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Sienta un turista a tu mesa

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  • Redacción
  • 2015-01-29 11:40:49

Dicen que un país se conoce sobre todo por su gastronomía. El souvenir que guardará de forma imborrable el turista será su experiencia gastronómica. En la mayoría de los casos, las fotos no volverá a verlas. Así que debemos impedir que siga pensando que los gatos que le hemos cocinado son liebres suculentas.

Texto: Manolo Saco

 

España es el tercer destino turístico del mundo, después de Estados Unidos y Francia. Pero con una población mucho menor, lo que se traduce en que tocamos a casi dos turistas por habitante. Por decirlo de otra manera: dos de cada tres personas que pisan nuestras calles, bares, restaurantes, chiringuitos, playas e iglesias (de esto último no estoy muy seguro) son una parte sustancial de nuestra industria turística, la que, por encima de las demás industrias, nos da mejor de comer. ¿Y nosotros qué les damos de comer a ellos?

No es una pregunta retórica. Literalmente, ¿qué les damos de comer en pago a su gentileza de habernos elegido para compartir sus vacaciones con nosotros y dejarse aquí sus buenos dineros?

En principio, hasta que no me conocen personalmente a mí, para ellos nuestra dieta mediterránea es uno de los principales atractivos de España. Les ofrecemos la posibilidad de comer y beber, a precios razonables, manjares de una calidad soberbia, el oro líquido del aceite de oliva, vinos plenos de sol y perfume procedentes de todos los varietales imaginables, pescados y mariscos a la altura de los ricos japoneses, una huerta que rebosa de vitaminas y colores, un jamón de santo ibérico, que no está en los altares por lo cerdo que es, o una forma de restauración made in Spain, la tapa, un tentempié imaginativo, sabroso, económico, que aplaca el hambre a la carrera entre visita a la catedral y corrida de toros. Todo eso, en principio.

Así que, decidido a hacer periodismo de investigación por primera vez en mi vida, me embarqué a conocer lo dura que puede ser la vida de turista. Y para ello, no hay nada mejor que ponerse en su piel. Eso es lo que hice yo hace un par de meses en uno de los lugares turísticos por excelencia, en Puerto Sóller, en Mallorca, un puerto de mar donde innumerables yates de lujo se marean al ritmo de la tramontana y donde cientos de camareros te marean a ti con su oferta insistente a las puertas de sus templos gastronómicos. Es puerto de mar. Luego tiene que haber pescados y mariscos frescos. El mar está al borde de la terraza, a tiro de caña o de red, mucho más cerca que de Madrid o Cáceres. La calidad, la frescura y el precio deberían estar garantizados. Por lo menos se evitan la fatiga del viaje.

Y sin embargo (malditos sin embargos) entré con ilusión en un restaurante que decía ofrecer lo más fino y sugerente de la mar salada, con terracita soleada y camarero con varios idiomas de desparpajo, y salí con un estómago que dejó de hablarme en un par de días, de puro cabreo.

¿Ustedes imaginan comer en Villaconejos un melón con sabor a botica, un ajo mohoso en Las Pedroñeras, un jamón cadavérico en Montánchez o unos percebes flácidos y chiclosos en Cedeira? ¿Se imaginan ahora esperar sentados con ansiedad indisimulada por unas gambas rojas del mar cercano o un lenguado que debería estar saltando en la sartén, tal como nos había prometido el camarero, y ser víctima del tocomocho gastronómico? Si en Villaconejos, Las Pedroñeras, Montánchez o Cedeira miman y presumen de sus productos emblemáticos, ¿por qué en un lugar turístico bañado por el mar pretenden hacer pasar, sin pestañear, unos vulgares langostinos por suculentas gambas rojas o un pescado achicharrado, de forma, porte y sabor inenarrables, por un lenguado? Y más difícil todavía: ¿cómo pueden confundir a un tipo como yo, bajito, cejijunto, de un moreno agitanado, con un guiri ruso que no ha visto una gamba roja o un lenguado de lomo rollizo en su vida?

Eso sí, todo este disparate a un precio de percebes de Cedeira, regados con cerveza, no más, ¡porque los vinos -eterno dilema- multiplicaban por tres sus precios en bodega! Ni me atreví a investigar si estaban frescos, o si en una bodega mal acondicionada habían pasado al sospechoso estado de falso lenguado.

Visto lo visto, los guiris, nuestra industria más querida, son, en verdad, unos santos. Ignorantes, pero más santos que el cerdo ibérico. Juro que nunca más volveré a hacer chascarrillos irrespetuosos sobre ellos. ¡Con lo duro que es el trabajo de turista!

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