- Laura López Altares
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- 2025-10-05 00:00:00
El genio aragonés pintó la verdad de sus tiempos –y de su atormentada mente– con una honestidad y una vehemencia salvajes, incluida su dual visión del vino: desde la vendimia a los brindis más exaltados.
Visionario, contradictorio, oscuro, valiente... Bajo los impetuosos trazos de Francisco de Goya y Lucientes late la compleja vida interior de un artista que bailó con reyes y monstruos durante la Ilustración –habitó dos siglos: la segunda mitad del XVIII y el principio del XIX–, y que desgarró las reglas del arte hasta alumbrar un lenguaje propio. Esta transgresora defensa de la libertad creativa convirtió al genio aragonés en uno de los pioneros del arte contemporáneo: "No hay reglas en la pintura. La obligación servil de hacer estudiar o seguir a todos por un mismo camino es un gran impedimento para los jóvenes que profesan arte tan difícil", defendía.
Su ansia de libertad lo enfrentó en cierta forma a la rigidez del academicismo imperante, con el que mantuvo una tumultuosa relación. Dominó los dramáticos claroscuros del barroco, arriesgó al jugar con las formas neoclásicas y se adentró antes que nadie en la vehemencia del romanticismo. También dibujó un futuro más original y expresivo, inspirando a los impresionistas con su luz y sus pinceladas sueltas, a los expresionistas con su grotesca exaltación de la emoción y a los surrealistas con esa mirada hacia el fabuloso subconsciente y el mundo onírico.
El prolífico artista que conquistó a golpe de talento las cortes de Carlos III y Carlos IV –fue su pintor de cámara– retrató de forma muy personal y certera la vida palaciega, pero sobre todo le apasionó la realidad social del pueblo y se obsesionó con la Guerra de la Independencia hasta el punto de transformarse en su corresponsal más arrebatado: "Siento ardientes deseos de perpetuar por medio del pincel las más notables y heroicas acciones o escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano de Europa".
El 3 de mayo en Madrid o Los fusilamientos jugó un papel decisivo en la historia de la pintura, marcando el comienzo del arte contemporáneo. En este impresionante cuadro, dramático símbolo de la lucha del pueblo español contra los franceses, se vislumbra el alma del pintor y su "técnica directa y magistral", como destacan desde el madrileño Museo del Prado, donde se puede contemplar.
Muy observador y comprometido, honesto y visceral, Goya capturó como ningún otro artista la verdad de sus tiempos de un modo crudo y apasionado, rozando el realismo más salvaje. Aunque también se sumergió en los rincones más oscuros de su mente. Entre tinieblas propias y ajenas, pintó el hambre, el poder deformado, los santos y la brujería; la alegría y el delirio, lo terrenal y lo imposible: aquel sueño de la razón produciendo monstruos terribles y alumbrando a su vez la creatividad más exacerbada ("La fantasía abandonada de la razón produce monstruos imposibles: unida con ella es madre de las artes y origen de sus maravillas", recoge un manuscrito del Museo del Prado), Saturno devorando a un hijo en una mueca horripilante...
Pero, por encima de todo, el genio de Fuendetodos fue un artista de extremos que nos legó un profundo retrató de la sociedad de su época. Y entre sus vehementes pinceladas reservó un lugar para el vino, vino dual que era celebración terrenal, gozo y liberación, embriaguez y desenfreno.
En La vendimia o El otoño (1786), "la estación del dios Baco", una vendimiadora con un cesto de uvas sobre su cabeza se alza como símbolo de una estación entera: "Un joven majo, sentado sobre un murete de piedra y vestido de amarillo, color que simboliza el otoño, ofrece a una dama un racimo de uvas negras", relatan desde el Museo del Prado. También destacan la "dignidad y apostura clásicas" de la mujer con su cesto y la figura de ese niño travieso que intenta arrebatar un racimo a sus mayores. Al fondo, "los campesinos se afanan en la recogida del fruto, inclinados sobre las viñas, mientras uno se yergue mirando a sus señores". En este bucólico cuadro se exalta la naturaleza y se contraponen dos formas de vida opuestas.
La bota, uno de nuestros recipientes del vino más icónicos, reclama su protagonismo desde El bebedor (1777), donde Goya inmortalizó a un ansioso joven entregado al vino junto a un muchacho que devora su almuerzo en una escena que ha sido interpretada "como una alegoría de la glotonería".
El vino aparece igualmente como símbolo de la cultura popular en La merienda (1776), en la que un grupo de majos "descansan comiendo, bebiendo y fumando, mientras brindan por la naranjera que se les ha acercado con su mercancía". Lo hacen a orillas del río Manzanares, con el vino como alegre compañero de descanso.
Goya también sugirió su lado más destructivo en La riña en la Venta Nueva (1777), donde una partida de cartas desencadena una acalorada trifulca, previsiblemente alentada por el exceso de vino.



