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Belleza y vida cotidiana en los vasos griegos

  • Redacción
  • 1999-12-01 00:00:00

Se cuenta de John Keats que permaneció un día entero en pleno arrobamiento ante un vaso griego, hasta que su “éxtasis salvaje” y su “loca búsqueda” hicieron florecer en su alma encendida una oda más grande que cualquier urna griega. No nos cabe la menor duda de que aquellos vasos griegos, alguno de ellos todavía conservado, debían tener ese halo de belleza que impregna todas las producciones artísticas griegas, pero también reflejaban maneras muy precisas de entender la vida. Así, la primera copa moldeada por un griego tenía la forma del seno de Helena, modelo de una belleza carnal y símbolo del primer beber humano; belleza y vida exultante se unen en ese primer modelo de copa griega para ya, desde el principio, dar un canon de arte y vida.
Pero en una primera época, nos topamos con enormes vasijas sin pretensión alguna de belleza, simples contenedores cuyo único fin era guardar el vino. La esplendorosa eclosión de la cerámica fina, en torno al siglo VII, surge con el nacimiento de la cultura (en el sentido fuerte que tiene esta palabra: arte, poesía, ciencia, filosofía, etc.) y también con unas formas de vida también culturales, entre las que se incluye el beber de “otra forma”. Será en esa época cuando Mileto inunde los mercados con sus vasos rojos, Samos con los suyos de alabastro, Lesbos, Rodas... y Naucratis con su fino y traslúcido vidrio. Y todas estas variedades de vasos inundaron los puertos del Mediterráneo y llegaron hasta las regiones interiores de Rusia, Italia y la Galia. Si existía esta exuberante producción de vasos, no es difícil deducir que el buen beber, el placer artístico y cultural del beber empezaba a cobrar fuerza y relevancia. Un beber que está ya impregnado de arte: interesa tanto el continente como el contenido. No es de extrañar que hacia el año 550, los maestros del Cerámico (arrabal de los alfareros en Atenas) se impongan con sus vasos de figuras negras, y se hagan dueños de los mercados del Mar Negro, Chipre, Egipto, Etruria y España. Han desaparecido casi todas estas obras y apenas son sino meros nombres, pero queda el orgullo y la satisfacción del alfarero que ve cómo la belleza cobra forma y cristaliza, a través de sus manos, la obra bien hecha que cumple una función. Por esto se leen frases inscritas en un vaso como ésta: “Nicóstenes me hizo”. Por eso el barro recibe infinidad de formas, en las que se entretejen belleza y utilidad, en un apareamiento perfecto cuyo fin último es el acto de beber. Un acto humano que busca su fuente de inspiración en temas y formas con figuras humanas que, en el último cuarto del siglo VI, el ceramista ateniense dibuja con un punto muy fino y completa con un mayor detalle mediante el empleo de una pluma; unos detalles en los que afloran sentimientos profundos: Aquiles, en un vaso bellísimo, atribuido a Sosias, aparece vendando el brazo herido de Patroclo, y un silencioso dolor comprimido del joven guerrero inunda la escena con emotiva fuerza expresiva.
Y es que el arte griego no es algo separado de la vida sino subordinado a ella. Un arte que empieza en el mismo hogar y se refleja en los actos cotidianos. Y qué acto más entrañable y significativo que el de beber. Un beber que, a la vez de acto personal, se convierte en motivo iniciático del diálogo, hasta el punto de que los clubs de bebedores llegaron a convertirse en instrumentos de poder político de gran importancia. También el beber se unía a la política en sus mismos orígenes. Carlos Iglesias

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