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Club del Gourmet: La irresistible tentación de la gula

  • Redacción
  • 2002-04-01 00:00:00

Créeme, te lo aseguro, no lo hice por frustración ni por ansiedad, lo hice ni más ni menos que por pura gula. Sí, claro, era la víspera del día del padre, además yo sé que la fiesta no es un invento de El Corte Inglés sino de una tal Sonora Smart, una huérfana de madre empeñada en homenajear a su padre amantísimo que había sacado adelante una numerosa familia allá en Minessota. Sí, claro, sabía que al día siguiente no estaría abierta la tienda, ni ninguna otra, y que tenía que encerrarme a trabajar en soledad y lejos de cualquier espíritu festivo, pero todo eso no viene al caso. Fue simplemente gula, una irresistible tentación. Estaba allí, en la vitrina fría de las golosinas, al lado de las nuevas frutas de estación. Pasé por alto un descomunal melón murciano piel de sapo, una primicia, y la mirada se quedó prendida en aquel armario frío y transparente. No recordaba haberlo visto antes, quizá llegó sólo para la fiesta del día siguiente, no pregunté, ni siquiera pensé, solo tenía ojos para un delicado monumento del estante superior. Allí, justo a la altura de mis ojos, un sembrado de brillantes frambuesas aterciopeladas sobre una compacta, rotunda, base oscura sostenía una etérea, milagrosa teja que parecía viva, volátil. El conjunto era una una escultura prodigiosa, un homenaje al eterno y exótico amargor del cacao y a la cultura y la civilización centroeuropea donde se bate el mejor chocolate. Y más aún, era un canto a la deseada, a la efímera primavera, al campo en su momento excelso, al paseo mágico salpicado de caprichosos puntos rojos, las fresas de bosque, las frambuesas de monte.

Mi fiesta particular. Descubriría después que el brillo era un manto de extracto de manzana, y que, bajo las frutas, una capa de crema suavizaba cada bocado, uno, otro, y aún aquella suavidad de cordón de seda invitaba a más. No fue tristeza por la no fiesta. Fue gula, un placer solitario y libre, sin reservas, sin cortapisas.
No inauguré ninguno de los otros caprichos, ni esta Mi Conserva navarra de avestruz en salsa Roquefort, ni la brandada de bacalao llegado de Sete que tiene una pinta estupenda a través del tarro de cristal, ni el nuevo bonito en aceite de oliva virgen que el Club ha elaborado con su propia marca, ni las zamburiñas de Cambados, tan recién pescadas que aún vienen en la roja red. No hubo razón, ni tentación, ni capacidad para una mínima tapita. Sólo una copa de Pedro Ximénez Garvey Sacristía, una gota de Lustau y un brindis íntimo con Millesimé Juvé i Camps.

Maravillosa dieta. No sé donde he leído que, por esos misterios de la genética, un banquete desenfrenado de chocolate puede producir algo como un acné adolescente en la barbilla de las mujeres o como una alergia respiratoria en los hombres. Yo lo tuve todo. Todavía no puedo evitar una sonrisa cuando me miro la cara al espejo. Y tampoco cuando me miro este perfil casi plano. La dieta depurativa de sirope de arce ha hecho maravillas. Descubrí la canaca de Sirope Orgánico Vermont en el estante de los panqueques, y recordé la limpieza ritual de los indios canadienses que se está imponiendo entre los urbanitas. El jugo, la savia de esos árboles, arces azucareros, se transforma en una melaza vegetal, un concentrado de energía, minerales y vitaminas. Basta diluirlo en agua, añadir zumo de limón y una pizca de cayena para preparar un refresco rico en sabor, pobre en calorías y capaz de limpiar el organismo, de hacer relucir la piel, eliminar algunas toxinas y disolver algún michelín.
La dieta y las mínimas vacaciones me han puesto en forma para el nuevo trimestre. Ahora sí, estrenaré caprichos como las cebollas rellenas de bonito asturiano, Remo, y vuelvo a los desayunos con tostadas de aceite. El ánfora de García de la Cruz de Madridejos no es sólo un recipiente espectacular, sino que contiene sabroso y fino aceite toledano. Otra sabrosa limpieza.

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