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Retazos vinícolas del sur español

  • Redacción
  • 2001-01-01 00:00:00

Ciudad donde “latía el corazón del mundo”, ha dejado escrito Braudel a propósito de la Sevilla del siglo XVI. Una ciudad con más de cien mil habitantes, en la que uno se puede imaginar aquella “Gran Babilonia de España” que, al decir de Fernando Herrera, “no ciudad, eres orbe”.
Grandiosa y rebosante de vida por doquier, pululaban por aquella Sevilla gentes de las nacionalidades más diversas; “mapa de todas las naciones” en fiel retrato verbal de Góngora. Un elenco humano que lleva a nuestra aguerrida Santa Teresa, tan poco dada al desfallecimiento, a confesar que “nunca me vi más pusilánime y cobarde en mi vida que allí me hallé”, y al que no es ajeno el mismo Cervantes cuando nos dice que “no quería ni debía ir a Sevilla”.
Exponente modélico, en fin, de la pujanza en su día de muchas tierras de nuestro Sur. Pensemos en pequeños detalles (que en otro artículo enmarcamos de manera más genérica) para barruntar, y no insistir siempre en el manido ‘oro’ americano, las posibilidades que tuvo (y que luego muchas, casi todas, se perdieron).
Y con protagonismo destacado nos aparece el vino en momentos trascendentales, tanto económicos como individuales.
A Sevilla llega el rey Fernando el Católico, acompañado de su segunda y fogosa esposa, Germana de Foix, con diecisiete ardientes años, y un Fernando dispuesto y deseoso de llevar a cabo una preñez forzada para su estado físico. Pero, aquí aparecen la ingestión de testículos de toro, regados con el buen vino que corría por Sevilla a raudales. Lope nos deja constancia de este hecho en todas las ocasiones: “El concejo/ tiene costumbre de dar/ a la gente del lugar/ pan y queso y vino añejo”.
En Sevilla proliferan las casas de gula, que así se denominaban los nada escasos restaurantes, bien pertrechados de exquisiteces culinarias, como las berenjenas con queso o peces del Guadalquivir, donde se encuentran productos del Aljarafe, de los jardines musulmanes que abastecen a la ciudad con productos de primera calidad: verduras, frutas... y sobre todo alumbran los excelentes y mimados vinos de los árabes que quedaron grabados con fuego en todos los paladares de la época.
No es de extrañar que el curioso y extravagante viajero Diego de Cuelbis lo primero por lo que pregunte nada más llegar a la ciudad sea por el precio de los vinos. Era tal la importancia del vino que ya desde el año 1413, por medio de una disposición del rey Don Enrique, se controlaba la entrada del vino en la ciudad, orden que será derrocada en 1509 para que los cargadores de Indias pudieran traer vino de todas las partes y enviarlo a América, pero siempre que lo almacenaran fuera de la muralla; un hecho de gran importancia, porque a partir de esta fecha la ciudad se abasteció de todos los mejores vinos que pudieran existir en aquella época, sin reparar para nada en el precio.
Tirso de Molina, tan comedido él en todo, no deja de exclamar: “Caridad de queso y pan,/ Y de aquella agua bendita/ ¿Agua, dije? Afrenta fué/ De aquel licor de Noé/ Que tantos dolores quita.”
Carlos Iglesias

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