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Madres de viñas

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  • Redacción
  • 2018-05-03 12:09:00

La tierra respira, lucha, siente, cicatriza. Puede ser terrible y magnánima, ruge cuando la hieren y crea vida con una generosidad sobrecogedora. Igual que una madre. Tal vez por eso quien también es madre sepa escucharla, defenderla y cuidarla con una sensibilidad especial. O quizá solo se trate de una hermosa casualidad. Lo que es incuestionable es el talento de estas seis mujeres elaboradoras de vino, cuya extraordinaria conexión con la tierra que trabajan queda plasmada en grandes vinos que nos cuentan sus historias. Y ellas hablan de esa tierra con un cariño inmenso: las viñas son su hogar; y sus vinos, "sus otros hijos".

 

L a palabra madre es tan evocadora y poderosa que suena sorprendentemente parecida en idiomas muy distintos. Nos habla de raíces, de amor indondicional, de una fuerza sobrehumana para sentir, proteger y luchar. Este mes queremos rendir un pequeño homenaje a seis madres muy especiales. Porque lo son por partida doble: mujeres del mundo del vino que cuidan de los frutos de la tierra con la misma sensibilidad con la que cuidan de sus hijos. Y que están reescribendo la historia de la viticultura con generosidad, talento, pasión y tenacidad. Madres de viñas con mucho que decir...

 

La viveza de un paraje
La finca La Verdosa se encuentra al noroeste de la provincia de Toledo, en un impresionante paraje que marca el carácter de los vinos de Bodegas Arrayán –D.O.P. Méntrida–. Su enóloga, Maite Sánchez, lucha por mantenerlo vivo día a día: "Hay que hacer algo más que un vino, pensar en el paisaje. Y también en el trabajo en las zonas rurales, que de otra manera se perderían. Conservar nuestro entorno, nuestra esencia. Eso es lo principal. Y estar orgullosos de que esas viñas nos den algo elegante".

Sus garnachas y sus albillos cuentan muchas cosas: "Sobre todo cuentan un paisaje. Quiero que el vino exprese de dónde viene, que hable de ese paisaje". Maite busca la finura, la elegancia, la tipicidad –perfectamente reflejada en La Suerte de Arrayán–. Y que sus vinos "sigan viviendo en la botella durante años. Me gusta esa característica, creo que es muy emocionante. Sé que las garnachas no tienen esa fama, pero creo que sí se puede conseguir".

Apasionada y exigente, cuenta que sus dos niños –el vino y Héctor– "demandan mucho, pero ambos me dan muchas alegrías. Por eso lo haces con ganas, con mucha fuerza. Y lo que aportan es mucho más que lo que tú das". El pequeño Héctor tiene solo siete meses, pero ya se agarra fuerte a las viñas. Como su madre. Y como su abuelo, Bartolomé Sánchez, presidente honorífico de MiVino, que transmitió a su hija su profundo amor por el mundo del vino. Aun así Maite tardó en decidirse: "Hice Ingeniería Agrónoma sin saber exactamente si me iba a dedicar al vino, pero al final era lo que más me gustaba".

Está convencida de que esa pasión por la viticultura se transmite de padres a hijos: "A mí me lo transmitió mi padre sin quererlo. Y seguro que yo se lo transmitiré a Héctor también sin obligarle para nada. Que luego él decida libremente lo que quiera ser, pero seguro que le va a encantar el vino, aunque sea solo para beberlo y respetarlo".
De momento, el pequeño inspira a Maite a superarse: "Es cuestión de estar contenta con lo que haces, de ponerle mucha energía. Y como las dos cosas son tan agradecidas, es fácil hacerlo. Duermes poco y trabajas mucho, pero con alegría y con energía porque merece la pena".

 

Capital con alma

Los dominios de Isabel Galindo (Las Moradas de San Martín) se alzan en los confines de la Comunidad de Madrid –haciendo frontera con el norte de Toledo y el sur de Ávila–, en lo alto de los montes de San Martín de Valdeiglesias. Esta enóloga impetuosa y enérgica se considera muy afortunada de poder trabajar un terruño tan particular: "Estuvimos muchos años buscándolo, haciendo pruebas por la zona… y nos cautivó este, que quizá sea el menos rentable, porque produce muy poquito, pero es el suelo el que equilibra la producción y te da una calidad muy diferente".

Isabel es una auténtica apasionada de su oficio, al que llegó por pura vocación: "Es curioso porque el mundo del vino está muy familiarizado, pero no es mi caso. A mí me encantaban el vino, el aceite, el queso... todas las elaboraciones que van del campo a la mesa". Era inevitable que acabase uniendo su destino a aquellas viñas, "esculturas vivientes que han pasado por cientos de manos: la poda es como crear a futuro, y psicológicamente es muy positivo. Creo que es lo que más me gusta, estar en el campo. Porque desconectas, pero a la vez piensas, se te pasa el tiempo volando, se te ocurren ideas… Necesitamos tiempo para pensar, y el campo te da justo eso: tranquilidad suficiente para pensar".

Isabel apuesta por una viticultura respetuosa con el medio ambiente, elabora vinos muy naturales para que el terruño exprese toda su singularidad: "Si entras en la monotonía de la enología, el vino pierde alma. Yo ahondo en la importancia del viñedo: saber entenderlo y saber interpretarlo. Es lo que más me gusta. Y tengo la suerte de trabajar con una materia prima que se puede elaborar de una forma muy natural, que envejece fenomenal… Es apostar por la autenticidad, por lo propio, por estos tesoros que tenemos en España y que no valoramos lo suficiente". Cree que en este país todavía tenemos muchos complejos, "y eso nos ha hecho y nos sigue haciendo mucho daño. Deberíamos dar vinos con más alma, con más espíritu. Tenemos un clima perfecto, distintos terrenos, distintas variedades adaptadas… esa es nuestra riqueza. Tenemos que sacar pecho por lo propio. Dicen que las garnachas de aquí son como las de Francia, y a mí me da mucha rabia. ¡Que estamos en Gredos, no en Francia!", exclama Isabel.

Le cuesta mucho quedarse con uno solo de sus vinos, pero "el Initio es un poquito el corazón de la bodega. Compré algunas botellas mágnum de 2009, el año en que nació mi hija. Son añadas que crees que no van a avanzar, porque van muy despacio, y luego te sorprenden muchísimo". Como la Albillo, otra de sus debilidades: "No deja de sorprenderme y eso también es muy bonito. Nos queda mucho por conocer".

La familia "supernumerosa" de Isabel crece a cada añada: "Soy madre de tres hijos, ¡y mis amigas dicen que mis vinos son mis hijos también!". Y de alguna forma, sus hijos son también hijos de la viña: "Cuando nació mi hija, trabajé hasta el último día. Yéndome de la viña me empezaron a dar las primeras contracciones, no te digo más". Solo cogió un mes de baja... ¡y al campo! "Yo creo que hay que hacer lo que te pide el cuerpo". Reconoce que es una época complicada porque su trabajo es multifuncional –"es campo, es bodega, son cenas, ferias... todo es importante"– y descansa muy poco, pero su jefe se lo pone fácil: "Das mucho, pero también recibes".

La maternidad "es cuestión de tiempo y paciencia", e Isabel ha sabido conjugarlos bien: "Los niños se me han criado fenomenal, están supersanos". Su franqueza y su coherencia al charlar sobre el embarazo es admirable, aire fresco en un mundo obsesionado con el control absoluto: "Yo tomaba una copita de vino en las comidas, y la gente me miraba como si estuviera loca. ¡Pero si con moderación es sanísimo! Vaya discusiones he tenido... Yo creo que si todos tomáramos una copita de vino al día estaríamos mucho más sanos. Estamos perdiendo el juicio".

 

Una pionera en Terra Alta

Para Josefina Piñol, alma de Celler Piñol –"somos pequeñitos, pero gente firme"– y madre de Juanjo Galcerá Piñol –enólogo y actual propietario de la bodega–, elaborar vino "es como cuidar a un hijo: hay que ponerle mimo y tiempo". Confiesa que le entusiasma charlar sobre la viticultura, y es imposible no contagiarse de su pasión: "La vid sale de la tierra, y la tierra es vida. Te obliga a luchar, a esforzarte. Económicamente no compensa, pero es que tiene algo que te engancha".

Josefina creció correteando entre los viñedos de la D.O. Terra Alta, en ese Mediterráneo interior que guarda como un tesoro la carnosa y silvestre Garnacha Blanca, que muestra con dignidad las huellas de una historia que no siempre fue clemente. A los Piñol les quitaron todo durante la Guerra Civil –"ojalá la guerra no vuelva nunca"–, pero la tierra que cultivaron les dio de comer, los salvó. Quizá por eso Josefina sentencia con una sabiduría aplastante: "No damos a la tierra el valor que merece".

Aprendió a apreciarla viendo a su familia trabajarla y quererla día a día, al abuelo Arrufí y a su madre Teresina, a los que rindió homenaje en los primeros vinos de la bodega: "Son vinos que elaboramos con amor, que hablan de la gran fuerza del terruño, de esa Garnacha única". Mater Teresina –con una espléndida intensidad aromática– se inspira en la personalidad de su madre, una auténtica luchadora que le enseñó que "la tierra es lo único que importa".

Y Josefina, digna heredera de Teresina, desafió a todos los hombres de su familia –y de su pueblo, Batea– para seguir su camino. Era complicado ser mujer en aquella época, más todavía en un pueblo pequeño en el que la mayoría de las mujeres se quedaban en casa: "No les gustaba que se cambiaran las reglas, y menos una mujer algo mayor. Yo tenía que estar mucho tiempo fuera y no se veía bien". Pero no se rindió, luchó por conseguir lo que quería: dejó de hacer vino a granel, seleccionó las mejores uvas, compró buenas barricas, buscó a los mejores profesionales... y no dejó de mirar a la tierra. Un fuerte apego que transmitió a sus dos hijos: Mónica y Juanjo.

Mónica, licenciada en Farmacia, ayudó a Josefina a elaborar el primer vino de la bodega. Después siguió su camino, aunque siempre que puede se escapa a pasear por las viñas para relajarse, igual que su madre. Josefina cuenta que le ayudan a coger oxígeno, que la recuperan de todo: "Yo hasta les hablo, como a las flores, y parece que se te pasan los problemas. La viña revitaliza".

Su hijo Juanjo, ingeniero, también sintió la llamada de la viña, y volvió a Batea para hacerse cargo de la bodega familiar. Josefina habla con nostalgia de la maternidad: "Intenté hacerlo lo mejor posible, creo que me han salido buenos hijos. Solo siento no haberles dedicado más de tiempo". Lo más difícil para ella fue compaginar la maternidad con el trabajo en la bodega, pero puede estar muy orgullosa de todos sus hijos –también de los de la vid–. Su vino más personal, Josefina Piñol, que incluso sedujo al mismísimo Robert Parker, es al que más cariño tiene: "Es muy especial. Expresa la dulzura, la potencia de la tierra... Yo soy una persona fuerte y un poquitín exigente, y este vino también es dulce, pero con una personalidad muy marcada". Así es la matriarca de los Piñol, una mujer con las ideas muy claras. "Aquella loca que iba a estrellarse", como le decían en Batea, se convirtió en una pionera de la viticultura, en una de las mujeres del vino con más carisma y coraje.

 

El hechizo de Castilla

Y del corazón de la agreste Terra Alta, a la D.O. Rueda, bastión de esa cepa agradecida y resistente que es la Verdejo –uva imperial, la favorita de los Reyes Católicos–. Santiuste de San Juan Bautista, en la campiña segoviana, es el territorio de Ana Isabel Gómez, responsable de Marketing y Comunicación de Avelino Vegas, cuyos vinos fueron los primeros con D.O. en la provincia de Segovia.

En su caso, el hecho de vivir en un pueblo pequeño –tiene 650 habitantes– le facilitó mucho las cosas: "Criar niños en un pueblo es mucho más sencillo por infinidad de razones: desde que los niños vayan solos al cole, que tengas siempre cerca familiares que te ayuden o que tu trabajo esté a 200 metros de tu casa". Además, trabajar en el negocio familiar –Fernando Vegas, su marido, es director general– también ayuda a conciliar.
Su pasión por la viticultura comenzó hace ya 30 años: "Entonces yo no sabía nada de vino, todo lo he aprendido viviendo la bodega. Este es un mundo apasionante que te va enganchando, y cuando te quieres dar cuenta parece que siempre hubieras estado en él".

Sus dos hijas viven fuera de España –Cristina en Burdeos e Isabel en Londres–, pero la bodega sigue siendo hogar, "un punto de encuentro entrañable y seguro". A la pequeña, Isabel, le encanta el vino, "pero lo vive de otra forma, disfrutándolo". A la mayor, Cristina, que estudió Enología en la Universidad de Burdeos, le fascina la bodega desde pequeña y vive el vino con la misma intensidad que sus padres. Ana valora especialmente el dinamismo que tiene este mundo, la oportunidad de conocer gente y lugares interesantes, países y culturas diferentes, "ese punto artístico y de glamour, la creatividad que le puedes aportar y lo que aprendes cada día".

Sus vinos hablan de la filosofía de la bodega, "miran al futuro sin olvidar las raíces. Son impecables, modernos, pero con el carácter de la D.O. Tratan de adaptarse al paladar de la gente". Cuando le preguntamos por el vino al que más cariño tiene –"ahí viene la pregunta de a qué hijo quiero más"–, lo tiene claro: Circe. Inspirado en el nombre de la diosa y hechicera griega que convertía en animales a sus enemigos, les ha dado muchas satisfacciones, "pero también se quiere al que te ha costado más levantar, y estoy muy orgullosa de Fuentespina" [D.O. Ribera del Duero].

 

Inconformismo atlántico

Ahora ponemos rumbo a la salina bravura del Atlántico, a la D.O. Rías Baixas. Bodegas Fillaboa –buena hija, en gallego– es una de las fincas más antiguas de la zona, y su enóloga Isabel Salgado lleva 24 años trabajando en Galicia (los 20 últimos en Fillaboa). El apego a esta hipnótica tierra le viene de familia. Su padre, gallego, era muy aficionado a la gastronomía, y desde pequeña vivió en casa el amor por el vino y la buena mesa.

Piensa que se transmite de forma innata; tanto es así que sus hijos –Nico, de 10 años, y Gabriela, de 8– son unos catadores en potencia: "Nico tiene una especie de obsesión: quiere probar los vinos, y Gabriela los quiere oler. Otra cosa que le chifla a mi hijo es agitar la copa. Tiene un manejo…" Por ahora le tienta más el balón y sueña con ser futbolista, pero quién sabe si seguirá los pasos de su madre...

Isabel, licenciada en Ingeniería Agrónoma, es inquieta y perfeccionista: "Me preocupo de tratar de hacer las cosas cada vez mejor –el equilibrio en el viñedo, los abonados...–, sigo tratando de descubrir cosas nuevas, de ir más allá. No me conformo". De entre sus frescos y evocadores albariños, se queda con La Fillaboa 1898: "Ha sido un reto. Conseguí que saliera al mercado y tuviera un reconocimiento". Sus seis años de crianza sobre lías le confieren recuerdos de manzana asada o panadería y potencian los aromas tostados y los fondos frutales almibarados.

Para Isabel, compaginar la maternidad y el trabajo en las viñas ha sido relativamente sencillo porque es autónoma desde 2008: "El teletrabajo me ha permitido estar bastante con ellos: llevarlos al cole, ir a buscarlos... La verdad es que lo he llevado bastante bien".

 

Estirpe vinícola

Marimar Torres pertenece a uno de los grandes linajes vinícolas de este país: la familia Torres. Su cercanía y sentido del humor cautivan desde el primer minuto: "¡Creo que me bautizaron con vino!", es casi lo primero que nos dice. Y lo cierto es que esa honda pasión le viene casi desde la cuna: "Reconozco que tenía un poco de celos cuando mi padre se llevaba a mi hermano Miguel a la bodega y yo me quedaba jugando con muñecas". Pero a ella le motivan los retos: "Siempre he pensado que no hay nada imposible. Si me dicen 'esto no lo vas a poder hacer'... ¡pues ahora verás! El mundo del vino es muy difícil, y eso también es bonito".

Propietaria de Marimar Estate, en California (Estados Unidos), se forjó una carrera que inspiró a muchas mujeres, aunque no fue un camino fácil: "Me costó convencer a mi familia, sobre todo a mi padre. Quería lo mejor para mí, peron lo que él pensaba que era lo mejor y lo que yo pensaba que era lo mejor no era lo mismo". Pero don Miguel se rendía cuando veía feliz a su hija –que además contaba con dos poderosos aliados: su hermano Miguel y su madre, doña Margarita–. Marimar recuerda emocionada una preciosa anécdota: "En el 88, cuando me fui a Davis a estudiar Enología y Viticultura, me vino a visitar mi hermano Miguel y me dio una mala noticia: que no había dinero para hacer la bodega. Pero me dijo que podía hacer vino sin tener una bodega. Y le hice caso". Su primer Chardonnay nació en una bodega especializada en vinos a medida, en 1989, y "salió muy bueno". En abril del 91 –un mes antes de que don Miguel falleciera–, Marimar viajó a España y pasó un tiempo con su padre. Le llevó una botella de aquel vino para que lo probara, y cuando lo tomó ("porque bebió hasta el último día"), dijo: "¡Este vino es el mejor vino blanco que he probado en mi vida! Y mi padre no era mucho de alabanzas... Se volvió a mi madre, Margarita, y le dijo: ¡Tenemos que tener una bodega en California!". No olvidaron aquellas palabras ("Oye, mamá, ¿te acuerdas de que papá dijo que teníamos que tener una bodega en California?"), y entre todos colaboraron para poder hacer realidad ese sueño californiano.

La hija de Marimar, Cristina, también ha heredado la pasión por los viñedos y el apego a la tierra de la familia, y desde niña también puso su granito de arena para que Marimar siguiera adelante con su sueño: "Todo es cuestión de querer. A mí me encanta mi trabajo y adoro a mi hija. Y lo pude hacer, ¡me la llevaba a todos lados! Tuve mucha suerte porque era muy buena".

De su oficio le gusta todo: la viña, la bodega, trabajar en equipo, los eventos... para los que incluso cocina personalmente [ella omite el dato, pero es una cocinera excelente]. Y como más disfruta es haciendo vinos que le apasionan: "Siempre digo que me puedo permitir el lujo de hacer los vinos que a mí me gusta regalar". Son vinos sutiles, elegantes "que te entran por dentro. Sensuales, atractivos, un poquito femeninos, quizá. Y envejecen muy bien. Son para disfrutarlos con la comida. Tomas un sorbito y quieres tomarte otro, luego otra copa... ¡y luego la botella!". Elegiría su preferido en función del momento, la comida, la época... Pero Cristina, el vino con el nombre de su hija, "es quizá al que tengo más cariño, nuestro icono. La gente dice: si lleva el nombre de tu hija será el mejor. Y eso me hace sonreír".

A Marimar, ser mujer no le ha supuesto un obstáculo en la actualidad, sino todo lo contrario: "Pienso que si eres una minoría y eres bueno en lo que haces puedes tener ventaja".


Porque, en palabras de Josefina Piñol, "ser mujer no nos tiene que dar nada, pero tampoco quitar. Nos lo tenemos que ganar igual. Lo que uno vale se demuestra andando". Es incuestionable que nuestras madres de viñas son brillantes. Y, afortunadamente, cada vez menos minoría.

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