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La Navidad me tiene loco

  • Redacción
  • 2014-12-03 10:52:59

Las fiestas navideñas traen, a partes iguales, deseos de paz, amor al prójimo, promesas imposibles, despilfarro, excesos en la mesa y un sinvivir por encima de nuestras posibilidades tanto económicas como de salud. Lo sé. Sé que me engaña con otro: con la crisis. Pero qué quieres que te diga, me tiene loco.

Texto: Manolo Saco

Según la crisis económica va echando raíces en nuestro mundo, el mercado invisible que nos gobierna se desespera por encontrar la fórmula mágica que nos permita escapar de la recesión y avanzar hacia la prosperidad, pagando menos a los trabajadores y logrando, al mismo tiempo, que consumamos más. Más que un círculo vicioso parece el sueño de los alquimistas en su intento de fabricar oro a partir de metales bastardos. Que ganemos menos y gastemos más. Es una teoría completamente idiota, pero el ser humano viene dando muestras de una capacidad infinita para creer en insensateces desde hace miles de años, por lo que el número de idiotas también se acerca peligrosamente al infinito.

Mientras tanto, ya que no nos pueden pagar con dinero, siguen recurriendo a la vieja fórmula infalible de pagarnos con cariño, hasta que caigamos rendidos a sus seductores pies. Es lo que tiene el amor, que te sume en un estado de ensimismamiento tal que piensas que la verruga peluda en la nariz de tu ser amado es simplemente un gracioso lunar. En el estado de enamoramiento, nuestra conciencia baja la guardia, y la razón se rinde ante los encantos de la fe.

Porque conoce bien el mecanismo de la seducción, el mercado invisible ha propalado la idea de que la Navidad es un compromiso colectivo con la felicidad. Y te enciende traidoras lucecitas de colores para iluminar con sus guiños las calles comerciales con un mes de antelación. Y ya tempranamente, en noviembre, desde las grandes superficies te ablanda el ánimo susurrándote por los altavoces ande ande ande la marimorena, que curiosamente rima con Nochebuena, y ya en agosto te vende lotería para el Gordo de Navidad en el chiringuito de la playa, y te recuerda desde la televisión el poder de la elegancia social del regalo y los grandes festines de langostinos momificados que nos esperan como ayuda terapéutica para olvidar momentáneamente que cada día somos más pobres.

Pero siempre hay alguien de guardia, vigilante de la playa de nuestros bolsillos, que sabe mantener la cabeza fría, por muy enamorado que esté. Es el que, año tras año, te recuerda desde todos los medios de comunicación que debes permanecer alerta a las palabras seductoras y engañosas del mercado, porque hay alimentos que en las fiestas navideñas multiplican por dos o tres su precio normal, aprovechándose de que somos animales de costumbres, capaces de mantener tercamente nuestras caras tradiciones aun en los tiempos de penuria. Y tú esperas que alguien así, con el espíritu tan bien templado, te aconseje para la cena de Nochebuena, por ejemplo, un par de huevos fritos con bacon, coronados con unas brillantes piedrecitas de sal Maldon en compañía de un alegre tintito de Monterrei. Todo ello al precio saludable del mes de marzo, sin peligrosos atracones que acaben convirtiendo la Nochebuena en una mala noche.

Pero esperas demasiado. Sin que, al día de hoy, la ciencia haya descubierto todavía por qué, lo que te aconseja el vigilante de guardia es que todas esas joyas gastronómicas que en noviembre estaban en plena sazón, mariscos y pescados tersos y fragantes, los entierres en hielo y los congeles (mal) en tu arcón congelador para poder darte el gusto de resucitarlos en las navidades, y darles un buen funeral en una mesa de fiesta iluminada con velitas rojas, como si fueses un mago que navega en la prosperidad. Porque la ilusión está por encima del paladar: la ilusión de haber sido más listo que el mercado. De no haberte dejado engañar por la conjura de los mercaderes unidos que te empujaban a gastar a lo loco, porque un día es un día.

Sumidos en la euforia navideña, damos cuenta de esos alimentos surgidos del frío, ligeramente quemados por el hielo, tenuemente correosos, de sospechosos aromas rancios, mirando tiernamente a la Navidad con ojos de enamorado listo al que no hay dios que le engañe.

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