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El arte de catar: El culto a la copa

  • Redacción
  • 2003-06-01 00:00:00

El vino es cultura, lo que exige que se deba servir con estilo. Todo amante del vino debería darse el gusto de poseer una pequeña selección de copas adecuadas a cada vino. Pero no tienen por qué ser lupas enológicas... Deberían hacerle un monumento al soplador de vidrio que fabricó por primera vez una copa con tallo elegantemente torneada para sustituir a la jarra de arcilla, al vaso de madera o de cinc, o, peor aún, al cuerno o a la manguera. Sería de esperar que hoy formaran parte de los enseres domésticos habituales unas buenas copas de vino. Pero lo que nos presentan como recipiente para beber, incluso en algunos restaurantes de categoría, raya en la barbarie. Esas copas de cristal grueso, informes, toscas, demasiado pequeñas, demasiado estrechas, decoradas o de colores pueden estropearle a uno la alegría de la buena botella, cuyo contenido se adivina más que se disfruta. Como ya es habitual en estos nuestros desquiciados tiempos, el péndulo oscila hasta llegar al extremo opuesto, cualquier cosa menos el ponderado término medio. Así, el extremo opuesto impone una copa para cada tipo de vino. Los grandes fabricantes, habiendo diseñado copas perfectamente ajustadas a cada vino, pueden jactarse de su aportación al placer de beberlo. Pero ahora están intentando superarse unos a otros lanzando series especiales. Ya sólo puede llamarse amante del vino aquel que posea por lo menos doce tipos distintos de copas, naturalmente una docena de cada clase y, por consiguiente, debe pasarse el tiempo fregando, secando y recogiendo copas en enormes armarios, en lugar de estar disfrutando tranquilamente de un trago de buen vino. Hay otra manera. Una buena copa todo terreno es suficiente para empezar. Debe ser de tallo largo para que las manos no calienten el vaso o lo manchen con feas huellas dactilares. Debe ser de cristal fino, para permitir degustar el vino y no el cristal, pues no sólo la forma y el grosor de la copa influyen grandemente en el buqué: el modo y manera en que el borde de la copa reposa sobre los labios también influye en cómo el vino entra en contacto con los sensores de la lengua y del paladar, determinando así decisivamente la percepción del gusto. Debe ser transparente, para respetar de manera óptima el color del vino, y debe tener cierto tamaño, para que el vino se pueda airear suficientemente. Los bordes deberían estar algo inclinados hacia dentro, para que los aromas no se dispersen demasiado rápido. Quien quiera dar un paso más, adquirirá tres tipos de copa: una con forma de tulipán para vinos jóvenes y frutales, y para los que tengan algo más de tanino, también para los de color rosado y blanco; una copa de balón panzuda para vinos maduros y frutales del tipo Borgoña, y una flauta no demasiado estrecha para Champagne y vinos espumosos. Más importante que poseer mil copas distintas es cuidar y almacenar convenientemente las que se tienen. Los cartones de embalaje, armarios de madera, detergentes, lavavajillas, rollo de cocina y trapos de cocina son los enemigos declarados de toda buena copa. Quien pueda, que almacene sus copas colgadas boca abajo. Existen excelentes estanterías cuelgavasos. En ningún caso deben colocarse boca abajo sobre una estantería. Cogen tanto olor que fregarlos tampoco sirve de nada. En el lavavajillas, las copas de vino se deben limpiar con muy poco detergente, a 50 grados y separadas de cualquier otro tipo de vajilla. Lo mejor es hacerlo a mano, echando unas gotas de detergente en la copa y algo de agua templada, frotando especialmente bien el borde del vaso y el pie, para aclarar a continuación con abundante agua caliente, dejando la copa secarse al aire, sin frotarla. Las manchas de agua se pueden limpiar más tarde con una tela suave que no suelte pelusas. Antes de volver a emplearla, la copa se debe enjuagar, secar y «envinar» con un poco de vino, si fuera preciso, procedimiento imprescindible para una verdadera cata. Los dos centilitros de vino necesarios para ello pueden pasarse de una copa a otra. Se gira e inclina cada copa hasta que la superficie interior esté completamente humedecida con vino, se pasa el vino a otra copa y, al final, se tira. Entonces es cuando por fin se puede oler, degustar y catar. Decidir si se ponen varias copas sobre la mesa para cada catador o sólo una, depende primeramente del contingente de copas que se tenga y después, del tiempo que se quiera emplear en el subsiguiente cuidado de las mismas. Yo prefiero una sola copa buena (además de otra vacía por si quiero airear el vino echándolo de una en otra). Catar los vinos en serie permite una comparación directa. No obstante, opino que un vino no debe existir en función de su vecino, sino por sí solo. Un vino delgado y suave que siga a otro más denso y fuerte dará la impresión de ser pobre y recibirá en una comparación directa una nota peor de la que merece. Esto es injusto y no debería fomentarse. Para Profesionales: Tastevin, Tattvin & Cía. El tastevin plateado no tiene por qué estar en la alacena de un amante del vino. Lo mismo puede decirse de las copas de cata especiales como el tattvin (que lleva el poco modesto sobrenombre de «Stradivarius de las copas de cata»), la impitoyable (despiadada) y la copa AFNOR, tanto en su versión normal como en la negra, pensada para impedir que se reconozca el color del vino. Son herramientas para profesionales y, en parte, verdaderas lupas que descomponen el vino en cada uno de sus elementos y descubren defectos incluso allí donde no los hay. Para sibaritas: Tres para cualquier ocasión El equipamiento básico del sibarita: una copa balón para vinos frutales con buqué florido (Borgoña, Barolo); una copa en forma de tulipán para todos los demás vinos tintos y blancos, y una flauta algo más estrecha para el Champagne. Un buen compromiso son las copas todo terreno como la Œnologue de Cristal d’Arques, la robusta copa de cata de Schott Zwiesel o bien la delicada copa de Chianti de Harald L. Bremer.

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