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Goethe, la pasión por la vida y el vino (I)

  • Redacción
  • 2006-02-01 00:00:00

Goethe (1749-1832) es uno de estas figuras históricas cuya versatilidad desborda cualquier encasillamiento fácil. Música, arte, anatomía, química, mineralogía, geología, osteología y, sin duda, centro indiscutible de la literatura alemana, Goethe representa una nueva concepción de las relaciones de la humanidad con la naturaleza, la historia y la sociedad. Su obra refleja un conocimiento de la individualidad humana en lo que ésta tiene de menos variable. Amante fiel de la vida en toda su plenitud, pero también fiel a su trabajo: cuando se prometió con Lili Schönemann, hija de un rico banquero, la abandona porque los círculos elegantes en los que ella se movía le parecieron restrictivos para su creatividad; aunque, cuando de pasión se trataba, no se arredraba lo más mínimo: se ganó la enemistad de algunos círculos de la Corte por llevarse a vivir con él a una joven, Christiane Vulpius, que en 1789 le dio un hijo. Y en su juventud, cuando estudiaba Derecho en Leipzig, sintió un amor profundo por la hija de un comerciante de vinos en cuya taberna solía cenar todos los días. Quizás en esta taberna se inició su amor al vino. El vino en Goethe se eleva a unas cimas culturales como pocas veces lo ha hecho: «¡Qué diferente es el efecto de este signo sobre mí! Tú, Espíritu de la Tierra, me resultas más cercano. Siento que mis fuerzas aumentan, ardo como si hubiera bebido un vino nuevo; siento valor para aventurarme por el mundo, para afrontar el dolor y la fortuna que me reporte la tierra, para adentrarme en la tempestad y no temer el crujido de la nave al zozobrar». Mefistófeles es implacable en lo que al vino se refiere: «Alzaría mi copa para honrar la libertad, si vuestro vino fuera más bueno». Y Frosch necesita la abundancia para poder tener un buen raciocinio: «Procuradnos un buen trago y os alabaremos. Pero no nos deis catas muy pequeñas, que yo para juzgar necesito tener la boca llena». Mefistófeles, sabiendo el enorme poder que reside en el vino, lo utiliza como arma de seducción: «Frosch: Pero, ¿qué significa esto?, ¿tenéis varios vinos?/ Mefistófeles: ¡Ofrezco a cada cual su preferido!/ Altamayer: Ah, ¡ya empiezas a relamerte!/ Frosch: ¡Bien! Si tengo que elegir, prefiero tomar vino del Rin. La patria nos ofrece las mejores dádivas». Y Mefistófeles, como buen catador cosmopolita, le contesta: «No se puede estar evitando lo extranjero constantemente. A menudo, lo bueno se encuentra lejos de nosotros. Un auténtico alemán no soporta a un francés, pero bebe con gusto sus vinos». No existe nada comparable al vino en la naturaleza Mefistófeles, y por esto llega incluso a alcanzar la categoría de milagro: «La cepa tiene racimos,/ el macho cabrío cuernos;/ el vino es jugoso, la cepa leñosa,/ la mesa de madera da también vino./ Mirad la naturaleza./ Creed, esto es un milagro./ Quitad los tapones y disfrutad.» Y cuando comienza la decadencia del vino, también comienza la decadencia del mundo: Mefistófeles (que de repente parece muy viejo): «Veo que están preparados para el Juicio Final. Como es el último día que escalo el monte de las brujas y, puesto que de mi barril sólo mana vino turbio, me parece que el mundo también está tocando fondo.»

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