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Vino y diseño: La hoguera

  • Redacción
  • 2006-02-01 00:00:00

Entre las vides brillan cristales cúbicos y ejes de acero cromado que gritan: ‘¡Peligro, arquitectura!’ Las etiquetas cuentan las historias más extravagantes o se reducen a una nada minimalista. Queda abierta la cuestión de cuánto diseño puede soportar el vino... En el bar del “Blue Water Café” de Vancouver, Canadá, se sirve un vino blanco llamado “The Blasted Church”, que significa “la iglesia dinamitada”. La etiqueta es un dibujo de cómic que representa a unos tipos estilo Harry Potter en el salvaje Oeste. La contraetiqueta relata que en Okanagan Falls, donde se cultiva este vino, un grupo de vaqueros partió una mañana de primavera del año 1929 hacia un pueblo de mineros abandonado para desmontar una iglesia de madera. Para no tener que extraer uno a uno los clavos de los tablones, prendieron expeditivamente cuatro cilindros de dinamita en su interior; luego recogieron las tablas diseminadas y volvieron a construir la iglesia en Okanagan Falls. Precisamente en recuerdo de esta ingeniosa acción, Evelyn y Chris Campbell pusieron a su bodega, fundada en 2002, el nombre de “The Blasted Church”. Puede ser entretenido que en algún remoto lugar del mundo, al beber una copa de buen vino, sin esperarlo, te cuenten una historia divertida. Pero lamentablemente, en la puesta en escena del vino, cada vez más inflacionaria, se está dibujando con creciente claridad otra regla general: cuanto más chillón el espectáculo, más anodino el contenido. Escandalosa etiqueta de un desnudo La puesta en escena del vino empezó en 1945, cuando el barón Philippe de Rothschild decidió añadir a su clásica etiqueta de Burdeos un espacio rectangular cuya configuración, desde entonces, ofrecía cada año a un artista diferente. El contraste de la combinación de una etiqueta histórica con el arte moderno es única y aún hoy sigue convenciendo, aunque ya Rothschild constató desencantado en su autobiografía: “Me resultaba difícil rechazar bocetos, incluso en el caso de que fueran más adecuados para un piso en el Empire State Building que para una etiqueta de 10 x 3,5 centímetros.” Aunque las etiquetas de Mouton no suelen tener nada que ver con el vino, ciertamente tienen el efecto de conferir un rostro más definido a cada una de las añadas de la finca. Así, muchos se refieren aún hoy al legendario vino del 82 como “la añada John Huston”. El año 1993 escribió una historia muy especial: el artista polaco-francés Balthus presentó un desnudo de aspecto andrógino de un joven o una muchacha. La etiqueta fue inmediatamente prohibida en los EE UU. Y así, una etiqueta de botella de vino se convirtió en símbolo de la moral hipócrita de la sociedad americana. Si el bueno de Rothschild hubiera sabido lo que llegarían a provocar sus etiquetas artísticas, probablemente habría abandonado la idea. Desde entonces, un alud de arte bueno, mediocre y malo ha inundado las botellas de todos los países. Otros productos de lujo como el queso de leche sin pasteurizar, el aceite de oliva, el jamón, el té o el chocolate, con algunas pocas excepciones, se han librado de esta tendencia. Pero el vino está amenazado por los excesos del diseño. A la vista de la avalancha de estilos, ¿cómo podemos reconocer si estamos frente a una verdadera obra de arte? El artista catalán Félix Plantalech trabaja rodeado de viñedos. “Lee” e interioriza el dibujo de las viejas cepas nudosas. O bien de las piedras en el lecho de un río seco. En sus austeras obras estructurales, el sol desempeña el mismo papel principal que en la maduración de la uva. Coloca sus cuadros, generalmente pintados de color claro o terroso, al sol abrasador. Éste agrieta el color haciendo surgir un paisaje de surcos que el artista acentúa aún más con técnicas expresamente desarrolladas por él para este fin. Una de estas obras se llama “Solc”, es decir, surco, creada para una cuvée tinta del Penedés. Mensajes políticos Andere Labels bringen uns Persönlichkeit und Denkweise des Winzers näher. Unvergessen bleibt der eigensinnige Piemonteser Bartolo Otras etiquetas nos introducen en la personalidad y modo de pensar del vinicultor. Inolvidable el individualista piamontés Bartolo Mascarello (1927 a 2005), que en su Barolo de 1996 publicó la legendaria consigna “No barriques, no Berlusconi”. Un mundo real-surreal son las etiquetas del vinicultor austriaco-californiano Manfred Krankl. Cada una de sus añadas lleva un nombre diferente. Esto es bastante emocionante, pero dificulta la orientación dentro de su trabajo vinícola. Una y otra vez, las etiquetas citan acontecimientos personales ocurridos en el año de maduración del vino correspondiente, transmitidos en lenguaje cifrado. Por ejemplo en 1977, año en que a Krankl le atormentaron tanto unos negocios irritantes que no pudo ocuparse de hacer su vino. Su mujer, Elaine, se hizo cargo de toda la responsabilidad en el viñedo y la bodega. Por eso llamó al Syrah de ese año “E-raised”, que significa algo así como “criado por Elaine”. El motivo reconocible de la etiqueta es un dibujo a lápiz, posteriormente borrado casi enteramente. Un año vinícola que él sólo percibió esquemática y difuminadamente (en inglés, “erased” significa “borrado”) fue salvado por su mujer (“E-raised”). Al igual que el clima cambiante, también los acontecimientos y la evolución de la personalidad del vinicultor se plasman en el vino. Con su arte, Krankl amplía el concepto de terruño. Aberraciones arquitectónicas La historia de la creación del maravilloso nuevo mundo del vino consta de cuatro capítulos. El primer día llegaron los artistas y diseñadores y les regalaron a los vinicultores la etiqueta moderna. El segundo día llegaron los arquitectos y les regalaron a los vinicultores la “forma adecuada”. El tercer día llegaron los directores y animadores y les regalaron a los vinicultores la puesta en escena integral. El cuarto día, los creadores miraron su obra y añoraron el vino sencillo de una sencilla bodega natural... Pero los nuevos palacios ya estaban construidos. Por eso hoy Napa Valley parece una Disneylandia del vino. En ningún lugar del mundo vinícola hay tantas columnas griegas falsas como allí. En las suaves colinas de La Rioja brilla una madeja de lana de titanio (Bodegas Marqués de Riscal), una locura de Frank Gehry. Al contemplar tal absurdo, uno se pregunta cómo es posible que la misma persona haya construido algo tan bello como el Museo Guggenheim de Bilbao. A su lado, la enorme ola que es el edificio de bodega construido por Santiago Calatrava en La Rioja resulta tan tranquilizante como una medicina. Pero todo esto no es nada en comparación con la aportación de Austria, diminuto país vinícola, al diseño externo del vino. Allí ahora el tinto se llama “red”, las colinas son “hills” y los vinicultores, “entertainer”. Hay puentes de cristal sobre las barricas, mesas de hélice para catar, gradas con calefacción para eno-momentos teatrales y paredes acústicas de botellas vacías. En las balaustradas selladas crece el césped bonsái y el “Elvis del monte de los cazadores” (bodega Wilfried Schilhan) se está construyendo un “Crocodile Rock”. La vieja barra de degustación se convierte en “bar de cata”. El arquitecto encargado de llenar de diseño la bodega Christ en Viena-Florisdorf ya ha integrado en la variopinta fachada de su proyecto el Ferrari aparcado. Borrachera de diseño No es casualidad. Los vinicultores austriacos, tras los últimos diez años de vuelo vertical de la arquitectura subvencionada por la UE, están embriagados de diseño. En la inauguración de la próxima bodega nueva, tengan por seguro que todo será aún más espectacular. Pero incluso el diseño más alabado llega a cansar si se emplea masivamente. Por la noche uno ya está tan mareado como si se hubiera tomado una botella entera de Chardonnay. De repente, da gusto estar en una habitación enteramente desprovista de diseño. Habitación que encontramos en la posada “Zur Dankbarkeit” en Podersdorf. No es que los nuevos y bonitos edificios de bodega de Austria estén atiborrados de detalles. Lo que domina es el lujo del amplio espacio vacío. La arquitectura es de gran calidad. A pesar de todo, la amplitud de estos nuevos espacios de bodega a menudo sólo es aparente. Incluso la nada está llena de mensajes. Un hueco en la pared que parece una raja nunca es sólo un hueco, no, sino que pretende ofrecernos la mejor de las vistas sobre la viña. La plancha de cristal en el suelo nos ordena: “Ahora, ¡mirad las barricas desde arriba!”. Y si nos llegara a asaltar la duda, la pantalla plana colgada encima del sofá de piel de búfalo emite un video sin fin donde podemos ver cuántas personalidades relevantes ya han admirado estas salas con un gran “ooooohhhhhh” de sorpresa en los labios. El anhelo de lo sencillo Dentro de 25 años, ¿qué dirán de esta fiebre del oro vinícola en las regiones de Burgenland y Estiria? ¿Cuál será la valoración de la Historia? ¿Serán sus efectos tan duraderos como en el caso de aquellas bodegas del Penedés realizadas por Antonio Gaudí y sus compañeros durante el Modernismo, que al fin y al cabo fue un periodo relativamente corto? O bien cuando, maltratados por el viento y el sol, ya no brillen tanto el cemento y el acero de estos testigos de su época, ¿los mirarán perplejos los hijos de los actuales constructores, preguntándose: reformar o derribar? ¿Qué significa duradero? Pero por las tablas macizas del suelo y las puertas de roble de la nueva ala central de la finca Alois Kracher en Illmitz no hay que preocuparse lo más mínimo. Y los enchufes e interruptores de porcelana, de sencillas formas Bauhaus, pueden durar más de cien años. También la familia Kollwentz de Grosshöflein ha sabido aunar de manera armónica lo viejo y lo nuevo. Iby-Lehrner de Horitschon nos hace percibir su enorme respeto ante el “Streckhof”, o casa granja alargada, tradicional de la región. En Gols, Brigitte y Gerhard Pittnauer también han construido en medio de sus viñedos, pero su hangar bodega es de una convincente sencillez intemporal. Lo extraordinario de estos edificios es que no pueden quitarle a uno las ganas de absolutamente nada.

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