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Llega la hora del rosado

  • Redacción
  • 1999-06-01 00:00:00

Si usted se cuenta entre los detractores del rosado, lo mejor será que pase directamente a la página 38 y lea el panfleto de Andreas März contra ese pecado de color rojo pálido. Pero si usted, como yo, un día perdió su corazón por un trago de rosado, viaje conmigo a la fuente de este frívolo placer.

Puede que, en el fondo, no sea más que recuerdo y sentimiento, nostalgia recalentada. Homenaje a un amor pretérito y a un paisaje cuyos atributos más importantes son los matices. Matices de color, de sabor y de aroma. Las casas blanqueadas de Saintes-Maries-de-la-Mer, el resplandeciente azul del mar, el beige desvaído de la playa, el verde de tus ojos y el rosa salmón del Listel Gris de gris en la copa. La sal en la boca, el yodo en el pelo y el tenue perfume de Chanel Cristal en mi nariz, que recorre tu cuello blanco hasta el hoyito que una noche te llené de vino… y como te sacudías de risa, corrió por tu piel formando torrentes rosados, para palidecer lentamente, como hoy en mí el recuerdo. No, para nosotros el rosado no era ni coitus interruptus ni mercancía de segunda. El rosado era Filosofía. El rosado era amor hecho carne, el caldo que nos movía a acariciarnos eternamente, el acompañante de nuestros 20 años y sus noches infinitas. La vida empezó en serio cuando cambiamos al vino tinto y al champagne. Era el toque que anunciaba nuestro fin. Se acabó la insoportable levedad del ser. La existencia empezó a perfilarse, el perfil de la responsabilidad y la carrera, de taninos angulosos y ácidos ambiciosos. De repente, tú olías opresivamente a Poison, y aún hoy tengo dificultades para soportar el aroma de vainilla y coco de una botella de Rioja clásico, el vino que bebíamos para infundirnos valor y fuerza para enterrar nuestra juventud. Salpicado de manchas negroazuladas era el color de tu último beso, y eso que durante el tiempo que fuimos inseparables en tus labios perlaban gotas rosa cristal, pero nuestra última, desesperada noche de amor, se convirtió en un balbuceante y ebrio fracaso. Quizá por despecho o por amor propio contrariado, yo también me cambié al otro campamento. Torcía la boca con desprecio cuando se hablaba del rosado zumo de la vid, ya sólo apostaba por el Pauillac intelectual y el Borgoña magistral. El vino se convirtió en una cuestión de acrobacia cerebral, de constitución compleja. De igual manera que en mi mesa de trabajo, sobre el papel pautado, solía inventar durante noches enteras alambicadas armonías intocables cada vez más complejas, solía construir composiciones, regla de cálculo en mano, atendiendo sólo a su ininteligibilidad y confundía el piano con una máquina, así buscaba la clave de la existencia, la maravillosa fórmula mágica, la piedra filosofal y el axioma de la vida en el vino. Tenía poco swing en aquella lastrada época cerebral, e incluso dudo que el vino, para mí, fuera más que una especie de placer matemáticamente oloroso. Necesitaba que un acontecimiento crucial, la culminación de los acontecimientos, la total sobresaturación, devolvieran algo de levedad a mi vida y a mis hábitos de festejo. Tenía que catar mil grandes Burdeos a lo largo de un mes, o bien treinta por día. Con disciplina, sistemáticamente, me apliqué en la locura y me estropeé la nariz y el paladar para mucho tiempo, igual que el estómago, porque lo que éste se perdía en vino “escupido”, yo se lo compensaba con pesados guisotes, que luego me pesaban en la panza como gravilla de la Garona. Pero el asunto, finalmente, tuvo algo de bueno. Finalmente, me hastié. Basta de rivalidades por poseer el mayor conocimiento, la nariz más fina y el mejor paladar, basta de esa gula virtual. Quería volver a vivir y a beber de verdad, por fin, y no sólo masticar, hacer girar, morder y luego escupir. Tres cosas redescubrí, por el siguiente orden: el sonido perlado del piano de Horace Parlans*, la sutileza de las verduras recién cogidas de la huerta y la finura de un delicado rosado de Burdeos o Bandol. Porque con las verduras pasa lo mismo que con el rosado: se miden por la calidad de la mayoría y no por la calidad de sus mejores exponentes. Quien no los cultive personalmente en su propio jardín, ya no tiene posibilidad alguna de probar zanahorias, hinojos o calabacines sin adulterar. La producción industrial de verduras, que generalmente hace uso de una extravagancia llamada Hybride F1 –un homúnculo, creado a partir de una pareja de padres reunidos artificialmente y que sólo es capaz de crear extraños mutantes, un callejón sin salida genético de la naturaleza, productivo, resistente, pero en la mayoría de los casos con el mediocre gusto estándar que la mayor parte de la Humanidad identifica como “típico” (inevitablemente, si jamás conoció otra cosa)– la producción industrial de verduras, decía, ha llevado a la desaparición de una enorme cantidad de clases y variedades que existían en el mercado, y que ya sólo pueden encontrarse en casa de entusiastas jardineros aficionados, e incluso entre ellos, también sólo en el caso de aquellos últimos luchadores de la resistencia y anarquistas de entre los rascadores de la tierra, que no consideran excesivo ningún esfuerzo si es para producir su propia y sabrosa verdura. Hace algunos meses me conmovió profundamente una acción de uno de ellos que, por medio de llamamientos en la prensa, buscaba almas afines que le ayudasen a salvar de la extinción la variedad de col gigante del oeste de Francia. Pues, en la actualidad, las verduras se calibran y se adecuan a la unidad doméstica clásica de tres personas. Ya no hay sitio en el mundo para la col de diez kilos. Con el rosado pasa lo mismo que con la verdura: propicia para cometer cualquier abuso. Quien no se preocupe personalmente por encontrar un buen rosado, morirá heroicamente de sed. Porque los profesionales del vino, cuya verdadera tarea, en realidad, es aconsejar al consumidor, se limitan a arrugar despectivamente la nariz cuando se habla de rosados. Ellos nunca los beben y esquivan las catas hábilmente. Ciertamente confiere más gloria presumir con la lista, que se remonta hasta el año 1865, de los viejos Borgoñas que se han podido llegar a beber a lo largo de la vida, que con la de los mejores y más delicados rosados de perfume floral. El rosado está catalogado entre los alimentos de primera necesidad, y no entre los productos nobles: igual que la verdura. Ni los más grandes cocineros se acaban de atrever a guisar un menú alrededor de la verdura. Las verduras son decoración (la hoja de lechuga, el espárrago de lata y el tomate rosa pálido que parece de plástico sobre el plato con el entrecot y patatas fritas), el rosado es guarnición. Por eso, apenas hay vinicultores que estén orgullosos de su rosado, que en el mejor de los casos se considera producto básico y, en el peor, utilización alternativa de mercancías de menor calidad. El rosado es un vino para la gente, y la gente, según parece, es tonta: por eso lo bajan de nivel, condenando al descrédito a toda una categoría de vinos. Lamentablemente, queridos lectores, no sé dónde podrían conseguir la mejor verdura. Prueben en la empresa naturista más cercana o inviertan en su propio huertecillo. Actualmente, también las grandes empresas de envío por correo ofrecen simientes de variedades antiguas, lo que ya es una luz en el horizonte. En la siguiente doble página encontrarán varios consejos muy prácticos para tratar con el rosado fresco. También les informamos sobre algunos de los mejores rosados de Europa en las páginas sucesivas de este número. Nuestros equipos de redacción se han esforzado (primero a regañadientes, pero finalmente con creciente alegría) en elaborar una lista representativa de los vinos más aconsejables de los respectivos países, e informan sobre algunos de los productores de rosado especialmente interesantes.
Rolf Bichsel

* Nota para nuestros lectores que no sean pianistas: uno de los pianistas de jazz más grandes de todos los tiempos y uno de los acompañantes más sugestivos que se pueda imaginar. Su ventaja: una parálisis en la mano derecha (!), lo que le impide atacar el teclado con la rabiosa velocidad de un Rachmaninov enloquecido y le obliga a contentarse con lo esencial. Y eso es lo que hace magistralmente, como se puede escuchar, por ejemplo, en el soberbio disco a dúo con Archie Shepp.

Consejos para el trato con el rosado

El rosado se merece un poco más de atención por parte de los aficionados. Un buen rosado es prácticamente el vino más adaptable del mundo. Pero hay armonías que saben mejor que otras…

• Un buen rosado rosado es
un vino para el verano
Hay infinitas variedades, desde el rosa grisáceo hasta el rojo borgoña, delgado y corpulento, ligero y vigoroso, frutal y especiado.
• El rosado
va bien con todo
siempre que no se encuentre una combinación mejor. Pero no por ello es sencillamente un compromiso, sólo es extraordinariamente adaptable.

• Casa a la perfección
con los platos de la cocina mediterránea, como la paella, la zarzuela de marisco, el risotto de tomate, la pasta fresca, o la pizza.

• Al pescado y al marisco
le sienta muy bien el rosado.
Pero hay que decir que depende enormemente de la particularidad de las dos partes. No son adecuados los rosados demasiado frutosos, necesita vinos más bien neutrales, ásperos y especiados. Bandol produce una interesante variante de rosados particularmente especiados, minerales, yodados, a veces francamente obstinados, vinos que para las francachelas tienen poco éxito, pero que en la mesa se crecen hasta niveles elevados.
• Rosado para la mesa
Recuerde: el mejor rosado en la mesa no siempre es el que sabe mejor en una cata. Cito la prueba a continuación: mientras escribo estas líneas (es Febrero, lo que demuestra que el rosado también puede gustar en invierno), casualmente llegó a mi paladar una creación especialmente armónica, que aquí transmito casi recién hecha: me preparé una ensalada con esas hojas de singular delicadeza que los suizos llaman Nüssli, pero los alemanes Feldsalat o bien Rapunzel, y en España se llama hierba de los canónigos (la Coquille de Louviers, de hoja pequeña, con su sabor a nueces verdes, es la mejor variedad y la más crujiente), diente de león blanqueado, un aguacate en su punto de maduración cortado en daditos, unos pocos champiñones frescos rosados de primera calidad, igualmente cortados en daditos, un puñado de gambas peladas “bouquet” y un puñado de coques y palourdes, aún calientes de haber hervido, extraídos de sus conchas –se trata de dos tipos de concha del Atlántico, muy apreciados y especialmente sabrosos-. Por encima eché unos chorritos de vinagre de frambuesa (hecho con frambuesas, no con sirope), sal, pimienta y un poco de aceite de oliva prensado en frío. Sorprendentemente, de los cuatro o cinco rosados franceses de nuestra cata, no fue el Bordeaux Clairet ni el Coteaux d’Aix los que mejor la acompañaban, sino el Bandol La Laidière de Freddy Estienne, y el conjunto resultaba tan delicioso que durante una semana no preparaba otra cosa que distintas combinaciones de ensaladas similares (con bacalao, tocino churrascado o salmón marinado) y, así, de la manera más placentera y sin pasar hambre, perdí un kilo de grasa invernal…

• El rosado es el que
mejor acompaña lo verde
y la verdura
Prácticamente nada va mejor con el hinojo, las espinacas o las alcachofas, a no ser que se someta la verdura a un trato brutal, se fría en abundante mantequilla y azúcar, se cueza hasta su desintegración, o se ahogue en un engrudo harinoso. Pero eso no sería ni veraniego ni ligero, precisamente. Según la clase de verdura, se elegirá uno u otro rosado. El Clairet de Burdeos, de color rojo claro, con su fuerte estructura, se las arregla estupendamente con las espinacas, que contienen tanino, o con la alcachofa hervida al dente; un especiado Coteaux d’Aix con sus aromas de anís le va muy bien al hinojo, y los frutosos y floridos rosados catalanes son ideales para el calabacín.

• El calabacín
es la verdura por excelencia para el rosado y una de nuestras verduras peor conocidas. Pero atención, estoy hablando del calabacín auténtico, genuino, procedente directamente de la huerta, que jamás ha visto una nevera por dentro, y no de la lánguida y amorfa variante industrial, estoy hablando del calabacín que se puede comer crudo con su flor, que cruje entre los dientes y que sabe como avellanas verdes frescas en Agosto. Hablo del calabacín que se puede preparar de mil maneras, en ensalada, marinado y tostado, en tortilla, puré, ragú o gratinado, como abanico de verdura con coulis de tomate, como pasta en verde, tan sana. Para otras recomendaciones y recetas, vea la página 45.

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