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Carmenère un varietal que renace en Chile

  • Redacción
  • 2002-04-01 00:00:00

Viña Tabontinaja (Bodegas Gillmore), Valle del Maule, Chile. 12,30 de las mañana. Tras degustar un par de vinos anodinos, con el aburrimiento soporífero de los tintos de Cabernet Sauvignon y Merlot bien hechos pero sin alma, me llevo a la nariz la última copa. La joven Daniella Gillmore, la eficaz enóloga de la bodega, me mira como si fuera también la última oportunidad de ver reflejada en mi cara algo de emoción. Un sobresalto. En la nariz, siento el aire chileno de la montaña trayendo los olores agridulces de la cereza madura. Una suculencia frutal aventada por las brisas del mar que modulan su propia melodía. Ya me había sorprendido el bello color púrpura profundo, un traje hermoso que me recuerda el de los nuevos burdeos. Pero no esperaba este atractivo amargor, las notas de paprika integradas en deliciosa fruta roja, el cremoso sabor de licor de cacao, la frescura balsámica del mentol, la suavidad y delicadeza del tanino dulce junto a la firme liviandad de tacto que acaricia y deja huella. Muy bueno.
Daniella sonríe: es nuestro último Carmenère.
De vuelta a España, repasando mis notas de cata, rememoro las experiencias de aquellos tintos de Carmenère, livianos unos, soezmente oscuros otros, de brillante colorido los más, pero todos dotados de ese plus de personalidad que les hace distinguirse del resto de la producción chilena, incluso sin ser los mejores. Aquí hay un apuesta de calidad que merece la pena y de cuyo éxito depende, en gran medida, la reubicación de los tintos chilenos en los mercados más exigentes.
Bien está el «monovarietalismo» industrial, que, en cualquier caso, representa casi el 90% de la producción vitivinícola chilena. Pero en un mercado saturado de cabernets, merlots, chardonnays, y demás varietales sin patria, con un consumo mundial en descenso, y una acumulación de stocks más allá de toda prudencia, los países vitivinícolas de prestigio, y Chile lo es, tienen que caracterizarse por una oferta de calidad basada en el terruño y la personalidad. Es el momento de variedades como el Carmenère, prácticamente autóctono pero demasiado tiempo confundido con el Merlot, que bien cultivado y mejor elaborado pueden ofrecer al consumidor exigente y de elevado poder adquisitivo vinos arrebatadores, de una sutil, complejidad en cuyo corazón vibra y brilla todo el potencial de la mejor viticultura chilena.

Variedad bordelesa
Las tierras de Chile son, junto con Chipre, las únicas que cultivan y elaboran Carmenère, la variedad bordelesa que prácticamente extinguió la filoxera en tierras francesas, donde sólo quedan unas 10 hectáreas. Pero es en Chile, donde la conjunción de suelos naturales de calidad y microclimas favorables han permitido a esta variedad tinta, que en la Francia húmeda y fría apenas si daba para vinos mediocres, alcanzar una finura y expresividad fuera de lo común. No es de extrañar, por tanto, que Chile, tras basar su industria vitivinícola con el Cabernet Sauvignon, quiera ahora ampliarla y consolidarla con el Carmenère. La tarea por delante es ingente.
Porque aunque el Carmenère fue traído a Chile en 1851, sólo en 1994 comenzaron a comercializar vinos que se identificaban con esta cepa. Desde 1997 su demanda ha ido creciendo, lo que se ha reflejado en su precio, que va en ascenso, lo mismo que la calidad de sus vinos, una vez superados ciertos equívocos, el más grave de los cuales era confundirlo con el Merlot, de ciclo vegetativo mucho más temprano. Las consecuencia han sido nefastas. Así nació la imagen de vinos ásperos, secos, llenos de verdor, que se abatió sobre un varietal que simplemente se vendimiaba antes de tiempo, cultivaba abusivamente en tierras poco adecuadas, y se permitía un exceso foliar a la cepa. Ha bastado que se replantaran cepas de Carmenère en zonas pobres y pedregosas, que se redujera la producción hasta los 5.000 kilos por hectárea, que se controlara la abundancia de follaje a la que tiende el varietal aplicando los nuevos conceptos de conducción foliar de la planta, que se esperara hasta la plena maduración del fruto -nada menos que un mes más tarde que el Merlot- y que se sometiera a ajustadas crianzas en roble, para que los vinos de Carmenère perdieran sus verdores insoportables y mostraran no sólo el bello vestido habitual, sino la riqueza aromática basada en la fruta roja y negra acompañada de especias y refrescantes mentolados, que deben acompañar a la proverbial madurez y suavidad de sus taninos de terciopelo.
Resulta esperanzador ver como en el Valle del Maule -con cerca de 2.000 hectáreas de Carmenère-, pero también en Maipó, Curicó y Colchagua, los viticultores chilenos conquistan las laderas de los Andes, creando viñedos de riesgo donde el varietal alcanza su mejor expresión y finura, sin ninguna de sus anteriores taras. Ello asegura al país sudamericano la posibilidad de potenciar la categoría de vinos «Premium» (de calidad) en un momento en que la industria soporta una menor demanda mundial, bajos precios y mayor competencia externa. Actualmente Chile, productor del cuatro por ciento del vino mundial, exporta unos 600 millones de dólares anuales; pero el Carmenère representa apenas 10 millones. Pero, de seguir la tendencia y multiplicarse los vinos de máxima expresión, en 10 años las ventas externas de Carmenère podrían llegar a 300 millones de dólares.

Redescubrir el Carmenère
En 1851, Silvestre Ochagavía, pionero de la viticultura chilena, trajo al país andino las variedades clásicas de Burdeos, incluido el Carmenère, que fue plantado junto con el Merlot, lo que daría lugar a la posterior confusión entre los dos varietales, muy similares en sus aspectos morfológicos, salvo en los primeros momentos de la brotación de la hoja. Era el período en que la viticultura chilena comenzaba una nueva era de vinificación; un momento en que cualquier cosa que sonara a francés se tenía por refinada. Pese a la manera en que fue cultivado, el Carmenère, que pide suelos muy pobres y bajos rendimientos con maduraciones largas, se adaptó perfectamente a la morfología y al clima chilenos. En 1991, Claude Valat, experto francés de la viticultura, volvió a descubrir accidentalmente esta variedad en Chile. Fue una auténtica conmoción, no exenta de polémica, que desorientó a los cultivadores de la vid que habían comercializado estas uvas como Merlot durante generaciones.
Carmenère o Merlot, esa es la cuestión, nada sencilla, por otra parte, ya que obliga a replantearse el viñedo en profundidad. Porque lo cierto es que, cultivados juntos, estos dos varietales no hacen sino estorbarse y malograse, pese a que tienen cierta semejanza organoléptica, básicamente notas de la fruta roja y taninos lisos, aunque más rústico y terroso en el Carmenère. De ahí que el Merlot con Carmenère resulte herbáceo, con notas desagradables de pimiento verde, que la crianza en roble no consigue mitigar. Pero no es fácil replantar un varietal que, pese a lo sorprendente de su redescubrimiento, ni tiene pedigrí, ni es suficientemente conocido. Encima, su bajo rendimiento, que fue causa en el Medoc de su paulatina disminución junto con su extrema sensibilidad al mildíu, le hace poco atractivo en un país acostumbrado a las elevadas producciones de otras variedades de mayor prestigio, como el Cabernet Sauvignon.
Sin embargo, para un esforzado núcleo de viticultores, entre los que destacaría Santa Inés, Viña Carmen, De Martino, Undurraga, Luis Felipe Edwards, Veramonte, etc., el paso siguiente al redescubrimiento del Carmenère estaba muy claro, y comenzaron a trabajar rápidamente en la separación de los varietales y en la ubicación del nuevo viñedo de Carmenère. Los resultados, en apenas un par de vendimias, han sido espectaculares, hasta el extremo de que esta vieja variedad francesa, vuelta a descubrir en Chile, tiene todas las posibilidades de convertirse en la primera vid exclusiva con un pedigrí chileno, el vino de bandera para un futuro vitivinícola de calidad.
Pinotage en Sudáfrica, Malbec en Argentina, Syrah en Australia, Zinfandel en California. Y, ¿por qué no?, Carmenère en Chile. Tal vez sea esta la gran oportunidad para el hermoso país andino, «una nación de pájaros, una muchedumbre de hojas... que se yergue entre la alfombra de la selva secreta».
Palabras sabias de poeta, palabras de Pablo Neruda.



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