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Burdeos. Entre bastidores

  • Redacción
  • 2009-11-01 00:00:00

Burdeos es más que el vino. La región vinícola más famosa del mundo es un mecanismo complejo y bien engrasado, un organismo que se ha desarrollado a lo largo de más de mil años y que se compone de terruño, historia y ser humano. Una mirada entre bastidores. El éxito no llega por casualidad, y los grandes vinos los producen grandes terruños: cuenta la leyenda que a la madre cepa lo que más le gusta es retozar en la gravilla, la arena y el lodo, hundir sus raíces profundamente en la abuela tierra, embucharse diligentemente cristalitos de minerales, vitaminas y aromas, para que la uva crezca y se desarrolle, y un día se convierta en Lafite Rothschild; y éranse una vez diez romanos que descubrieron los excelentes terruños de la Gironda, donde plantaron el primigenio Cabernet Sauvignon; Dionisio hizo el papel de asesor enológico, pero Baco le ganó por la mano, pues introdujo la elaboración en barrica; y fueron felices y, si el colorín colorado aún no ha llegado, allí seguirán abonando la historia del vino con desatinado estiércol. Si el terruño se dejara reducir a unos cuantos cuentos chinos, con dos tercios del bordelés se podría uno lavar los pies. La realidad es mucho más prosaica. Como a los galos, o mejor dicho a los galo-romanos, les gustaba empinar el codo (pues el resto de la diversión, como es sabido, se reducía a pan y circo), y la importación de vino resultaba demasiado cara, plantaron vides allí donde hubiera sitio. El terruño les importaba un bledo. Y cuando empezaron a cosechar más vino del que podían beberse, lo enviaron a las provincias del Norte recientemente conquistadas, donde también había gargantas secas, pero donde la vid, a pesar de todos los esfuerzos por seleccionar variedades más resistentes, no terminaba de agarrar: a los bretones y a Britania. Para eso se necesitaban barcos y un puerto, y Burdeos –entonces Burdigala– poseía ambas cosas. Al menos eso es lo que creen los historiadores, aunque sus amigos los arqueólogos aún no han conseguido desenterrar los embarcaderos romanos. Barco a la vista Burdeos se convirtió en la ciudad del vino porque disponía de un puerto natural, accesible desde el interior y con una salida directa al Atlántico. Si no hubiera sido así, ahora Burdeos sería parte de una región llamada Saint-Émilion, y no al revés, porque los suelos de lodo y cal de esta última constituyen el terruño ideal para la viticultura, además de su clima, tan temperado por la influencia atlántica que permite la supervivencia del olivo y la encina, y no los terrenos pantanosos y laderas de gravilla que bordean el Garona, lugar donde cultivaron sus cepas primero los romanos y, en la Edad Media, los habitantes de Burdeos. Burdeos era, simplemente, la zona más septentrional del suroeste, en la que aún se podía cultivar la vid, al menos una vez hallada una variedad de cepa que soportara el clima. Porque Burdeos está a orillas del Atlántico, no en el Mediterráneo ni mucho menos en el Amazonas, por mucho que se empeñen los que opinan lo contrario. Un bordelés genuino nunca sale a pasear sin su gorra y su paraguas, eso por no hablar de las bordelesas, siempre en guardia y tirándose de la falda: si la película La tentación vive arriba no se hubiera rodado en los estudios de la 20th Century Fox en Beverly Hills, sino en Burdeos, la Monroe habría podido enseñar las rodillas sin necesidad del soplo de aire procedente de la rejilla de ventilación en el suelo. Porque allí sopla el viento del Oeste y trae lluvia, los temporales y las tormentas de verano son legendarios; el tiempo es tan caprichoso que al termómetro le da hipo, y sin la información meteorológica nunca sabes si ponerte una camiseta o un jersey de lana, tanto en pleno verano como en el más profundo invierno. El terruño es tiempo y espacio Pero el que tiene plusvalía encuentra un camino, incluso en el peor caos climático. Los legendarios terruños de Burdeos se le han aparecido al hombre como Dios se le apareció a Moisés en la tetralogía de Thomas Mann José y sus hermanos, participando así en su advenimiento a la existencia. La vid es una planta trepadora originariamente silvestre; para que dé frutos que se puedan prensar para hacer vino, los primeros vinicultores de la historia del vino acostumbraron las vides a los suelos de lodo y cal, y más tarde los galo-romanos las volvieron a acostumbrar a los suelos ácidos cuando volvieron a plantar cepas en la orilla izquierda del Garona. Es decir, estos espíritus ingeniosos adaptaron el terruño a las necesidades y ellos mismos y sus cepas, por su parte, se adaptaron al terruño, creando así lo que se conoce como terruño propiamente dicho en su sentido más amplio, un terruño hecho en el tiempo y el espacio, un terruño construido por la historia y la naturaleza, un terruño indisolublemente unido al hombre y a su destino. Examinar el árbol genealógico de un bordelés de pura raza, que se remonta mil años atrás, es como volver a nacer. Porque los Bituriges Vivisques, que según la leyenda fundaron Burdigala e introdujeron la Vitis biturica, la antepasada de la Cabernet, no son los únicos genes que constituyen el arquetipo del vino de Burdeos. Una de las tres provincias romanas del suroeste se llamaba Novempopulania, porque, según dicen, eran nueve los pueblos que la habitaban. Pero en realidad eran más de treinta tribus, además de los romanos, los visigodos, más tarde los britanos, que ya de por sí eran una mezcla de anglos, sajones y normandos, y finalmente los navarros, portugueses, lombardos, holandeses, hanseáticos, isleños de los Mares del Sur y senegaleses. Hace ya dos mil años que Burdeos, urbe de comerciantes y crisol de culturas, es tan cosmopolita como Hong Kong, Río de Janeiro y Nueva York juntas. Burdeos nunca destacó en lo militar. Allí no se ejercía la dominación con la espada en la mano, sino con el arado, la hoz, el ábaco y el recado de escribir. El vino ha sido y sigue siendo la gran baza de los bordeleses, la que decide el triunfo en cualquier timba. Cuando los ingleses vencieron en 1154 y Burdeos pasó a formar parte de la Corona, esta región obtuvo atención y recursos para convertirse en la cava de vinos del Reino Insular, cuya producción, que en los mejores años equivalía a la actual cosecha anual de Suiza, cruzaba el Canal de La Mancha. Los caldos del entonces llamado palus (tierras pantanosas) eran de color rosado claro, como todos los vinos de aquella época, que no por ello eran ligeros ni cristalinos, como algunos pretenden hacernos creer, sino más bien con un buen armazón, vigorosos (en caso contrario, no habrían soportado la alegre travesía en barco) y probablemente ligeramente dulces y con un poco de aguja, tal y como se hacían entonces respondiendo al gusto generalizado. La idea del Grand Vin se debe a los propietarios de una finca llamada Haut Brion: la familia De Pontac, a quienes todos los enamorados del vino de Burdeos medianamente agradecidos deberían encender una vela, porque la competencia de otras bebidas como café, aguardiente y té iba creciendo, y ellos dependían enteramente del flujo de beneficios de la vinicultura, pues solían gastar todo lo que ganaban como auténticos manirrotos; en el alegre siglo XVII ciertamente se sabía lo que es la buena vida. Así pues, ya tenemos reunidos a los protagonistas del espectáculo de Burdeos: uva, terruño, clima, un puerto y un ciudadano que es propietario de finca vinícola y comerciante a la vez. Pero para el espectáculo también hay que contar con un buen equipo de técnicos y tramoyistas, iluminadores, escenógrafos, electricistas, maquinistas, acomodadores, figurantes y apuntadores. De todos ellos vamos a hablar a continuación. Propietarios, courtiers, comerciantes Un producto de éxito no surge por generación espontánea. Primero se analiza el mercado, las condiciones de producción y las posibilidades. Si las premisas no responden exactamente a la demanda de los consumidores, será necesario invertir en un hábil marketing. Hay que dirigirse a los multiplicadores, la gente que marca el estilo, el zeitgeist, enviarles el producto para que lo prueben o invitarlos a una buena comida o a que se bronceen en la cubierta de un yate. Exactamente eso es lo que hicieron los De Pontac y sus descendientes, que de una u otra manera estaban metidos en casi todas las fincas vinícolas que hoy conforman el segmento superior de la jerarquía de los burdeos (y por ello les encendemos una segunda vela). Analizaron las condiciones de su entorno natural y las aprovecharon del mejor modo posible. Dicho más detalladamente: como sus terrenos estaban en las laderas de grava a orillas del Garona, y no en el fértil palus, sencillamente se lo llevaron, es decir, utilizaron el lodo de los terrenos pantanosos como abono (quien crea que la vid crece sobre la roca, que empiece a leer otra vez desde el principio) y plantaron hileras de cepas. Aun así, el resultado distaba mucho de satisfacer sus expectativas ni el gusto de la época. Porque aun tras cien años de experimentar y seleccionar, el vino resultante seguía siendo de color intenso, seco y anguloso, y tenía un sabor extraño: de hecho, el funcionario londinense Pepys, en su tan citado diario de 1663, no escribe que el vino francés llamado Ho Bryan que había probado fuera mejor que ningún otro, sino que escribió que había probado un vino de “un sabor muy particular”, y entre líneas se lee asombro y una pizca de inseguridad, algo así como: “Este brebaje sabe raro, pero si a otros les gusta, no puedo ser el único que lo deteste, así que no me queda más remedio que acostumbrarme”. Llegados a este punto, ahí estaba el viñedo con las cepas plantadas, en medio un palacete, y la orden de embargo llamando a la puerta. Entonces hicieron de la necesidad virtud y declararon que el inconveniente era una ventaja. ¿Que el color es de mucha capa y sabe a tanino? Porque es algo para hombres de mundo, y además, tiene mucha más capacidad de guarda que esa salsa rosa que hace la competencia. Y de repente todos lo querían beber, el Ho Bryan se podía vender diez o veinte veces más caro que el claret habitual, por fin se podía pagar a los acreedores. Pero la competencia nunca duerme, y lo que hacían los De Pontac también lo podían hacer D’Aulède, De Ségur o De Rauzan; para seguir liderando y lograr pingües beneficios, había que distribuir mejor los productos, para lo cual era necesaria una red de distribución muy tupida y una cadena sin solución de continuidad que llegara desde el director de escena en la finca, responsable de la calidad del vino, hasta el representante general en países lejanos, pasando por comerciantes y mayoristas. Este sistema, que se fue estableciendo en los siglos XVII y XVIII, sigue vigente, ha superado más de una tempestad y funciona del siguiente modo: se cultivan cepas de una variedad determinada, elegida por su idoneidad para crecer en un terruño especialmente seleccionado; la combinación de estos elementos garantiza un estilo muy definido cuyas características fundamentales son cuerpo, densidad y unos taninos que se van puliendo a lo largo de los años. Este estilo se eleva a la categoría de sistema y marca, y se ensalza su singularidad. Pero el resultado no lo vende el productor, porque entonces sería el único en cantar loas a la singularidad de su producto y, además, no podría permitirse una red de distribución de alcance mundial, que sería demasiado cara de mantener: multiplicaría los costes de producción y haría descender la curva de los beneficios. Lo que conviene es hacerse amigo de veinte, treinta o cincuenta comerciantes de la misma onda que hagan el trabajo de relaciones públicas y se ocupen de la distribución; en compensación, pueden añadirle al precio un margen de beneficio, eso no supone ningún problema, porque antes de que se convierta en uno, simplemente se sube el precio de coste comercial. Dado que sólo resulta lucrativo invertir en una marca si se puede distribuir regularmente y a lo largo de un considerable periodo de tiempo, el comerciante avispado procura garantizarse la adquisición de ciertos vinos (los más legendarios, los más caros, los más buscados, los más apreciados) ya antes de la vendimia. Lo que hoy se llama venta en primeur, antes ya se denominaba vente sur souche o bien option, lo que no significa otra cosa que reservarse vino antes de que esté siquiera cosechado. Aquí entra en escena el tercer personaje, el agente comercial o courtier, persona de enlace entre la finca y el comercio. ¿Por qué no vender directamente? Muy sencillo: el courtier representa de modo neutral los intereses de sus dos socios que, sin él, se estafarían mutuamente. No es que compre el vino y lo revenda, sino que cobra un margen fijo de un dos por ciento: en su propio interés, tasa alto la calidad del vino y procura garantizar el suministro con regularidad y en suficiente cantidad, y justificar el elevado precio (lo cual beneficia al propietario), pero al mismo tiempo tiene que calibrar que el precio del vino aún sea razonablemente asequible para el socio comerciante, que si no acabaría en bancarrota o llamando a las puertas del vecino. Y para que a este vecino no se le ocurra forzar los precios a la baja, el astuto vendedor le daba a su hija por esposa. Pero digan lo que digan los agoreros, el sistema bordelés, que muchas veces ya ha sido dado por muerto, nunca había funcionado tan bien como en los últimos veinte años, y quien paga el pato, queramos o no, somos los amantes del burdeos. Burdeos sigue siendo hoy, por delante de Londres, el más importante mercado del vino de calidad. Burdeosmanía El camino del éxito es pedregoso y chirría bajo los pies: gravilla hasta diez metros de profundidad. El inconveniente de este tipo de suelo es que, a pesar de drenar bien el agua, permanece húmedo, conserva bien el calor en las noches de helada y obliga a la variedad de uva capaz de adaptarse al caprichoso clima a agarrarse bien con sus raíces. Las uvas maduran con calma, con tanta calma que se vuelven crujientes y con hollejos gruesos, asimilan azúcar pero no en exceso y reducen la acidez antes de llegar a la sobremaduración y podredumbre. Si con ellas se hace vino, sale negro como la tinta, amargo y seco, casi imbebible, sabe a escobajo y a orujo. Qué asco, como mucho será para masoquistas. Más vale ceñirse a los frutales vinos borgoñones o a los carnosos de España... Pero si se deja madurar un gran burdeos de estos suelos tan especiales, no tiene parangón en cuanto a equilibrio, aroma, elegancia y finura... Y por ello es ideal para la especulación. Porque los grandes vinos de Burdeos son inmortales, con tanta capacidad de guarda como lingotes de oro en la bodega, sólo que su sabor es mucho mejor. Como las modernas técnicas de bodega hoy permiten que los vinos sean accesibles mucho antes, sin por ello perder ni un ápice de longevidad, los grandes burdeos siguen siendo los más modernos y el mundo los demanda cada vez más, y sólo Dios sabe cuántas cajas se venden y se beben, y cuántas se almacenan y se coleccionan; quizá porque san Pedro en persona especule con los vinos de Burdeos, por encargo de su Señor. Si tomamos como referencia las ofertas especiales y las liquidaciones de bodegas a precios excelentes que en tiempos de crisis aterrizan en nuestro buzón, los corchos de los grandes burdeos están firmemente embutidos en sus respectivas botellas. Los precios producen ondas A vosotros los soñadores, los que creéis en la bondad intrínseca del ser humano y de su vino, debo advertiros que en Burdeos no existe correlación alguna entre la calidad del vino y su precio. “Année vert, année chère”, chapurrean los viejos, queriendo decir: cuanto menos vino haya, más caro será. Burdeos es un ejemplo perfecto de la ley de la oferta y la demanda. Porque la especulación merece la pena con los grandes burdeos. Quienes hayan sabido jugar sus cartas con habilidad en estos últimos veinte años, se habrán embolsado jugosas ganancias. Por consiguiente, dedicarse a la producción de un grand cru es un negocio (más o menos) lucrativo. Tomando en consideración su evolución a lo largo de siglos, la media de la creación de riqueza de una finca vinícola superior por su vinicultura se sitúa entre el cinco y el ocho por ciento. Pero oscila, al igual que la meteorología: quien compre o venda en el momento equivocado, saldrá perdiendo. Si se miran con lupa estos últimos veinte años, un cru superior efectivamente es una mina de oro. En Burdeos, nadie puede producir vino por menos de 1,50 euros por botella, y eso sólo si la familia trabaja gratis y si se alquila la maquinaria que renquea por entre las cepas. Reducir los gastos de producción de vinos de calidad superior por debajo de los 4 euros en las Côtes y por debajo de los 8 a 10 euros en los grandes terruños es una quimera. Por otra parte, casi nadie consigue que sus costes de producción superen los 20 euros, por mucho que invierta en dorar la grifería, contratar jardineros, excavar piscinas, ejercer el mecenazgo artístico, etcétera, etcétera. A la vista de los precios actualmente habituales, en años buenos esto significa unos réditos de entre un treinta a un cincuenta por ciento o más. En teoría. Porque este cálculo no incluye una variable: el coste del capital. Una hectárea de superficie de viñedo plantada en la Gironda hoy por hoy vale alrededor de 77.000 euros de media, con tendencia a la baja; pero en Pomerol y en el Médoc vale un millón, con tendencia ascendente. Las fincas con un cien por cien de autofinanciación son tan escasas como los mirlos blancos. Así, el propietario de una de las fincas más legendarias de Burdeos confiesa que llega a unos 100 euros de coste de producción por botella, debido a los elevados gastos generales. Pero maticemos: son precisamente las veinte o treinta fincas de más renombre las que cobran semejantes precios. Pero entre el puesto 40 y el 500 hay bodegas que pueden demostrar similares gastos elevados de producción, y aun así venden sus vinos con un margen de ganancia mucho más modesto. Vendimia en verde, esforzado trabajo de poda de las hojas, recolección a mano, mesas de selección, ósmosis en lugar de chaptalización y elaboración en barrica, todas son prácticas costosas que, además, influyen directamente en la reducción del volumen de cosecha. Sólo en la orilla izquierda hay 10.000 plantas por hectárea. En la orilla derecha generalmente son 6.000, sus cosechas suelen ser todavía más escasas y el aumento de los costes se reparte entre aún menos botellas. El mayor abanico de vinos cualitativamente fiables se sitúa entre los 10 y los 20 euros, como en la mayoría de las regiones productoras de vinos de calidad, por otra parte. Según el esfuerzo invertido, los beneficios no pasan de ser razonables. Pero si aprietan los créditos, se avecina una crisis mundial y el fisco llama a la puerta, el indicador empieza a descender peligrosamente hacia los números rojos. La tragedia se pone de manifiesto en los vinos situados en los puestos 500 a 10.000, que por su estilo no tienen nada que ver con un grand cru, pero también se denominan vinos de Burdeos y justifican su existencia atizando la llama de un malentendido: que se parecen a un grand cru, pero son mucho más baratos. Burdeos sencillamente es sinónimo de categoría superior y lleva implícito un vino complicado, exuberante y de la máxima clase. En lugar de perseguir inútilmente este estúpido ideal, sería más interesante desplazarse, como de hecho hacen ya cada vez más vinicultores, hacia la producción de vinos buenos, frescos, atractivos para el consumo alegre, en lugar de jugar involuntariamente al cielo y al infierno con el margen de beneficios. Cada mes, docenas de vinicultores desconocidos tiran la toalla en la Gironda. Los hambrientos que sobreviven a duras penas son legión, y la media de precios en Burdeos no es más alta que en Beaujolais o en Côtes du Rhône. No debemos olvidar que Burdeos lanza al mercado mundial cientos de millones de botellas de vino (en 2007 fueron casi 800 millones). El 95 por ciento son vinos que nada tienen que ver con un grand cru; además, el hecho de que una parte se designe como Bordeaux Supérieur implícitamente presupone que también debe haber mucho Bordeaux Inférieur. Y justo éstos son los vinos que a menudo se venden demasiado caros. Porque en el extremo inferior del escalafón, las normas que rigen ciertamente recuerdan a la penosa situación de la economía agrícola. El productor recibe una propina que le llega justo para sobrevivir, el vendedor confía en la fuerza de un nombre célebre y sopla sobre los rescoldos del malentendido hasta que crepitan altas las llamas para poder ampliar sustancialmente los beneficios en los vinos que ha adquirido a buen precio y compensar así el escaso margen que le deja el comercio con los grands crus; y una vez más, el aficionado al vino es el que saca las castañas del fuego, cayendo en la trampa de las gangas. Muy distinto es el asunto en el caso de las marcas de fama mundial. Gracias a Internet, hoy tenemos la posibilidad de comparar precios muy rápidamente. El comercio con vinos de Burdeos florece en la Red. Se pueden adquirir grands crus a través de numerosos canales, y el margen al que puede aspirar el intermediario es estrecho, a no ser que apueste por la guarda y aspire a una plusvalía con la maduración en bodega (como por ejemplo el pequeño y exquisito comercio Mähler-Besse). A todo ello se suma la competencia de los distribuidores mayoristas (franceses), que aprovechan los grands crus como reclamo para sus periódicas ferias de vinos, Foires au Vins, y aunque oficialmente se orientan en el sistema tradicional de distribución, bajo mano van probando a eludir la estructura de primeur-courtier-comerciante. Si reciben amables propuestas de Carrefour, Leclerc & Co., son los empleados (directivos) de los grands crus y casas comerciales de Burdeos los primeros en aterrizar en el supermercado. Bastidores, candilejas y público Nuestra tercera vela -que bien podría estar en una mezquita, pues toda fe merece respeto y tolerancia- es para los marroquíes, pues aunque no sean conocidos por ser grandes bebedores de vinos de Burdeos, su participación en la producción es preponderante. Porque el francés medio ya no quiere ensuciarse las manos con el duro trabajo en el viñedo. Prefiere conducir el tractor y actuar en la bodega. El trabajo manual antes lo hacían las mujeres; los hombres siempre han sido demasiado comodones. Petites façons, “trabajos pequeños”. Así llamaban al que realizaban las manos femeninas, que consistía en arar con el pico el suelo entre las filas de cepas, mientras los hombres se dedicaban a los “grandes trabajos”, es decir, a pasearse altivos por entre las vides con el carro de bueyes y silbarle a las chicas que trabajaban como mulas en el fango. Sea, pues, para ellas la cuarta vela, para todas las mujeres que desde siempre y hasta hoy siguen dando la talla en el viñedo. Deshojado, poda y selección son trabajos a menudo realizados por los inmigrantes, la mayoría portugueses o de Europa del Este, pero sobre todo por las mujeres del lugar. Son indispensables en la vendimia, en la mesa de selección, en la oficina... ¿Quién se ocupa de atender los pedidos, enviar muestras, recibir a los visitantes, hacer café y otras mil pequeñas cosas? Y son cada vez más activas en la bodega y en la cúspide de la empresa. Burdeos (y el mundillo del vino en general) se está volviendo progresivamente femenino. Lo que destaca especialmente en Burdeos es el hecho de que allí se trabajó de manera casi industrial desde muy pronto. Las fincas vinícolas son y eran extensas: Léoville en el siglo XVIII ya contaba con 120 hectáreas de viña, y los seis premiers crus de la orilla izquierda juntos producen al año un millón de botellas de Grand Vin. Para ello es necesaria una división del trabajo y una especialización, se requieren amplios conocimientos técnicos: azufrar el vino, rociar con sulfato de cobre, podar de la manera moderna, la fermentación maloláctica... Todos son métodos descubiertos o desarrollados en Burdeos por investigadores de la universidad, pero sobre todo por talentosos directores de fincas conocidas y más de un anónimo bodeguero o trabajador del viñedo. La memoria colectiva de la vinificación en Burdeos abarca muchos siglos. Cuando un propietario explica generosamente al asombrado periodista con qué trucos ha logrado meter en el lagar la última cosecha, pero durante la visita a la bodega no encuentra el interruptor de la luz y durante el paseo por el viñedo elogia superlativamente los suelos del vecino, eso no es una tragedia. Porque en segundo plano vigila atento el equipo de tramoya. ¿Qué sería Lafite sin Charles Chevalier, Yquem sin Pierre Lurton o sin la enóloga Sandrine Garbay, Pichon Longueville sin Jean-René Matignon, Cantenac Brown sin José Sansfin, por nombrar sólo a algunos, y qué serían ellos sin todas las industriosas abejas y zánganos alrededor? Los propietarios que no sólo bajan a la bodega de su grand cru cuando viene la prensa (Lucien Guillemet de Boyd Cantenac pertenece a este tipo de fósil, también Hubert de Boüard, de Angélus, asistido por la inspirada enóloga Emmanuelle Fulchi) son excepciones a una regla que no va en detrimento de la calidad. Muy al contrario: en el mejor de los casos, propietario y gerente llegan a una simbiosis, como por ejemplo en Pontet Canet, donde Alfred Tesseron, dinámico y emprendedor, y Jean Michel Comme, escéptico, pensador y minucioso, han formado un matrimonio empresarial verdaderamente ideal, del que resultará un vino como jamás vio esta finca, a más tardar el de la añada de 2008. Creadores e imitadores ¿Y los enólogos asesores? En Burdeos no funciona nada sin ellos, y los más importantes e influyentes ni siquiera son los más famosos. Años después de su muerte, Émile Peynaud sigue siendo la referencia. Sabía poner palabras al vino como ningún otro. El inestimable gran logro de Michel Rolland es haber atraído a los vinicultores al viñedo, convencerlos de que mastiquen sus uvas para comprender su sustancia y su potencial. Se puede opinar lo que se quiera de las recetas de Stéphane Derenoncourt, pero sin él y algunos otros modernistas, hoy no habría en Saint-Émilion más de 20 vinos buenos, en lugar de 200. Pero el auténtico trabajo duro lo hicieron y lo hacen los que están más alejados de las candilejas, como Yves Glories, recientemente fallecido, Denis Dubourdieu, Jacques Boissenot, Dani Rolland, esposa de Michel, Christian Veyry, Gilles Pauquet y muchos más, hombres y mujeres que no desean otra cosa que hacer bien su trabajo en la sombra, sea investigación en el laboratorio o asesoría para el mejor ensamblaje. Pero una obra de teatro no podría tener éxito sin la crítica y el público. ¿Qué relevancia tienen los críticos de vinos? En el ámbito anglosajón son imprescindibles. Parker y compañía son los dioses del clima de Burdeos. Aquí en Europa su influencia es más bien modesta, aunque más de uno sueña con hacer carrera como euroParker. Y es bueno que sea así. Si hubieran sido los críticos los únicos en formar el gusto artístico, hoy Cézanne sería un pintor degenerado en lugar del padre del Movimiento Moderno. Los buenos críticos han de tener su opinión, que se puede compartir o no. Lo importante es el público entusiasta, el que acude al teatro a disfrutar del espectáculo y no a ser visto, que se forma su propia opinión apoyándose en los críticos, no en un crítico. Quien haya creído leer entre líneas que sólo se puede llegar a ser experto en vinos de Burdeos después de haber pasado siete veces por la Universidad del Vino, montado en un Maibach con chófer y minibar, está muy equivocado. El entorno ideal para el vino de Burdeos no son los frisos de estuco de un palacete neoclásico y las manos enguantadas de un sirviente inglés con librea, que vierte tembloroso en el decantador, gota a gota, un viejísimo Margaux, a la luz de las velas y acompañado de una orquesta de cámara. El burdeos no es clásico ni aristocrático, el burdeos es alegre y abierto al mundo, elegante, sí, pero asequible, un lujo al alcance de la gente de hoy, fashion y diversión. El burdeos es joven y urbano, y si este vino fuera música, no manaría discretamente de una antigua y empolvada radio a tubos, sino que surgiría a borbotones del iPod en forma de house o lounge. Desde 1739, los Lawton son intermediarios y comerciantes de vinos de Burdeos, generación tras generación. Pierre (foto) fundó hace veinte años su casa comercial, Alias. Entonces era considerado un revolucionario porque en su oficina había dos ordenadores. En la actualidad da trabajo a 13 personas en una oficina diáfana en el hangar G2 del antiguo astillero Baccalan, el rincón de los creativos de la ciudad. La edad media de los empleados es de 35 años y se comunican con el mundo en cinco idiomas, entre ellos el ruso y el tailandés; además del Mac y el teléfono, el instrumento de trabajo más importante es el iPod. “¿Cómo que Burdeos está empolvado? Bobadas. Burdeos es la ciudad del vino más dinámica del mundo”, asegura Pierre mientras sus colaboradores (en el borde superior) asienten felices. Tastet-Lawton (en el resto de las fotos) es la oficina de intermediarios más tradicional de la ciudad. La correduría se lleva a cabo asistida por bases de datos. Pero el contacto personal es indispensable. “Nuestro oficio se basa en la confianza”, apunta Eric Samazeuil (arriba a la derecha), uno de los seis courtiers de esta oficina. En Burdeos hay unos 150 agentes. Pero los dos más importantes, Tastet-Lawton y Ballaresque, controlan las tres cuartas partes del negocio del grand cru. Caroline Fey estudió enología en la Universidad del Vino de Burdeos con Denis Dubourdieu, entre otros. Su familia se dedica al negocio del vino desde hace treinta años. Actualmente el Grupo Frey es propietario no sólo del clasificado Château La Lagune en Ludon, en el Médoc, sino también de la casa comercial Paul Jaboulet Aîné en el Ródano y una parte de Champagne Billecart Salmon. Caroline forma parte de la nueva generación de propietarios de Burdeos, que se ponen manos a la obra siguiendo una máxima: “Quien sólo entiende de vino, tampoco de vino entiende». Pauline trabaja desde hace cuatro años junto a su padre, Alain Vauthier, y da la talla en el legendario Château Ausone en Saint-Émilion (arriba) y en fincas como Simard, Fonbel y Moulin Saint-Georges, pertenecientes al imperio Vauthier. Jean-René Matignon (izquierda) es el responsable de Pichon Longueville desde 1986. Su patrón, AXA, puede estar satisfecho: los vinos de esta finca tienen la categoría de un premier cru. A la derecha, sobre estas líneas, la enóloga Emmanuelle Fulchi, mano derecha del vinicultor y propietario de Angélus, Hubert de Boüard. Las fiestas del mundillo del vino en Burdeos son legendarias y constituyen un entorno ideal para cultivar el contacto estrecho con el público internacional de Burdeos. Se celebran viejos ritos con un guiño y se acepta con alegría a nuevos amantes del burdeos en la hermandad del vino de Médoc y Graves. Las fotos están tomadas en la fiesta de la floración de la vid (Fête de la Fleur) 2009. 2.000 años de Burdeos 56 a.C. Craso vence a la tribu gala Bituriges Vivisques: Burdigala (Burdeos) se convierte en romana. El vino se importa de Hispania y del sur de Italia. 71 d.C. Plinio visita Burdeos, que descubre rodeada de viñas. 400. El maestro y poeta Ausonio describe Burdeos como “a la que distinguen ríos y cepas”. 1154. Burdeos pasa a ser feudo inglés. El vino se convierte en el producto de exportación más importante. 1241. Enrique III Plantagenet concede a los habitantes de la ciudad el privilegio de sacar al mercado sus vinos antes que los demás. Ningún vino de las regiones de alrededor puede entrar en la ciudad (y con ello, en el puerto) antes de que los bordeleses hayan vendido todo el suyo. Este privilegio, con algunas pocas interrupciones, se mantuvo hasta la Revolución Francesa. 1303. Burdeos exporta 102.724 tonneaux de vino. (1 tonneau = 4 barricas = 900 litros), es decir, 924.518 hectolitros, lo que corresponde aproximadamente a la actual producción anual de Suiza, ¡alrededor de 120 millones de las botellas actuales! 1550. Jean de Pontac manda construir un palacio en medio de sus viñas al sur de la ciudad de Burdeos, inventando así el “château viticole”. 1666. François-Auguste de Pontac abre una taberna en Londres. El vino que se sirve lleva por nombre “Ho Bryan” y, a diferencia del color rojo claro de los clarets, es de color oscuro y de “un sabor muy particular”, según anotó en su diario tres años antes el funcionario Samuel Pepys. El “New French Claret” se pone de moda. 1724. Boucher, gobernador del rey, deplora la “fiebre de plantar” de la aristocracia bordelesa y en 1725 prohíbe la plantación de nuevos viñedos. Esta prohibición se mantuvo durante 30 años. 1755. Tres cuartas partes de los ingresos de las 70 familias más importantes de Burdeos proceden de la venta de sus propios vinos. 1787. Thomas Jefferson, que más tarde sería presidente de EE.UU., viaja por la región de Burdeos y, en su diario, elogia explícitamente, entre otros, a Lafite, Margaux, Latour, Haut Brion e Yquem. 1855. Basándose en clasificaciones anteriores y en el precio que alcanzan estos vinos, la Cámara de Comercio de Burdeos, con ocasión de la Exposición Universal de París, establece la primera clasificación oficial, reconocida por el Estado, de los vinos de Burdeos. En ella, se subdividen 88 fincas del (Haut) Médoc y Sauternes, además del Haut Brion de Graves en categorías del 1 al 5. 1860. El agrónomo Guyot introduce el sistema de poda que hoy lleva su nombre, y que requiere el cultivo de la vid en espaldera. Alexis Millardet y Ulysse Gayon inventan la “bouillie bordelaise” (tres partes de sulfato de cobre, una parte de cal viva) para combatir el mildiú y el falso mildiú. 1863. La filoxera llega a Burdeos y va atacando paulatinamente todos los viñedos de Europa. Sólo las fincas más acaudaladas poseen los medios para combatir esta plaga con éxito. 1922. Philippe de Rothschild, que tenía 20 años, llega a la cúspide de Mouton y revoluciona el mundo del vino bordelés con el embotellado en la propia finca (“mise en bouteille au château”), introduce las segundas marcas y las etiquetas diseñadas por artistas. 1946. Nace la enología moderna: Émile Peynaud defiende su tesis doctoral y se convierte en catedrático de la Academia del Vino de Burdeos. Revoluciona el arte de la vinificación y el lenguaje del vino. 1956. Nace la viticultura moderna. Las heladas habían destruido una parte considerable de las cepas de la llamada orilla derecha; los viñedos se reestructuran y la Merlot se convierte en la variedad más importante de esta parte de la Gironda. 1973. La única modificación de la clasificación de 1855 eleva a Mouton Rothschild a Premier Cru Classé. 1983. El crítico estadounidense Robert Parker declara 1982 como el año del siglo. Los precios de los grands crus se disparan. Los que más ganan son los comerciantes, y las fincas logran beneficios récord con añadas como 1989, 1995, 2000 y 2005.

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