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Ecología en la Borgoña. Por el buen camino

  • Redacción
  • 2011-06-01 00:00:00

“Los suelos de la Borgoña, de los que estamos tan orgullosos, tienen menos vida que el asfalto de una autopista”. Claude Bourguignon, especialista en terroir, Francia Hace veinte años, la relación entre un vinicultor de la Borgoña y su proveedor de productos fitosanitarios era la misma que la de un drogadicto con su camello. Pero esto ha cambiado radicalmente: la Borgoña se ha convertido en un Parque Natural Protegido. Rolf Bichsel y Barbara Schroeder nos cuentan con texto e imagen la asombrosa historia de este cambio de mentalidad y, de paso, rompen una lanza en favor de los que fueron pecadores contra la naturaleza. Érase una vez una añada de Borgoña llamada 1985. Excelente y celebrada ya desde antes de la vendimia. ¡Y cara, muy cara! La más cara de aquella época. Pero eso no era un problema, porque los aficionados al Borgoña en Bélgica, Inglaterra y Suiza, en aquel entonces los mayores compradores de estos vinos, tenían la cartera rebosante de billetes. Olvidada estaba ya la crisis del petróleo y los domingos sin coches. Y aún no existía el crack de la bolsa de 1987. La manecilla del barómetro económico señalaba “sol y buen tiempo”, los hippies transmutados en yuppies ya no se balanceaban al ritmo de Poorboy Shuffle, de Creedence Clearwater Revival, sino al ritmo de las hipnotizantes guitarras eléctricas de Pink Floyd en Money, y ya no invertían su decimocuarta paga mensual (¿o era la decimoquinta?) en un año sabático de meditación en la India, por ejemplo en Pune, sino en un traje de Yves Saint-Laurent, en un olivo bonsái de la era paleocristiana o en una caja de grands crus de la dulce Borgoña. Así uno podía presumir de más experto que con los vinos del Piamonte (¿Gaja?, entonces solo lo bebían los socialistas del 68) o de Burdeos, donde el gurú del vino Robert I acababa de ser investido con todos los honores por los cardenales de los châteaux y aún no había logrado convertir más que a una parte del mundillo del vino a su nuevo credo. La añada de 1985 subió meteóricamente, se convirtió en el mayor éxito en Bolsa y se agotaron las existencias en un tiempo récord. Las fincas produjeron más de lo que habían cosechado, se comerciaba clandestinamente con vinos de dudosa etiqueta… Lo esencial era leer en ella la palabra Borgoña. La dura caída de la añada 1985 No existe documentación fidedigna acerca de quién puso un brusco final a este pico de celebridad, quién sería el primero en descorchar una botella que oficialmente no debería haberse abierto antes del año 2000... Y, extraoficialmente, nunca… ¿acaso se lamen los lingotes de oro? Pero, por otra parte, un traje de Armani no se deja colgado en el armario durante quince años antes de lucirlo en público y tampoco un Jaguar se deja en el garaje cogiendo pátina si se puede hacer vibrar el motor hoy mismo. En cualquier caso, los hechos son estos: quizá algún joven empresario impaciente que no podía esperar más o un cocinero estrella presionado por un jeque árabe para tirar al fregadero lo más valioso de su bodega rompió la regla y a continuación el precinto, olisqueó con prudencia el valioso contenido, lo escanció incrédulo en una copa, abrió nervioso otra botella y, empezando a sentir pánico, consultó con su proveedor de vinos; desesperado, sacó de la cama a un miembro de la oficina de protección de consumidores y, por último, totalmente enervado, envió un fax indignado al éter: la añada de 1985 en la Borgoña es un puro desastre. La noticia de que los tan celebrados crus habían pasado de la fase embrionaria prenatal hasta la de prejubilados seniles a una velocidad vertiginosa cayó como una bomba, se extendió como un incendio en la estepa y la comunidad de los aficionados al Borgoña se encontró, de la noche a la mañana, con que ya no poseía un valor seguro para tiempos vinícolas difíciles, sino tan solo un cementerio de elefantes. El autor de estas líneas mutó personalmente de testigo gustativo a testigo ocular de la masacre: un renombrado cocinero suizo que tenía en su cava algunas botellas de grandes vinos de la Borgoña les rompió el cuello (“Estos tristes caldos no merecen ni el sacacorchos”) y vertió con brío el contenido en el fregadero de su cocina (“Prefiero utilizar en mis salsas vino de glicol Habsburgo o aceite de oliva de anticongelante recién exprimido que este líquido infame; por lo menos, esos tienen sabor”). El hecho es que a finales de los años ochenta la fama de la Borgoña estaba por los suelos, y un periodista enológico francés (más vale tarde que nunca) planteó la pregunta decisiva: “¿Está la Borgoña traicionando a su terruño?” Un compañero especialmente rabioso supo encontrar rápidamente la respuesta: “Cosechas voluminosas, viticultura inexistente, abonos hasta rebosar, excesiva aplicación de productos químicos, chaptalización y acidez añadida: ¡semejante receta debería estar jubilada!” Fin del primer acto. Trabajadores del viñedo con mascarilla El segundo acto da comienzo una agradable mañana de primavera del año 1989 en Meursault, en una conocida finca vinícola que desde hace generaciones produce uvas sabrosas y consistentes. Un vinicultor y flamante padre empuja contento el cochecito entre las vides, feliz y satisfecho consigo, con su hija Léa y con el mundo. Se le acerca un viejo viticultor, tocado con una boina y con la pipa en la boca, que contesta a su alegre saludo con una sarta de improperios: “¿Es que te has vuelto completamente loco? ¡No puedes pasear a la niña sin protección por los viñedos! ¡Acabamos de fumigar! ¡Incluso los jornaleros adultos llevan mascarilla!” “El reproche me alcanzó en lo más profundo y cambió todas mis convicciones”, relata Dominique Lafon, heredero de Domaine des Comtes Lafon, una de las empresas borgoñonas más legendarias y pionera de la vinicultura sostenible y respetuosa con el medio ambiente en Francia. “En aquel entonces y sin pensar ni un momento en las consecuencias, extendíamos cientos de toneladas de pesticidas, fungicidas y herbicidas por nuestras viñas, que se convertían en una trampa venenosa para los humanos y para cualquier organismo vivo. Lo peor era que se nos hinchaba el pecho jactándonos con convencimiento de la calidad de nuestros terruños, la expresión del terruño en nuestros vinos, nuestra centenaria tradición de vinicultura y, mientras, sin darnos cuenta, estábamos destruyendo lo que muchas generaciones de vinicultores habían logrado construir.” El veredicto del microbiólogo y especialista en terruño Claude Bourguignon fue cruel, pero certero: “Los suelos de la Borgoña, de los que estamos tan orgullosos, tienen menos vida que el asfalto de una autopista.” ‘Ecológico’: alta traición Aunque entonces ya se producía vino ecológico en pequeñas cantidades, por ejemplo en el Languedoc, en el Loira e incluso en la Borgoña, la palabra ecológico aún estaba proscrita y, en el mejor de los casos, se miraba con despectiva cautela, al igual que la presencia de una mujer en la bodega. Los vinicultores ecológicos eran como los hombrecillos verdes de Marte, idealistas un poco grillados sin conocimientos ni medios. La mayoría de ellos luchaban por el reconocimiento –o incluso por la supervivencia– en las parcelas menos aventajadas de la denominación regional de la Borgoña. Apenas una docena de entre los 40 vinos presentados salvaron el escollo de la primera cata de VINUM internacional de vinos ecológicos borgoñones en el año 1994, con calificaciones bienintencionadas que abarcaban desde el “bueno, en fin” hasta el “casi bueno”. Hizo falta bastante valor y convencimiento profundo solo para afirmarse frente al reaccionario aparato de vinicultores, que señalaba con el dedo cualquier opinión diferente tachándola de alta traición, sin darse cuenta de que su terquedad estaba llevando a la región cada vez más fuera de juego. “El mundo tiene sed, démosle de beber”, proclamaban sus activistas mientras ignoraban sin más la competencia del Nuevo Mundo, Italia, España, Austria, Alemania y Portugal. Cuando las bodegas empezaron a rebosar excedentes y ya nadie quería beber Borgoña, le echaban la culpa a los comerciantes o a la falta de inteligencia de los consumidores, incapaces de comprender lo que es un gran vino de Borgoña de un gran climat. Por suerte, a partir de principios o mediados de los años noventa ya no eran solo unos pocos iluminados los que se oponían a la opinión académica dominante, sino también algunos de los enólogos y vinicultores más conocidos y renombrados de la región. Dominique Lafon era uno de ellos; también Lalou Bize-Leroy; Aubert de Villaine, de Domaine de la Romanée-Conti; Anne-Claude Leflaive, de Domaine Leflaive, y algunos más. Como esta vez la revolución verde venía de arriba, tuvo más peso e influyó en un tiempo récord en el pensamiento y actuación de los vinicultores –al igual que en el Loira, donde Nicolas Joly (Clos de la Coulée de Serrant, Savennières) y Noël Pinguet (Domaine Huet, Vouvray), dos de las fincas más legendarias, propagaron la vinicultura ecológica. Hoy, apenas 15 o 20 años después, el cultivo respetuoso con la naturaleza se considera en la Borgoña como algo evidente y ampliamente vinculante, y el recuerdo de los negros años de la tiranía del veneno poco a poco va palideciendo y esfumándose, como un mal sueño. La agricultura biodinámica está ganando cada vez más adeptos, incluso entre los comerciantes borgoñones tradicionales. El viejo maestro Robert Drouhin se expresa así: “¿Biodinámico? De eso yo no entiendo nada. Pero lo que sí sé con toda certeza es que nuestra única riqueza son nuestros suelos. Como padres que somos, hemos pasado buena parte de nuestra vida educando a nuestros hijos para que tomen las decisiones acertadas en la vida. Y para que respondan de ellas.” Cosa que hacen sin pestañear los tres hermanos que actualmente dirigen la casa Joseph Drouhin. Las vides propias se cultivan de modo biodinámico, y punto. A los vinos parece sentarles bien. Son mejores que nunca. ¿Moda? ¿Marketing? Puede ser. ¿Y qué? ¿Por qué íbamos a quejarnos de que, por una vez, el marketing esté de parte de los buenos y sea útil a sus fines? ¿Por qué lamentar que la Borgoña se haya transformado de Saulo a Paulo en un mínimo periodo de tiempo y que, desde hace diez años, vuelva a proporcionarnos la alegría de una abundancia de vinos geniales, inconfundibles y con personalidad propia, criados en sus grandes viñedos? Tomar decisiones y llevarlas a cabo Aparte del espíritu de la época y sus pioneros, ¿a quién hemos de agradecer esta evolución? Paradójicamente también a los partidarios de la dictadura de la química, por los que quisiéramos romper una lanza después de tanto improperio. Al fin y al cabo, solo fumigaban para levantar una vinicultura que languidecía tras las plagas de parásitos, la crisis económica y los años de guerra, empleando los medios de su época. Por lo general, habían aprendido su oficio de manera autodidacta, en su propio viñedo y alejados del mundo. Su único contacto con el exterior era el representante de productos fitosanitarios, que seguro que era más experto, pues venía de la capital conduciendo un coche elegante. Y procuraron para sus hijos todo aquello de lo que ellos se habían privado: estudios, doctorados, viajes, experiencia en el extranjero y en su propio país… Volvieron a casa bien pertrechados, enderezaron el tan maltratado cable que los unía a su propio pasado y recuperaron el lazo de unión con la conciencia y el conocimiento colectivos de la antigua vinicultura. En el camino se toparon con medios y métodos extremadamente similares a los proclamados por los bioprofetas de la enología. El más importante: observar detenidamente y confiar en los cinco sentidos. Fiarse de la tierra y no del artificio Durante generaciones, los vinicultores habían acompañado a las vides a lo largo del año con la hoz y las tijeras de podar en la mano. Prevenir era mejor que curar, pues de lo último se sabía poco. La planta era resistente –o no lo era, y entonces se sustituía-. La selección del material vegetal (ya la expresión dice mucho acerca de la enfermiza relación entre el hombre y la planta en esta época moderna) se producía de la manera más natural. Las débiles se eliminaban y las resistentes podían sobrevivir en sus mugrones a varias generaciones de vinicultores. ¿Qué son treinta años de investigación científica en viñedos experimentales, comparados con 600 a 800 años de intensa y atenta observación…? “¿Cómo se me ocurrió la idea de trabajar la vinicultura de manera respetuosa con la naturaleza?”, recuerda Jean-Charles Le Bault de la Morinière, de la legendaria Domaine Bonneau du Martray. “Primero intenté concentrarme en lo esencial. La singularidad de un vino, según nos predicaban, procede de la tierra en la que crecen las cepas. Si esto es cierto, ¿por qué durante décadas han sido tan negligentes respecto a la calidad del suelo? Por eso empecé a coger la tierra con las manos para sentirla, olerla, para comprender su densidad y su consistencia. Para poder cuidarla mejor. Poco a poco he ido comprendiendo que el suelo no solo es un sustrato, una solución nutriente para la plata: un viñedo es un biotopo de interacciones complejas. La interacción entre plantas y animales, por ejemplo. Esta idea me ha llevado a volver a trabajar con caballos. El caballo, sencillamente, está más cerca de la planta que el tractor, con el que no se produce ninguna interacción. Una parcela de vid es un microcosmos especial. Los complejos procesos de este microcosmos determinan cosas tan decisivas para la vinicultura como el ciclo vegetativo y, con él, la maduración óptima. Si los procesos se descabalan, la maduración no será armónica. Nuestra tarea consiste en crear las condiciones necesarias para que una planta pueda dar lo mejor de sí a su fruto. Sin exageraciones, sin teatralidad, sin histerias.” Así de bien resume en pocas palabras Jean-Charles Le Bault, al que sería un placer escuchar durante horas, el espíritu que hoy reina en la Borgoña, esa mezcla tan singular como simpática y profundamente pragmática entre dedicación esmerada, apertura de mente, visión, experiencia y respeto por la historia y la tradición. Romanticismo y nada más Los pocos biodisidentes suenan como la excepción que confirma la regla: “Lo del biocultivo no me interesa. Trabajar con técnicas respetuosas con la naturaleza, sí. Los herbicidas no entran en mi viñedo, empleo el mínimo posible de pesticidas, procuro no abonar en exceso y quiero que nuestros suelos respiren y estén vivos. Pero no pienso unirme a ninguna secta, y los caballos entre las viñas son puro romanticismo y nada más”, se burla Etienne Grivot de Vosne-Romanée. Su joven colega Christophe Sébastien en Chablis tira de la misma cuerda: “He vuelto a labrar mis doce hectáreas mecánicamente, porque creo en la microbiología en suelos mullidos. Y a diferencia de mi padre, que jamás se apartaba del plan prefijado por su asesor vitícola, yo me cuestiono en cada ocasión si la intervención es realmente necesaria, y muchas veces desisto de aplicarla. Pero mientras los partidarios del cultivo ecológico utilicen metales pesados como el cobre, estoy en contra de la producción ecológica.” A fin de cuentas, lo esencial es el resultado. Benjamin Leroux, gerente de Clos des Epenots de Comte Armand en Pommard: “A los propietarios de la Domaine solo les interesa marginalmente cómo cuidamos las vides y si labramos con caballos o no. Lo que esperan de nosotros es que embotellemos el mejor vino posible. Nos hemos decantado por el cultivo respetuoso con la naturaleza porque nos permite cumplir nuestra tarea lo mejor posible.” O bien, como asegura Anne-Claude Leflaive: “¡Trabajar respetando la naturaleza no significa vivir como un hombre de Neandertal! Empleamos las técnicas más modernas, prensas neumáticas hipersensibles e incluso, alguna vez, también un helicóptero, siempre que resulte útil a nuestros fines. Pero quienes hoy todavía están en contra del cultivo biodinámico lo están por pereza, no por convencimiento.» No hay documentación fidedigna acerca de quién puso un brusco final a la celebridad de la añada del 85, quién fue el primero en descorchar una botella que oficialmente no debería haberse abierto antes del año 2000. Y, extraoficialmente, nunca… ¿Acaso se lamen los lingotes de oro? “¿Es que te has vuelto completamente loco? ¡No puedes pasear a la niña por los viñedos sin protección! ¡Acabamos de fumigar! ¡Incluso los jornaleros adultos llevan mascarilla!” Cifras Un tres por ciento busca la diferencia En Côte d’Or, el culmen de la vinicultura borgoñona, alrededor de cien domaines están certificadas como empresas ecológicas (sin contar las que se han decantado por la agricultura integrada o las que producen de manera sostenible para el medio ambiente, sin preocuparse por conseguir el certificado). La superficie de las fincas ecológicas oficiales suma aproximadamente mil hectáreas, solo un diez por ciento de la Côte d’Or y un tres por ciento de toda la Borgoña. Las solicitudes de cambio de sistema de cultivo, que tardan tres años, siguen aumentando. Para más información: www.biobourgogne.fr y www.agencebio.org. Mascarones de proa del cultivo bio y biodinámico en la Borgoña: Domaine Leflaive, Puligny-Montrachet Domaine de la Romanée-Conti, Vosne-Romanée Domaine Comte Armand, Pommard Domaine Leroy/Domaine d’Auvenay, Meursault Domaine des Comtes Lafon, Meursault Domaine Pierre Morey, Meursault Domaine Jean-Louis Trapet, Gevrey-Chambertin Domaine Michel Lafarge, Volnay Domaine Bonneau du Martray, Pernand-Vergelesses Domaine Chantal Lescure, Nuits-Saint-Georges Domaine Thibault Liger-Belair, Nuits-Saint-Georges Domaine Marquis d’Angerville, Volnay Domaine Parent, Pommard Maison Joseph Drouhin, Beaune Domaine Jean-Jacques Confuron, Premeaux-Prissey Domaine de la Vougeraie, Premeaux-Prissey Maison Champy, Beaune “Solíamos extender cientos de toneladas de pesticidas, fungicidas y herbicidas por nuestras viñas.” Dominique Lafon Domaine des Comtes Lafon, Meursault François Chavériat Domaine Chantal Lescure, Nuits-Saint-Georges “La vid ecológica reacciona mejor” “No es que hayamos dicho un día: ‘A partir de hoy, vamos a ser ecológicos’. Hemos llegado a serlo paulatinamente. Tras el fallecimiento en 1996 de la propietaria, Chantal Lescure, que vendía sus vinos a granel a los comerciantes, sus hijos se han decidido a embotellar en la propia domaine y comercializar ellos mismos su vino. Lo cual solo tenía sentido si pensaban producir vinos de calidad, vinos con una expresión del terruño clara y definida. La premisa era reducir el volumen de cosecha. Y el mejor medio para empezar era volver a labrar con maquinaria los suelos, que hasta entonces habían sido tratados químicamente. Exactamente eso fue lo que hicimos. Y pronto nos dimos cuenta de que el carácter de nuestros vinos estaba cambiando. El aumento de consistencia de las uvas era medible, maduraban con más consecuencia y los vinos empezaron a mostrar una profundidad insospechada, a la vez que más finura y sedosidad. El paso al cultivo integrado era pura lógica. En el año 2001, nuestro asesor vinícola constató que ya cumplíamos las directrices del cultivo ecológico en un 90 por ciento. Pero esperamos otros cinco años antes de solicitar el certificado para estar seguros de haber hecho bien nuestro trabajo. La mayor ventaja del cultivo ecológico es el fortalecimiento del sistema inmunológico natural de la propia planta. A diferencia de una cepa hipercultivada, sobrealimentada con química, pero enteramente letárgica, la cepa ecológica está más alerta y reacciona mejor. Con gestos que funcionan de manera similar a la homeopatía, la ayudamos a protegerse mejor a sí misma.” ¿Y cuál es la mayor diferencia con los métodos convencionales? “Muy sencillo: a diferencia del trabajo convencional, ahorramos alrededor de un 40 por ciento de gastos en productos fitosanitarios. Como contrapartida, necesitamos más personal para cultivar nuestras 18 hectáreas, y el volumen de cosecha ha descendido aún más. Por lo tanto, el cultivo ecológico nos sale bastante caro. Pero para un producto de lujo que alcanza un precio elevado, no es esa la cuestión. Con lo cual no es que quiera decir que podemos vender caros nuestros vinos porque practicamos el cultivo ecológico. Es al revés: podemos permitirnos el cultivo ecológico porque nuestros vinos alcanzan un determinado nivel de precio.” Thibault Liger-Belair Domaine Thibault Liger-Belair, Nuits-Saint-Georges “La biodinámica no es un fin en sí misma” “No procedo de una familia de vinicultores; ha sido la pasión la que me ha acercado al vino. Y si la profesión de vinicultor se desempeña con pasión, inevitablemente se llega, tarde o temprano, al cultivo ecológico. Es una cuestión de sentirse bien, de sentimiento vital, de sensatez. La dependencia de los vinicultores ante las grandes empresas químicas me parece estrecha de miras y malsana, por no hablar de las consecuencias para el medio ambiente del empleo de productos sintéticos. Quiero que estos increíbles majuelos que tenemos aquí sigan produciendo grandes vinos de marcada personalidad durante mucho, mucho tiempo. Para ello hay que respetarlos y protegerlos. Yo mismo trabajo según las directrices del cultivo biodinámico, pero no me gusta hablar de ello porque no tengo ganas de que me etiqueten de chiflado o de maestro brujo. Sencillamente me gusta mi profesión, eso es todo. Como vinicultor biodinámico, aunque nunca me autodefino como tal, intento transmitir informaciones a la planta. Aspiro a lograr una ósmosis entre la planta y el suelo, entre la planta y yo. Estoy atento a las fases de la luna, empleo pequeñas dosis de preparados de silicio, roble, cola de caballo y ortigas. Pero, sobre todo, observo e intento seguir aprendiendo constantemente. ¡Toda una vida no basta! Solo hay una cosa que no quiero: envilecerme convirtiéndome en un sabelotodo. El cultivo biodinámico no es mi meta. Lo biodinámico no es un fin en sí mismo, la finalidad es hacer los mejores vinos posibles. Respeto a cualquiera que lo logre con productos fitosanitarios sintéticos. ¿Que su opinión no coincide con la mía? Pues lo respeto; lo único importante es que el vino sea bueno.” Una lanza por los grandes ¡El cultivo ecológico pide espacio! Hoy vamos a hacer que se desvanezca un espejismo: la falsa ilusión de los urbanitas que, al oír ecológico, se imaginan pequeñas y coquetas granjas y fincas vinícolas. Para que el movimiento ecológico llegue a tener éxito, es inevitable pasar a la producción en grandes extensiones. Pero los proyectos a gran escala y a largo plazo son raros en Europa. Texto: Thomas Vaterlaus Es la finca vinícola de lo superlativo: una viña extensa, de 2.245 hectáreas, más de 15.000 barricas en la bodega y una producción anual de siete millones de botellas. La finca Raimat, que pertenece al grupo Codorníu, en la región vinícola catalana de Costers del Segre, es la finca vinícola privada más grande de Europa. En los últimos años han invertido mucho en el cultivo sostenible. En Raimat todavía no llevan a cabo el cultivo ecológico controlado, pero sí han alcanzado un nivel muy alto en lo que se viene llamando producción integrada, aunque este término siga sin estar claramente definido. Las cubiertas vegetales de hierba segada regularmente (mulching) favorecen la biodiversidad en el viñedo, protege de la erosión y permite el aporte natural de nutrientes a las vides. El método de cultivo en espaldera con conducción alta de los sarmientos disminuye el peligro de podredumbre (y, con él, el empleo de los productos correspondientes). Para evitar el aplastamiento excesivo del suelo, se emplean aperos con los que se puedan adoptar varias medidas al mismo tiempo. Y en la central de mando de Raimat, la tecnología más moderna suministra constantemente pronósticos detallados sobre precipitaciones, humedad atmosférica, nubosidad, viento y muchos datos más. Las fotografías de infrarrojos de los satélites documentan en qué parcelas hay excesiva o insuficiente agua. Todo ello permite reducir los fitosanitarios sintéticos para aplicarlos solo puntualmente y en caso de emergencia. Si Raimat lograra, a medio plazo, gestionarse enteramente según el cultivo ecológico controlado, sería un hito en el movimiento europeo por una agricultura sostenible. Datos desalentadores Porque al movimiento europeo por el vino ecológico le falta superficie de viña. Aunque los vinicultores superiores de Alsacia, Borgoña, orillas del Loira y recientemente también en el austriaco Burgenland han demostrado contundentemente que los mejores vinos del mundo proceden de viñedos de cultivo ecológico controlado, la producción ecológica tan solo alcanza porcentajes de un solo dígito con respecto al total de la superficie cultivada en los respectivos países. Así, por ejemplo, en Suiza ya se trabaja un once por ciento de la superficie agrícola según las directrices de producción ecológica, pero la parte porcentual de viñedos ecológicos de la superficie total de viña, con menos de un cinco por ciento, no llega ni a la mitad. Incluso los vinicultores ecológicos italianos, que pueden jactarse de ser los campeones de Europa con alrededor de un seis por ciento de la superficie total de viña, también están rezagados con respecto a la agricultura ecológica en general, que supone un ocho por ciento del total. Un balance desalentador. Precisamente para la vinicultura ecológica es decisivo que se puedan cultivar grandes superficies extensas. Porque el cultivo ecológico en miniparcelas, como es habitual en Alsacia y Borgoña, entraña peligros. Aunque los vinos ecológicos, por lo general, contienen muchos menos residuos que los producidos según el método convencional, aun así se ha podido demostrar una y otra vez que también los vinos de producción ecológica contenían residuos de pesticidas. El problema es el viento Por regla general, se culpa de ello a la llamada deriva. El problema es el siguiente: si una pequeña parcela ecológica está rodeada de viñedos de producción convencional y estos se fumigan con fitosanitarios sintéticos (prohibidos en el cultivo ecológico), ocurre con frecuencia que el viento arrastra estos productos químicos también al viñedo ecológico. Aunque es cierto que el vinicultor alsaciano Olivier Humbrecht (Domaine Zind-Humbrecht) tuvo éxito en su reclamación de daños y perjuicios contra un vinicultor vecino que había contaminado de este modo su viñedo (hasta el punto de que las uvas ya no se podían vinificar ecológicamente), la problemática fundamental seguirá existiendo mientras la proporción ecológica de suelo cultivado de vid no se pueda aumentar considerablemente. ¿Pioneros californianos? Fetzer Vineyards, en la californiana Sonoma County, ha lanzado con su etiqueta Bonterra lo que posiblemente sea el proyecto de vino ecológico más amplio y, en muchos aspectos, el más consecuentemente realizado. Paul Dolan, yerno de Barny Fetzer, fundó Bonterra en el año 1987. El visionario Dolan, cuyos hijos estudiaban en una escuela Waldorf, no solo empezó a cultivar cientos de hectáreas de viña en cultivo ecológico controlado. También hizo construir edificios de oficinas con una técnica alternativa basada en el barro, en su bodega empleaba exclusivamente green power, introdujo un pionero concepto de reciclaje y de reducción de la producción de basura, plantó un organic garden único en el mundo y empleaba etiquetas de un material vegetal que rebrota. El corazón ideológico del proyecto son McNab y Butler, dos granjas vinícolas gestionadas siguiendo la escuela biodinámica, certificadas por Demeter, con una superficie total de alrededor de cien hectáreas de viñedo. En total, Bonterra cultiva hoy bajo su propia gestión unas 400 hectáreas de viña de manera ecológica. Bajo la etiqueta de Bonterra actualmente se venden al año alrededor de 3,6 millones de botellas. No obstante, la historia de este éxito ha sufrido algunos reveses en los últimos años. En 2004 Paul Dolan abandonó el consorcio Brown-Forman, al que pertenece Fetzer/Bonterra desde 1992. Siguieron medidas de reestructuración, y recientemente Fetzer/Bonterra ha sido vendido al grupo chileno Concha y Toro. Pero aunque solo el futuro puede mostrar en qué dirección va evolucionando Bonterra, el escenario del vino ecológico en Europa podría darse por contento si contara con una locomotora ecológica semejante entre sus filas. Aunque los vinicultores superiores de Alsacia, Borgoña y orillas del Loira han demostrado que los mejores vinos del mundo proceden de viñedos de cultivo ecológico controlado, la producción ecológica únicamente alcanza porcentajes de un dígito.

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