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Lucrecio y el vino

  • Redacción
  • 2003-05-01 00:00:00

No siempre los autores que pensamos van a constituir un vivero de opiniones abundantes en torno al vino resultan interesantes. Es el caso de Lucrecio, un autor parco en obra, pero que sólo con su «De rerum natura» se alza majestuoso en la literatura. Todo un gran poema filosófico (y ya sabemos que Platón desterraba a cualquier clase de poeta) en el que se expone bellísimamente la filosofía de Epicuro. No cabría, pues, en un epicúreo, el más mínimo titubeo acerca de las excelencias del vino. Pero la cuestión no es tan sencilla porque, en el fondo, el epicúreo y el estoico no se diferencian demasiado (baste recordar el espíritu estoico con el que Epicuro soportó su doloroso final). «Pero nada hay más grato que ser dueño/De los templos excelsos, guarnecidos/Por el saber tranquilo de los sabios,/Desde do puedas distinguir a otros/Y ver cómo confusos se extravían/Y buscan el camino de la vida». Alguien con semejante declaración de principios tiene que esconder, en sus entresijos teóricos, un fuerte componente vinícola. Este texto nos da una muestra: «La luz, acaso, de átomos más finos/Que los que forman a las aguas bellas/Se cuela en un instante por el filtro/El vino, y el aceite gota a gota;/Porque éste se compone de principios/Más densos, más unidos y enlazados,/Con tanta prontitud no se separa,/Pasando lentamente por el filtro». Vino y aceite, tan unidos históricamente, toman protagonismo como ejemplos del núcleo de su teoría. El poder del vino, por la composición geométrica de sus átomos, produce estos efectos: «Este licor ardiente, ha poseído/Un hombre penetrando por sus venas,/Y su ardor escondió metido en ellas,/Están sus miembros graves y pesados,/Sus pies entorpecidos tartalean,/La lengua torpe, y embriagada el alma,/Fluctuantes los ojos, gritos, llantos/Del vino, pues, la fuerte violencia/Ataca el alma en nuestro mismo cuerpo./Luego si puede una cualquier substancia/Perturbarse embargada, es necesario/Que de inmortalidad esté privada,/Y que perezca, hallándose ella expuesta/A una causa más fuerte irresistible». Por esto la fuerza telúrica del vino rompe los cánones de la composición geométrica atómica del hombre: «Golpe de muerte da el olor del vino/A aquel hombre que tiene consumidos/Todos sus miembros en la ardiente fiebre». Y estas características naturales tan peculiares del vino le convierten en un fenómeno que anuda el eros y el thanatos: «Abrirse paso al paladar, rompiendo/Los órganos del gusto con su entrada./El placer y el dolor, últimamente,/Nacen de la figura diferente/De sus principios; ni el rechino ingrato/De la estridente sierra te figures/Que elementos le engendran y producen/Tan finos como son las consonancias/De cítara armoniosa, que despiertan/Los dedos de los músicos expertos».

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