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De ribera a cordillera navarra

  • Redacción
  • 2001-12-01 00:00:00

Desde Sos del Rey Católico, villa aragonesa de rancio abolengo, estrechas y sugerentes callejuelas llenas de historia y romanticismo, puede el viajero plantearse un paseo por Navarra como una cuesta arriba, si se encara este viejo reino de sur a norte. Por abajo se expanden las tierras bajas, planas, frutales y ribereñas del Ebro, y por arriba los duros escarpes de los Pirineos. De ribera a cordillera, Navarra pasa del ager al saltus; es decir, del cereal al bosque. Y sin faltar los preciosos y cada vez más rentables viñedos, que surten a las bodegas de los afamados vinos navarros. En este caminar de abajo arriba sobran paisajes y lugares que merecen disfrutarse.

Tudela. Ningún sitio mejor para empezar por la ribera que Tudela, capital de la comarca. Ciudad de mestizaje cultural, deja ver los precarios restos de su polivalente carácter judío, moro y cristiano. La catedral, que otea los huertos ribereños está de pie sobre lo que fue mezquita mayor. El monasterio cisterciense de La Oliva luce un gótico soberbio y vende por pocos cuartos un vino agradable.

Olite. Por allí se alzan varios castillos que, abdicadas sus viejas funciones militares, se dedican a otras cosas. Uno es el de Olite, reciclado en Parador de Turismo, un centro vitivinícola de primer orden, donde tienen su sede bodegas tan prestigiosas como Marco Real, Ochoa, y Piedemonte.
Otro es el de Ujué, aunque no es propiamente castillo, sino mestizo de castillo e iglesia, y tiene almenado el campanario. El corazón del rey navarro Carlos el Malo se guarda allí, desde 1387, en arqueta de plata.
Muy próximo sobrevive bien el castillo de Javier, muy maquillado, cuna del famoso santo jesuita. Un personaje casi legendario de este castillo fue el hermano Virto, el bodeguero, forjador de ilustres borracheras.
Tafalla. Aquí dicen que descansaban los reyes de Navarra, por lo sano de su clima y lo refrescante de su viento cierzo. Esto sería, se supone, en verano.
Ya hemos subido, a estas alturas, a los 600 metros. Siguiendo la cuesta arriba, y haciendo, como es natural, parada y fonda en Pamplona, llegaremos a los valles falderos de los Pirineos. Los más hermosos, los de Baztán y Roncal, están muy separados.
Elizondo. Hay un mirador del Baztán en Irurita que muestra toda la bucólica hermosura del verde valle, salpicado de blancas manchas de rebaños y animado por sonidos de esquilas. Allí domina Elizondo, la teórica capital, donde se disfruta del ambiente sobrio de una arquitectura pétrea y acristalada, y donde se come y bebe con variedad y contento.
Arizcun. Piedra labrada, escudos nobles y recuerdos aún presentes de la etnia endógama y proscrita de los agotes, es la noble villa de Arizcun. En el otro valle notable, el de Roncal, el paisaje es más sobrio, de piedra y teja, y el carácter es más recio. Allí está enterrado Julián Gayarre, el gran tenor de cuya voz no quedó grabación alguna.

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