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Sudáfrica: Buena Esperanza en El Cabo

  • Redacción
  • 2012-11-01 09:00:00

El 9 de mayo de 1994, Nelson Mandela fue elegido presidente y el apartheid pasó a ser historia. ¿Qué significa este paso para la vinicultura sudafricana? Para empezar, un enorme aumento de las superficies de viña y, por tanto, de la cantidad de vino. Pero también es el pistoletazo de salida para muchas pequeñas empresas vinícolas, algunas de las cuales hoy están enteramente en manos de propietarios y bodegueros de raza negra.

Un reportaje desde Sudáfrica de Daniela Meyer

«¡Larga vida al presidente!», clamaban los invitados a la fiesta de toma de posesión de Barack Obama. O al menos eso suponemos. Malmsey Rangaka no lo sabe con certeza, y además le da igual. Lo importante para ella es el vino que había en las copas con las que se brindó en la Casa Blanca en 2009 a la salud del primer presidente negro de Estados Unidos, porque era su vino: un Sauvignon Blanc de 2008, crecido en sus majuelos y vendimiado por su familia, la primera familia negra propietaria de una granja vinícola en Sudáfrica. Se llama M’hudi, que significa jornalero en el idioma setswana, el que habla un siete por ciento de la población. “Un nombre adecuado, pero solo por casualidad”, dice Malmsey, porque al bautizar la finca ella pensaba más bien en el título de su libro favorito, una novela de Sol T. Plaatje. El libro cuenta la historia de una muchacha m’hudi que lo pierde todo cuando su poblado es destruido en la guerra, pero que se levanta y comienza de nuevo, con espíritu de lucha. “Ella se hace responsable de su propia vida y persigue sus sueños”, rememora Malmsey mirando una botella de tinto, el producto de su propia historia: en la etiqueta, la figura de una mujer que camina hacia delante.
La finca de Malmsey está cerca de Stellenbosch. Allí, en un radio de solo 200 kilómetros, hay más de 650 granjas vinícolas. M’hudi es la única que pertenece por completo a sudafricanos negros. En todo el país, solo unas 30 de las aproximadamente 4.600 fincas vinícolas están gestionadas por negros. Todavía dominan el negocio las familias de granjeros blancos, algunos de los cuales proceden de una centenaria tradición de vinicultores y muchos de ellos se dedican a la vinicultura únicamente como afición o como segunda ocupación.
También para Dorothee y Georg Kirchner la vinicultura es un hobby, aunque solo desde hace diez años. En 2002, este matrimonio alemán pudo cumplir su sueño de comprar una vieja granja en los Winelands. Por la finca vinícola Druk My Niet no pagaron más de 250.000 euros. Pero para reacondicionar la finca fueron necesarios seis meses y una inversión mucho mayor. Solo cada barrica de roble les costó 900 euros y la instalación de una bodega moderna con sala refrigerada y prensa de uva, aproximadamente 1,5 millones. Pero visto desde hoy, la inversión ha merecido la pena: los Kirchner producen tintos muy premiados, como por ejemplo el T3, un ensamblaje único en el mundo de Tannat, Tinta Amarela y Tempranillo, una creación de su bodeguero jefe, Abraham de Klerk. Los vinos se pueden comprar en la propia finca y, en Europa, en el comercio de Hans-Werner Andreae en Schriesheim, Alemania. Y recientemente ha salido el primer palé rumbo a China. “Aún no estamos ganando dinero”, comenta Dorothee, “pero vamos por buen camino para llegar al umbral del beneficio dentro de cuatro años.”
Al igual que los Kirchner, los Rangaka son un ejemplo del desarrollo de la vinicultura sudafricana. En tiempos del apartheid, la tierra estaba económicamente aislada y el sector del vino no evolucionaba. La cooperativa de vinicultores KWV (Kooperative Wijnbouwers Verenigin) dominaba el mercado y fijaba las garantías de precio y volumen de ventas. Consecuencia de este socialismo del vino fue un exceso de producción que, por cierto, todavía sufre la KWV, que desde 1997 es un consorcio de empresas convencional: en la bodega del KWV, la más grande del mundo con una capacidad de 120 millones de litros, se guardan más de 340 vinos diferentes.
La novedad es que, a la sombra de gigantes como KWV o Nederburg, una finca de más de 200 años de antigüedad que produce 14 millones de litros de vino al año, también están surgiendo desde 1994 pequeñas empresas con bodegueros entusiastas, que han reconocido el potencial del país: suelos ricos en minerales, mucho sol, suficiente lluvia y los famosos vientos alisios del Atlántico, que secan las uvas; los vinicultores llaman a este viento el Doctor de El Cabo. En Sudáfrica se cultivan más de 110.000 hectáreas de cepas. En 1994 aún eran unas 83.000 hectáreas. El 56 por ciento de las vides plantadas actualmente son variedades blancas, en su mayor parte Chenin Blanc, con un 18,4 por ciento. La variedad tinta más extendida, con un 12,2 por ciento, es la Cabernet Sauvignon, seguida de la Shiraz (10 por ciento) y la Merlot (6,4 por ciento.

340.000 trabajadores del vino
Desde la supresión de las barreras comerciales, la industria del vino, que da trabajo a unas 340.000 personas, se ha convertido en un pilar importante de la economía de Sudáfrica. Como octavo país productor de vino del mundo, el país produce ya una media de 750 millones de litros al año. Se exporta casi un 50 por ciento, con un valor en el mercado de más de 700 millones de euros. Como dato comparativo, en 1993 no se exportaron más de 24,6 millones de litros, lo cual suponía solamente un 6,2 por ciento del total de la producción. En 1994, el porcentaje de exportación ya se había duplicado: 50,7 millones de litros, un 12 por ciento de la producción.
Hoy por hoy, para Sudáfrica, el mayor mercado en expansión es China. Cada chino bebe una media de una botella de vino al año, lo que es poco comparado con las 70 botellas de los franceses, pero se prevé que el consumo de vino en China aumentará en los próximos cuatro años a dos botellas por cabeza. Teniendo en cuenta que estamos hablando de 1.300 millones de personas, se trata de un negocio inimaginablemente inmenso del que también Sudáfrica quiere beneficiarse. Así, el mayor cargamento marítimo de vino que jamás había recibido la República Popular (106 contenedores con 1,3 millones de botellas) procedía de la finca vinícola La Motte en Franschhoek. “Tenemos una joint venture con la firma china Perfect China, una empresa con un volumen de ventas de unos 1.400 millones de euros. Bajo la etiqueta L’Huguenot no solo vendemos nuestro vino en 5.000 filiales de Perfect China”, explica Hein Koegelenberg, director ejecutivo de La Motte. Hasta junio de este año, su empresa ya había enviado a la República Popular 2,9 millones de botellas. En los primeros diez meses de 2011, la exportación de vino embotellado desde El Cabo hasta China había aumentado en 4,6 millones de botellas, un 114 por ciento. También los sudafricanos negros, que durante mucho tiempo tenían vetado poseer tierras, han reconocido el potencial del vino y poco a poco se van atreviendo con él gracias al ascenso de la clase media negra, los llamados black diamonds. Pero a la mayoría de la población negra le sigue faltando tanto el capital como la experiencia necesarios para integrarse verdaderamente en el negocio del vino.

Una pareja de vinicultores
absolutamente ingenuos
Cuando Malmsey y su marido, Diale Rangaka, compraron en 2003 la finca M’hudi, de 43 hectáreas, por 3,2 millones de rands –que entonces suponían unos 350.000 euros– no sabían lo que les esperaba. Cuánto trabajo duro y cuánto capital les extorsionaría el sueño de la granja propia. Visitaron 22 granjas antes de decidirse. Pero nada parecía gustarles: demasiado grande, demasiado pequeña, demasiado cara… Cuando salían para visitar la número 22, aún bromeaban sobre el hecho de que ninguno de los dos entendía nada de vinos, ni siquiera había bebido vino en su vida. Aún hoy Malmsey se sacude al pensar en su primer trago de tinto. Recuerda que le cortó la respiración. Demasiado ácido, demasiado amargo. “Sencillamente asqueroso, creí que me iba a dar un ataque de asma”, dice riéndose a carcajadas. Porque ahora se ha pasado al otro extremo, el vino que más le gusta es el Shiraz, que a muchos aficionados al vino les resulta demasiado seco, demasiado ahumado. Pero entonces, cuando probó el vino por primera vez, temió haber cometido un error con esta compra. La finca, bastante deteriorada, había estado a la venta cinco años. Ningún blanco quería comprarla por miedo a los asaltos. Porque a pocos kilómetros había surgido un township, un barrio pobre de chabolas hechas de chapa ondulada. Pero eso no importó a Malmsey y Diale, que son hijos de obreros y habían crecido en circunstancias similares. Todos sus ahorros, su casa, incluso su pensión futura la habían dejado como aval al banco, todo por conseguir un crédito para comprar la finca. Habían dejado sus trabajos respectivos en la Universidad, él catedrático de Literatura Inglesa, ella profesora de Psicología, abandonaron su ciudad natal en la frontera de Botsuana y se trasladaron a 1.500 kilómetros de distancia, al cabo de Buena Esperanza. La paleta de vinos de los Rangaka abarca desde Cabernet Sauvignon, pasando por un especiado Shiraz y un Pinotage típico, hasta los blancos ligeros y también de aguja. Además de la producción de vino, los Rangaka están comprometidos con la misión de entusiasmar a jóvenes negros por el oficio de vinicultor. Por eso invitan a sus vecinos del township a catar vinos. “Hasta ahora, han venido pocos”, comenta Malmsey. A muchos, como a ella hace años, no les gusta el vino. Pero dejar el “trabajo misionero” no es una opción. Porque la compra de la granja también va unida a una obligación con la patria, ya que tras la apertura del país el nuevo gobierno de Nelson Mandela instó a los sudafricanos negros a comprar tierras y desarrollar actividades comerciales.

Tirar la toalla no era una opción
“Pero muchos de ellos ni siquiera tenían estudios primarios”, explica Malmsey sobre las reservas de la mayoría. En esa época pensaba mucho en su marido, que compraba revistas de agricultura y “dirigía una finca desde el sillón de lectura”. Ella, por haber tenido la suerte de acceder a estudios superiores, sigue sintiéndose obligada a realizar sus sueños para dar buen ejemplo a los que vengan detrás. Con la ayuda de ocho obreros locales, rehabilitó la granja de arriba abajo. “Todos eran negros, como la mayoría de los obreros aquí”, recuerda Malmsey. “Y cuando llegaron el primer día a la granja, preguntaron por la señora de la casa. Aún se sorprendieron más que nuestros vecinos blancos cuando les dije: ‘Soy yo.” Tan solo cuatro meses después de su llegada, Malmsey tuvo que empezar por vendimiar –sola, porque Diale, al cabo de dos semanas, había tenido que volver a la Universidad para un semestre más para cumplir con su contrato. A sus ahora 55 años, cuenta que aprendió mucho de vinicultura, pero sobre todo de sí misma. Muchas veces creyó que el trabajo la superaba, pero nunca pensó en tirar la toalla. En lugar de sillones de cuero, colecciones de arte y nobles perros de caza, como se suelen encontrar en las venerables y vetustas granjas vinícolas, en la de los Rangaka hay sillas blancas de plástico en la terraza y, en las paredes, cuadros pintados por ellos mismos. Para acompañar el vino, Malmsey sirve platos africanos guisados por ella. En su página web recomienda, por ejemplo, pizza para acompañar el Pinotage o lasaña de verduras para el Merlot. Delante de la casa, tres nietos retozan con una camada de gordezuelos cachorros de mezcla callejera. Ni rastro de glamour. Solo las vistas sobre las viñas y las montañas puede medirse con el lujo de otras fincas vinícolas.
Una de esas fincas suntuosas es Delaire Graff. Cerca de Stellenbosch, está pintorescamente enclavada en las montañas. Además de un hotel de lujo, spa y varios restaurantes, la granja alberga una tienda de diamantes y una impresionante colección de arte. Diamantes, porque el complejo pertenece al conocido comerciante de diamantes Laurence Graff, que hace poco ha comprado uno de esos pedruscos de color rosa por 34 millones de euros. Como más le gusta llegar a su finca es en helicóptero y aterrizar en uno de los tres helipuertos de la propiedad. Los vinos de Delaire, creados por el bodeguero jefe Morne Vrey, reciben premios con regularidad, y en la Platter Guide, la biblia de los aficionados al vino en Sudáfrica, muchos –entre ellos el Cabernet Sauvignon de 2009 y el Cape Vintage de 2009– están reseñados con 4,5 de cinco estrellas.

El estado también cobra, y mucho
Pero a la vista de lo que lo rodea, allí el vino parece tan solo un detalle más de una bonita idea comercial. La misma impresión que produce una visita a la leyenda del golf, Ernie Els, o al fabricante de calcetines Peter Falke. Al igual que otros muchos personajes famosos, son propietarios de una granja vinícola en El Cabo porque un estilo de vida lujoso lo exige. Para los demás, explotar la finca supone un laborioso trabajo y muchos dependen de los turistas: por ello ofrecen todo tipo de atracciones para lograr beneficios. Porque mientras el Estado de Sudáfrica en 2012 recaudó con los impuestos sobre el vino alrededor de 377 millones de euros, los propios productores solo obtuvieron alrededor de 350 millones de euros. “Hoy día ya no es suficiente hacer buen vino”, asegura el vinicultor Kevin Arnold, “además hay que ofrecer hermosas experiencias”. Como copropietario de la granja Waterford-Farm en Stellenbosch, además de excursiones en coche-safari por los viñedos, también ofrece chocolate, que se sirve para acompañar el vino: un Shiraz, un Cabernet Sauvignon y un vino de postre. Los chocolates están concebidos para maridar con los vinos: por ejemplo, para el Cabernet Sauvignon se presenta una variante salada que neutraliza maravillosamente los taninos del vino.
Una idea parecida tuvo la finca Moreson en Franschhoek. Allí, el cocinero gourmet británico Neil Jewell produce salchichones y jamones de crianza ecológica en una granja vecina, especialmente diseñados para armonizar con el vino. En la sala de vinos tiene colgadas fotos de cerditos felices. Y quien quiera puede contemplar los embutidos frescos en la cámara frigorífica. También la granja Farm Avondale, propiedad de la familia Grieve, apuesta por lo ecológico. Tres generaciones producen allí vinos ecológicos con la ayuda de una bandada de patos encantadores que se pasean por las viñas comiéndose los parásitos. La finca tiene 300 hectáreas de extensión, de las cuales 100 están plantadas de vid. Por cada hectárea, los Grieve vendimian anualmente entre cuatro y ocho toneladas de uva, con las que elaboran aproximadamente 180.000 botellas de vino. “Para tener éxito en este sector, hay que buscarse un nicho de mercado”, opina el vinicultor Jonathan Grieve, que sigue trabajando la tierra según las antiguas tradiciones. Durante siglos, los campesinos observaban las estrellas y los ciclos lunares para saber cuándo tenían que plantar y cosechar. “Nosotros también lo hacemos, aunque a la agricultura moderna se le ha olvidado este conocimiento”, comenta Grieve. En Avondale no se producirá ningún producto de masas, nada para el supermercado. Según este vinicultor, con abonos y otros añadidos se destruye la singularidad de las uvas y el vino se vuelve convencional. “Prescindimos de los productos químicos. Incluso para la fermentación empleamos solo las levaduras naturales de la piel de la uva, pues con el añadido de levaduras comerciales el Sauvignon Blanc tiene menos capacidad de guarda y siempre sabe igual: a espárragos.” Los vinos blancos de Avondale, por el contrario, se pueden guardar hasta seis años y los tintos, hasta diez o doce. Mientras que los Grieve, cuando compraron la granja hace quince años tuvieron a su disposición suficiente capital de inversión y buenos contactos a través de Vital Health Food, la mayor empresa sudafricana de productos naturales fundada por sus abuelos, Malmsey Rangaka, tuvo que aprender duramente todo lo que sabe hoy acerca del negocio del vino.

Prejuicios contra los vinicultores negros
Hace tres o cuatro años, en los encuentros de vinicultores y ferias de vinos, ella era la única persona negra. Y una de las poquísimas mujeres. Le disgustó que la miraran fijamente, que la ignoraran o que incluso se rieran de ella porque no podía participar en las conversaciones por no saber lo suficiente de vino. Empezó a leer libros sobre cultivo y elaboración del vino, asistió a clases en la Universidad y se obligó a beber diariamente una copa de vino mezclada con zumo de uva. Cada semana aumentaba la proporción de vino, para acostumbrarse paulatinamente al sabor. Asistía a las catas con su marido. “Con frecuencia sucedía que nadie nos servía, o bien que los camareros solo nos escanciaban el vino, pero no hablaban con nosotros como con los demás asistentes a la cata”. Así describe Malmsey el rechazo al que tuvo que enfrentarse en sus inicios. Había gente que creía que habían ido para emborracharse por poco dinero, pues muchas catas son gratuitas. Otros les preguntaban si procedían de Kenia, porque no podían creer que sudafricanos negros pudieran trabajar en el sector del vino. “Han tenido que pasar tres años y una buena porción de sentido del humor por nuestra parte para llegar a romper el hielo”, relata Malmsey, que añade: “Por suerte, también hemos tenido buenas experiencias, porque si no quizá estaríamos amargados.”
Lo de las buenas experiencias se refiere sobre todo a la ayuda de sus vecinos de la granja Villiera, cuyos equipamientos le permiten utilizar hasta que logre reunir capital suficiente para una bodega propia. Aunque el negocio del vino sea difícil y grande la competencia, Malmsey pasa cada vez menos noches en vela. Con M’hudi ha conseguido establecer una marca y vender su vino a nivel mundial. El 70 por ciento de las más de 80.000 botellas que produce al año están destinadas a la exportación, sobre todo a Europa. En Inglaterra, su vino se vende en Marks & Spencer; en Sudáfrica, en la cadena de supermercados Woolworth; en Alemania está negociando también con una cadena de supermercados de bajo coste y en Estados Unidos se sirve vino M’hudi en los restaurantes de Disneylandia y en los vuelos de KLM, entre otros. Su Sauvignon Blanc ha llegado muy lejos, hasta la copa del presidente de los Estados Unidos: una magnífica gestión por parte de la importadora de Malmsey en Estados Unidos, que envió su historia a la Casa Blanca, resaltando paralelismos entre la vida de los Rangaka y la de los Obama. Desde entonces, muchos turistas estadounidenses se acercan a visitar la granja. Y en un reciente concurso internacional, el Sauvignon Blanc ganó una medalla de oro. A la propia Malmsey le fue otorgado hace dos años el premio ETEYA (Emerging Tourism Entrepreneur of the Year Award) para empresarios emergentes.
Ha invertido hasta la fecha alrededor de 660.000 euros. Dentro de dos o tres años pretende llegar al umbral del beneficio con M’hudi y comprar sus primeras barricas de roble propias, para instalar luego una bodega-boutique. Sabe que le queda un largo camino por delante, que aún tendrá que seguir invirtiendo más dinero y mucho trabajo. Pero como el personaje de la novela m’hudi, que gracias a su valor encuentra la felicidad y el amor, Malmsey Rangaka sigue hacia delante y vive su sueño.

Exportación de vino sudafricano desde 1993

año


1993
1994
1995
1996
1997
1998
1999
2000
2001
2002
2003
2004
2005
2006
2007
2008
2009
2010

millones
de litros

24,60
50,69
72,81
99,90
110,56
118,41
129,14
140,96
177,31
217,68
239,37
267,73
281,81
271,67
312,54
411,69
395,59
378,55

Tendencia



+ 106,09 %
+ 43,63 %
+ 37,21 %
+ 10,67 %
+ 7,10 %
+ 9,06 %
+ 9,15 %
+ 25,79 %
+ 22,77 %
+ 9,96 %
+ 11,85 %
+ 5,26 %
– 3,60 %
+ 15,04 %
+ 31,72 %
– 3,91 %
– 4,31 %

exportación


6,2 %
12 %
14,6 %
17,3 %
20,2 %
21,8 %
21,7 %
26,1 %
33,4 %
38,4 %
33,6 %
38,4 %
44,8 %
38,3 %
42,8 %
53,9 %
49,1 %
48,5 %

Sinergia bienvenida
La esperanza del turismo enológico

Pese a la buena evolución de la vinicultura en Sudáfrica, muchos vinicultores no pueden vivir solo de la venta de vino. Por ello, al igual que los Rangaka de la finca vinícola M’hudi
(www.mhudi.com) o los Kirchner de Druk My Niet
(www.dmnwines.co.za), muchas fincas alquilan habitaciones o saben aprovechar el turismo de algún otro modo. Gracias a su inventiva, los vinicultores comercializan sus productos organizando bodas entre los viñedos o visitas guiadas a las bodegas en las que los turistas aprenden todo lo que hay que saber acerca de la guarda del vino. Montan a caballo y hacen senderismo con sus clientes entre los majuelos y cuentan cosas interesantes sobre su flora y su fauna. Gestionan pequeños museos e incluso imprimen en las etiquetas de sus vinos las obras de artistas locales o una foto del perro de la finca, regocijo de los visitantes. O bien, como la finca Uva Mira (www.uvamira.co.za), que ofrece unas vistas impresionantes y fiestas de cata con mucho ambiente para celebrar la puesta de sol.
En Stellenbosch, Paarl, Franschhoek o Constantia hace ya tiempo que se ha desarrollado una floreciente industria turística alrededor del vino. Junto a hoteles-boutique, como el River Manor (www.rivermanor.co.za) en Stellenbosch, o antiguas y venerables casas como Grande Roche (www.granderoche.co.za) en Paarl, se han establecido muchos locales de vinos y restaurantes tan exclusivos como The Tasting Room en el Hotel Le Quartier Français (www.lqf.co.za), que desde 2005 hasta 2011 estuvo entre los mejores 50 del mundo en el ranking de «The World’s Best 50». “La industria del vino en Sudáfrica se ha convertido en un pilar importante del turismo”, asegura Theresa Bay-Müller, de South African Tourism. Por ello, el sector del vino y el turismo sudafricano en Ciudad del Cabo ha organizado en septiembre por vez primera la feria de turismo enológico Vindaba
(www.vindaba.com), al mismo tiempo que la feria de vinos Cape Wine (www.capewine2012.co.za). Está concebida como introducción a una estrategia común para el turismo.

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