidad, carnosidad, tanicidad… El final feliz de esta historia tiene nombre y apellidos: ante la evidencia de que aquel vino portentoso nos había saturado en apenas uno pocos sorbos, recurrí a un tinto riojano de factura clásica, pero elaborado con suficiente maestría como para superar las deficiencias de una tipicidad cargada de malentendidos. Abrí un Viña Pomal del 96, que Bodegas Bilbaínas ha sacado para celebrar su centenario. Toda una lección de finura envolviendo su estructura firme, un alarde de armonía en la combinación aromática, el paladar aterciopelado, un transcurrir por la boca fluido, aparentemente superficial, pero con la huella profunda del sabor delicadamente afrutado. Fue el redescubrimiento del placer de beber, y la causa de una reflexión que se impone con urgencia: ¿qué pasa con nuestros clásicos? Volver a empezar Si hay algo que simbolice el clasicismo riojano es el barrio de la Estación en Haro. Allí, junto a las vías del ferrocarril, que representan su impulso exportador, se agrupan algunas de las bodegas que han hecho historia y dado lustre a nuestra zona vitivinícola de mayor calidad y prestigio: CVNE, Bodegas Bilbaínas, López de Heredia-Viña Tondonia, Rioja Alta, Muga… más de cien años elaborando vinos que crearon escuela y definieron modelos, imitados luego en toda España. En las cavas subterráneas de estas bodegas hay vinos que parecen tocados por la gracia de la inmortalidad, como un Imperial Gran Reserva de 1958 que conserva todavía una viveza sorprendente, junto a un paladar increíblemente mórbido, y todo un concierto barroco de maderas nobles y especias. Sin irnos tan lejos, la experiencia de beber un Prado Enea de 1969 es inenarrable: te fascina su delicadeza de tacto, te emociona el equilibrio sustancial de un vino que aún expresa, susurrando, la magia de la larga crianza. Subiendo la escala del tiempo, pocos vinos de 1985 resisten la comparación con un Viña Ardanza, magistral lección de complejidad aromática, sutil golosina de sabores frescos y especiados. No son vinos que puedan ni deban imitarse, sino testimonios de una época donde elaborar vino era un arte que desafiaba al tiempo. Es cierto que el impulso productivo de Rioja, con una demanda en crecimiento vertiginoso, hizo que el modelo se descarnara, perdiera -como dice Isaac Muga- «pantorrilla», y la finura se convirtiera en desvalimiento, como aquellas jóvenes románticas que lograban la oportuna palidez a base de contraer una peligrosa anemia. El problema surge cuando, al impulso de las nuevas tendencias y gustos que demandan mayor color, taninos más abundantes, y frutas evidentes, se trata de forzar la mano y nuestros riojas caen el exceso. Resulta irritante, cuando no de juzgado de guardia, que se busquen concentraciones a base de «concentradores» que eliminan parte del agua y, con ella, parte de su carácter. Y lo peor es que se haga en algunos vinos que alardean de «terruño». O que se alcancen graduaciones inverosímiles para la Tempranillo riojana a base de sobremaduraciones, que sólo aportan pastosidad. Desde Heráclito sabemos que el mismo río siempre es diferente, y que no hay progreso sin cambio. Pese a todo, mi temor durante el viaje al Barrio de la Estación era poder encontrarme con un clasicismo trasnochado. Porque no es lo mismo gozar de una reliquia bien conservada que degustar un vino contemporáneo, aquejado de vejez prematura. El tiempo no se mueve en línea recta, sino en espiral, y cuando se vuelve al mismo punto siempre es a un nivel superior. El resto es inmovilismo. La primera sorpresa vino de la mano de Isaac -Isacín para los amigos- Muga. Este hombre orondo y gozador, amigo de llamar a las cosas por su nombre, sincero hasta con sus defectos, tiene las ideas muy claras. «Un rioja debe tener ‘pantorrilla’, no puede descarnarse hasta parecer un clarete, porque entonces pierde sus atributos, pero tampoco hay que buscarle carnosidades que no se corresponden con la variedad de uva». No es de extrañar que su Prado Enea refleje a la perfección la evolución de los gustos, sin perder el corte clásico que le hace particularmente atractivo. Una cata de las añadas del 69, 73, 76, 81, 87, 91 y el último, el 95, evidencia esa evolución. Por ejemplo en el tratamiento de la crianza en roble, que se manifiesta más discreta y nueva, por lo que en su buqué hay ahora aromas frutales más acusados, aunque envueltos en una gama de notas evolucionadas. Donde se refleja mejor la continuidad es en la boca que, aunque más expresiva en la últimas añadas, sigue teniendo esa suavidad envidiable, ese paladar fino y elegante de los mejores clásicos. No encontré la misma preocupación por actualizar su oferta en López de Heredia-Viña Tondonia, actualmente dirigida por una generación joven y entusiasta, encabezada por Marijose, que sigue aferrada al clasicismo que hiciera famosa a la casa. Aquí parece que el tiempo se ha detenido. La bodega, que es también casa solariega llena de entrañables cuartos y encantadores cacharros, conserva la atmósfera de principios de siglo, como si el bisabuelo fundador guardara celosamente su territorio. Lo curioso es que la biznieta, menuda y vivaracha, aquejada de cierta incontinencia verbal que desborda simpatía, mantiene celosa la llama de la tradición familiar. Catamos en la lóbrega cava subterránea un excelente blanco de 1968, con una complejidad aromática tan sutil como indescifrable. Luego los tintos de los años 64 y 78 demostraron lo ya sabido, la increíble capacidad de envejecimiento, sin perder vitalidad, de estos vinos de antaño, que a la edad añaden el vértigo de sus aromas indefinidos. Lo curioso es que en las añadas más recientes, en particular la del 85, recién aparecida, hay una sensación de vejez acelerada, como si el tiempo exigiera su tributo antes de tiempo. Un vino, en cualquier caso, muy personal, nada fácil, que exige cierta complicidad para apreciarlo. ¿Un paréntesis? Tal vez. Lo cierto es que el esfuerzo promocional de esta excelente bodega exigiría una mayor actualización de sus vinos, fruto natural de la evolución, y no aventura transformadora. Junto a la fachada, de exóticos aires orientales, los hierbajos cubren los viejos y abandonados raíles que ya no recibirán la visita de ningún tren. Una metáfora a la vez entrañable y cruel. En el otro extremo, Bodegas Bilbaínas, bajo la eficaz dirección de Pepe Hidalgo -alma mater, en distintas DO, de algunos de los mejores vinos españoles- y con la inyección económica y comercial de Codorníu, ha renovado decididamente sus marcas históricas. El mejor exponente es Viña Pomal, que en la añada del 97 alcanza un perfecto equilibrio entre clasicismo y actualidad. Para Hidalgo existe el peligro de «pensamiento único» en las modernas elaboraciones, con una incesante búsqueda de la concentración que termina homogeneizando la oferta hasta perder su carácter originario. «Si pido un rioja me gusta beber un rioja; preferiblemente muy bueno, por supuesto, pero rioja al fin y al cabo. Para eso no hay que forzar la mano». Me gusta esta filosofía que encara el progreso desde la fidelidad al territorio. Y que sitúa en primer plano el placer de beber, que ha sido y debe seguir siendo uno de los principales atributos de la enología riojana. Pequeños cambios, grandes resultados Un cambio más atemperado es el que se puede apreciar en Rioja Alta. Guillermo Arranzábal muestra satisfecho las mejoras introducidas en la bodega, con particular hincapié en la nave de experimentación -llamarlo I+D resultaría pretencioso- donde reposan barricas nuevas de distintos tipos de roble con las variedades tradicionales, tanto solas como mezcladas. «El rioja siempre se ha basado en el arte de las combinaciones, y eso no puede perderse. Ahora se trata de conocer mejor los elementos a combinar, respetando el origen, la personalidad de cada uno. Es lo que estamos investigando». Guillermo Arranzábal transmite seguridad sin dogmatismo. Es como su vino, que convence con discreción, huyendo del estruendo. Tras degustar distintas añadas de Viña Ardanza, que van desde el 70 al 95, resulta evidente que estos tintos, elegantes y redondos, nunca se impondrán en una cata ciega. Pero más allá del primer impacto, tienen un «algo» que desafía a la lógica. Así, pese a que el 70, que hiciera famosa a la marca, muestra ya una incipiente decadencia, sigue ofreciendo una impronta aromática llena de encanto y sensibilidad; el 85, por su parte, recita toda una lección de complejidad, incluyendo la impronta mineral tan poco habitual en Rioja. Son vinos que han evolucionado, por influjo de los nuevos vinos de «Alta Expresión», hacia una presencia más clara de la fruta y una madera más fresca. Pero se trata de pequeños cambios en el diseño final, que sigue teniendo como eje la esbeltez y la insinuación. El viaje por el Barrio de la Estación a la busca de un clasicismo injustamente olvidado, impulsado por el cambio, todavía incipiente, que percibo en los gustos, anhelando recuperar el goce del vino fino que alegró mi juventud, sin nostalgia, con la capacidad crítica alerta, se cierra en CVNE, la de los gloriosos «Imperiales» que marcaron toda una época. La bodega sigue ofreciendo esa imagen de gigante torpe, que desdeña las apariencias. Aquí la grandeza histórica no se refleja en las distintas construcciones, sobriamente eficaces, que hablan más de cantidad que de calidad. Es, tal vez, el punto débil de una bodega antaño líder en los sencillos crianzas -aquel CVNE Tercer Año-, pero que situaba sus Reservas y Grandes Reservas en la cima. Basilio Izquierdo, el enólogo de toda la vida, un hombre cordial y afable, que en sus maneras sencillas encierra una sabiduría fuera de lo común, se emociona cuando le pido una cata vertical de Imperial y Viña Real. «No estamos en la mira de Robert Parker» dice, mientras se abren las añadas del 58, 64, 70, 73, 85, 91 y 95. Y ocurre de nuevo el milagro del tiempo condensado, de las vivencias impensables sin este buceo en las entrañas del rioja tocado por la gracia. En el 58 y 64 hay un dibujo aromático tan delicado como una sonrisa renacentista. En las añadas de los años setenta se anuncia el descubrimiento de la fruta que vendría luego. Y en los dos últimos del 91 y 95 hay una afirmación, serena pero contundente, de clasicismo renovado prudentemente. Es la hora del balance, de la reflexión. Lo que hizo famosos y gozosos a nuestros riojas, la finura, elegancia, sutileza, nervio y felicidad de trago, son atributos que no pueden perderse. Pero los tiempos trajeron un gusto más natural, la presencia sensual de la fruta, el toque discreto de la madera, el deleite con la «pantorrilla» del vino. Todo esto hay que incorporarlo para actualizar nuestros clásicos, como hacen en el Barrio de la Estación, pero también en otros sitios de Rioja. El empalago de las concentraciones desmedidas, la saturación provocada por las pastosidades cada vez más abundantes en los vinos de nueva generación, que impresionan pero no convencen, tan iguales a fuer de querer ser distintos, es una oportunidad de oro que los clásicos riojanos de toda la vida no deben desperdiciar. El clásico sabor de la sabiduría Una cata diferente. Las botellas preferidas por las casas para su examen por nuestro equipo de cata son relativamente jóvenes. Conscientes de que estos vinos pasan su crianza de largos años en barricas, y bastantes en botella, para catarlos en las mejores condiciones posibles, nos armamos de mucho tiempo y paciencia. Como corresponde a estas venerables botellas se trató con mucho cuidado la cata. Se abrieron las botellas con bastante antelación, las copas Riedel modelo «Vinum» para que la porción del vino a catar tuviese la aireación idónea en la copa y no en el resto de la botella, para una posterior prueba si fuese necesario. La casualidad acudió también en nuestra ayuda, porque cuando dábamos por finalizada la cata, un pequeño accidente (la caída de una botella, desgraciadamente llena de vino) hizo que la actividad se paralizara momentáneamente; cuando a los veinte minutos regresamos a nuestro puesto de cata la sorpresa nos esperaba. El vino de las copas había cambiado totalmente, el tiempo transcurrido había limpiado su complejo buqué y ofrecía otro panorama aromático totalmente diferente. Nos pareció interesante dar a nuestros lectores las impresiones de esta segunda oportunidad. Excelente color, rojo rubí muy vivo, de capa media, en el que apenas inciden los reflejos teja. Se muestra más abierto en la copa. Resaltan los aromas balsámicos de inmediato. Una fruta en muy buen estado de madurez y el buqué muy especiado. Es corpulento en el paso de boca, con una buena estructura y magnífico esqueleto. Taninos nobles que fuerzan a una ligera astringencia. 2ª Cata Se distingue la fruta con más fuerza, hay recuerdos de guindas en almíbar, que se aprecia sobre todo en el paladar. Sin embargo, todavía necesita pulir cierta astringencia. Nada importante que no se arregle con más tiempo en botella. Rojo cereza con ribetes teja. Curiosamente con la lágrima todavía teñida. Lleva con gran dignidad lo que se puede llamar una excelente reducción: aparecen los tonos de cuero, madera y una fruta tímida. Redondo, bien constituido, el paso de boca está muy bien equilibrado, largo y elegante final. 2ª Cata Aparece un relevante buqué en el que la fruta compotada se impone, pero bien acompañada de especias, caja de puros (cedro, tabaco). Es el más huraño. Tarda mucho en dar la cara, con una reducción muy fuerte aunque no merma la calidad de aromas. Simplemente la encubre. Sin embargo no es recomendable decantar o airear, porque es posible que evolucione muy rápido. Elegante paso de boca, con buena estructura, cuerpo y untuosidad, sin aristas distorsionantes. 2ª Cata El complejo buqué gana en elegancia. En la copa manda la crianza, y en la boca ha obtenido mayor redondez, con buena composición aromática y un final pleno de fuerza y luminosidad. Un color rojo cereza profundo, fondo rubí, ribete teja y bastante cubierto. Es uno de los que mejor soportan la reducción. Hay notas de café, de tabaco y monte bajo. Bastante cerrado, con agradable toque goloso que envuelve y da coherencia a los otros sabores, la acidez, el tanino y el toque elegantemente amargoso del final. 2ª Cata El vino, ya totalmente abierto, refleja un buqué complejo, sobresale la fruta muy madura y frutas en licor (ligero recuerdo de un oporto tawny), cambio que se agradece también en el paladar. Un perfil muy clásico. El color es muy suave, teja con tonos anaranjados, claramente abierto. Sin embargo sorprende que no haya tomado una reducción muy acusada. En seguida salen los aromas de cedro, tabaco o notas aldehídicas muy elegantes. Un paso de boca aterciopelado, sin aristas, suave y vivo. La acidez, bien ajustada, proporciona frescura. 2ª Cata Se agudizan los aromas de la fruta, que recuerdan a las guindas en aguardiente o la fruta compotada. Los retronasales se hacen más francos y más complejos a la vez. Deja una sensación de frescor y elegancia.

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