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El arte de catar: El factor tiempo

  • Redacción
  • 2003-06-01 00:00:00

El vino posee más de dos dimensiones. Quizá sea el tiempo el aspecto más incomprendido de esta bebida cultural. El vino necesita tiempo: tiempo para fermentar, tiempo para ser elaborado, tiempo para madurar, tiempo para abrirse en la copa... El vino actúa a través de la vista, el tacto, el olor y el sabor, pero también a través de su historia y sus orígenes. El vino embriaga y hace soñar. Pero el vino, al menos los grandes vinos, poseen ante todo un eje temporal. Aún no se han terminado de investigar los misteriosos procesos que se producen dentro de una botella de vino que envejece en la bodega, a la temperatura adecuada, lo más estable posible, cerrada con un tapón del mejor corcho natural, a través del cual puede respirar sin estar expuesto al peligroso oxígeno del aire. Lo que sí está comprobado es que el buqué de los vinos verdaderamente grandes sólo se desarrolla a lo largo de ese tiempo de guarda, que sólo el color de un vino envejecido hace latir nuestros corazones más deprisa, porque es mucho más complejo y profundo que el alegre color sencillo de un vino joven. Sólo los largos años de bodega hacen que los taninos del tinto se vuelvan aterciopelados y suaves, el abocado de una cosecha tardía gane en complejidad y finura, o el extracto y acidez de un gran blanco seco se integren. Esto no quiere decir que no se puedan disfrutar los vinos ya en su juventud. Un maceración carbónica pleno y frutal, una sabrosa Mencía de Ribeira Sacra, un alegre Moscatel, un chispeante txakolí tienen, por supuesto, su lugar en el universo del vino. Pero nada es comparable a la experiencia de disfrutar de un gran Rioja de «alta expresión» un gran reserva de la Ribera del Duero, alguno de los gloriosos prioratos de terruño, un Borgoña, Burdeos, Riesling, o vino de Oporto. Lamentablemente, este componente, esta dimensión del vino no se tiene suficientemente en cuenta en nuestra época de plazos cortos. Nos empeñamos en disfrutar aquí y ahora, golosamente, de los frutos de las inversiones. ¡Quién va a molestarse hoy día en reunir una bodega que realmente sólo aproveche a la posteridad! Es incuestionable que los vinos actualmente maduran y se pueden beber antes. Puede que un clima más cálido y la mejora en los métodos de cultivo tengan parte de culpa. Pero no es sólo eso. También colaboran en esta modificación del estilo la voluntad del vinicultor por demostrar inmediatamente de lo que son capaces su viñedo y sus conocimientos, la voluntad de servir al consumidor que posee una bodega o que quiere abrir lo antes posible el tesoro adquirido para ella. La elaboración de los grands crus de Burdeos y Borgoña ha durado siglos. Hoy surgen grands crus de debajo de las piedras, y se pretende estar incluido en las listas de los mejores del mundo con vinos de viñedos que han sido plantados sólo hace pocos años. En el mejor de los casos, los vinos modernos se mantienen durante más tiempo en la fase de maduración adecuada para beberlos. En el peor, resultan ser flores de un día. La crítica enológica internacional tiene parte de culpa en esta evolución. Con demasiada frecuencia juzga los vinos definitivamente en su primera juventud, y exclusivamente según el punto de vista de la inmediatez, sin tener en cuenta la previsible y favorable evolución. Una de las tareas importantes de un buen catador es otorgar la importancia pertinente a la dimensión del tiempo. Quien prueba un vino para decidir si quiere meterlo en bodega o no, debe ser capaz de proyectar hacia el futuro. No hay nada más decepcionante que acumular cadáveres en la bodega, dejar escapar el punto álgido de un vino. Para que pueda madurar, el vino necesita cierta cantidad de acidez y/o tanino, suficiente extracto, suficiente alcohol o azúcar residual. Pero este potencial también tiene el inconveniente de hacer inaccesible el vino en su juventud. Se debe desconfiar de los presuntos vinos de guarda que ya en su primera juventud se presentan suaves y delicados. No podrán culminar el desarrollo necesario para encontrar su buqué y suavidad y, por tanto, nunca proporcionarán el placer que, en realidad, sería de esperar. Para hacer los vinos de guarda más complejos, pero también más suaves, frecuentemente se elaboran en barricas pequeñas. La barrica es una verdadera moda surgida en los años ochenta y noventa. Los vinos que se elaboran en barrica necesitan algunos años para digerir la madera de manera óptima. Durante este tiempo, resultan desagradables o, cuando menos, cerrados, tanto en lo que respecta al sabor como al aroma. Las notas de roble verde y leño repelen al amante del vino que lo prueba en ese estadio. Los vinos que no poseen suficiente potencial para madurar algunos años, pero a pesar de ello son elaborados en madera, nunca van a ser capaces de integrarla plenamente. Es decir, superan la fase de maduración óptima para beber antes de poder integrar las notas de madera en su conjunto general. Un catador de vinos en primeur ha de tener especialmente en cuenta este hecho. Algo parecido ocurre con la evolución aromática. La experiencia demuestra que un vino que ya en su juventud posee un aroma muy evidente y voluminoso, nunca desarrollará un buqué complejo. Los grandes vinos en su juventud siempre huelen muy discretamente, revelan sólo en matices su potencial aromático. Un deje fresco y herbáceo es propio del vino joven, que luego se expresará en matices de té y hierbas secas, mientras que los discretos recuerdos de bayas frescas se tornan en aromas de frutas cocidas, las notas especiadas se ennoblecen, los dejes de humo fresco mutan en cigarro puro o cedro. Además, se desarrollan agradables aromas de reducción, que recuerdan a la trufa, el boleto o la caza. Entre las etapas de «joven» y «maduro», un vino puede oler de manera desagradable, o no mostrar aroma alguno. La evolución de un vino nunca es lineal. El zumo de la vid puede resultar exquisito tras seis meses de barrica, tanto, que se desearía disfrutarlo inmediatamente; pero después de embotellado puede resultar completamente impersonal, insignificante, delgado y cerrado; tras seis u ocho años, elevarse a un súbito y sorprendente primer punto álgido; volver a cerrarse algunos meses después y, sólo años más tarde, quizá volver a abrirse definitivamente. Pretender predecir un desarrollo tal tiene similitudes con la previsión meteorológica y nunca es seguro al cien por cien. Yo sigo la evolución de muchos vinos, especialmente de los que he calificado con notas altas, a lo largo de varios días después de abierta la botella; incluso es un ejercicio curioso conservar media botella, con el corcho puesto, y abrirla meses después. No pierdo ocasión de volver a catar vinos que una vez califiqué. Y esto es lo que también ha de hacer el aficionado en casa. No hay nada más emocionante que seguirle la pista a lo largo de años a un vino determinado. Es como tener siempre a mano un libro que a uno le gustó para volver a redescubrirlo. Los datos sobre el punto de maduración óptima, por tanto, nunca son una fecha de caducidad sino una estimación aproximada de cuándo podría estar un vino en su punto óptimo, sin poder tener en cuenta aspectos como las diferencias en su situación de guarda, en el gusto o en el proceso de maduración no lineal. La cifra «2006 a 2012» detrás de una nota de cata únicamente indica que el catador cree, basándose en su criterio, en el que además de color, sabor y nariz también integra todo lo que sabe y ha conocido hasta ahora acerca de una bodega, un viñedo, una variedad y un vino, que con alguna seguridad puede prever que un vino proporcionará el máximo disfrute entre 2006 y seguramente hasta 2012.

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