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Quedaos en casa!

  • Redacción
  • 2013-06-01 09:00:00

Nueva Zelanda, Sudáfrica, Borgoña y la Toscana son las estaciones típicas del currículo de nuestros jóvenes enólogos. Los vinicultores que no hayan hecho unas prácticas de al menos algunos meses en el extranjero ya son una escasa minoría en nuestras latitudes. Ciertamente es bueno que la gente no solo se rija por su propio baremo, pero a veces me pregunto si no estaremos en peligro de establecer así un estilo de vino global en detrimento del estilo tradicional regional de cada comarca.
El ejemplo más evidente y, a primera vista, no valorable como positivo es para mí la tradicional producción de Chasselas en la Suiza francófona. Este singular estilo de vino tan particular solo sigue existiendo gracias a una voluntad férrea de no dejarse desquiciar por el exterior. Aunque hay fincas que renuncian a la reducción de ácidos, pues conforma un estilo determinado, pero la verdad es que sus vinos apenas se diferencian de los Gutedel alemanes.

Regreso a la tradición
El Pinot Noir ilustra a la perfección cómo una región vinícola convenció al mundo entero, conduciéndolo a la unanimidad: ya desde hace algunos años, un buen Pinot debe ser borgoñón. Víctimas de esta evolución fueron, en primer lugar, las grandes barricas de nuestras bodegas; se sustituyeron por pièces borgoñonas y cubas de fermentación abiertas e inmediatamente, todo lo demás pasó a estar mal visto. El siguiente paso fue reemplazar las cepas regionales tradicionales por clones borgoñones, y actualmente los productores de Pinot Noir –siguiendo el modelo de la Borgoña– están hablando mucho de la fermentación del racimo entero sin despalillar. Lo emocionante del asunto es que, desde hace algunos años, se observa una evolución paralela pero en sentido contrario: las grandes tinas de madera y barricas de roble de la región, de repente, vuelven a constituir una opción válida; también las ventajas de los clones regionales obtienen cada vez más reconocimiento, los vinicultores se acuerdan del saber de generaciones pasadas y, súbitamente, la tradición vuelve a ser valiosa. La formación de los jóvenes enólogos y vinicultores lejos de su tierra, naturalmente, no solo influye en su manera de hacer vino sino también ejerce una influencia positiva sobre su desarrollo personal. En lo que respecta a su trabajo, les ayuda a desarrollar nuevas ideas para la comercialización o las ventas. Pero a veces las experiencias extranjeras gestan extrañas flores: hace algunos meses acudí, junto con un grupo de periodistas, a la bodega de un productor cuya hija acababa de regresar de Estados Unidos, donde había realizado unas prácticas en una bodega de California. Hablamos en inglés. Ella nos presentó los vinos, anunciando el Chardonnay de su padre con profundo acento americano, “Shardoneei”, y el Pinot Noir pronunciado “Pinou Nuar”. [Nota: el idioma materno de esta joven es el francés].
Es cierto que hay vinicultores a los que les deseo una formación continuada internacional, o al menos la posibilidad de acceder a compararse con vinos internacionales, como por ejemplo en Chile. Hace algunas semanas visité la finca Amayna, donde el enólogo suizo Jean Michele Novel diseña vinos claramente marcados por la tradición vinícola europea: en Amayna, los racimos de Sauvignon Blanc se dejan en la cepa hasta su completa maduración y luego se fermentan en barricas de madera. Así surge un vino blanco de fuerte estructura, frutalidad madura, complejo y sin matiz verde alguno. Al principio, el hecho de que el vinicultor que presentaba los vinos nunca hubiera oído hablar de los vinos de la austriaca Estiria, de estilo muy similar, inicialmente me causó desasosiego. Pero luego me di cuenta de que quizá precisamente esa circunstancia le había dado la libertad necesaria para lanzarse a experimentar, algo de lo que a veces carecen nuestros vinicultores, porque se dejan influir demasiado por las ideas procedentes de otras partes del mundo.

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