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In Vino Veritas (I)

  • Redacción
  • 2001-09-01 00:00:00

Ya cerramos el curso, como quien dice, y después de unos cuantos artículos a uno le sobrecoge un cierto pavor de autodisciplina crítica hacia lo que estás haciendo. Porque ¿existe realmente tal masa de interpretaciones sobre el vino? Pues, sí, parece, en efecto, que existe, y mucho más.
Por esto hemos decidido una prueba de fuego teórica fuerte. Ayuntar el vino con una de nuestras grandes palabras occidentales: la verdad, palabra sacralizada que recorre, penetra y se incrusta, por doquier, en los intersticios más sutiles y a la vez vulgares de nuestras vidas y de nuestra historia. No es un capricho, ni una idea genial nuestra. Esta unión la conocemos ya desde Teócrito, y ambas palabras recorren un largo camino, unidas y en estrecha convivencia.
¿Cuál pudo ser la génesis de esta ayuntación? En principio, el monema verdad se nos aferra, en numerosos contextos semánticos, a nuestra esfera corporal, al cuidado de nuestro cuerpo. De aquí que no resulte nada extraño que los primeros enólogos hayan sido los médicos, como subraya J. André: “fueron los médicos los que clasificaron los vinos y determinaron sus propiedades, sus cualidades y sus defectos”. Erasístrato, médico discípulo de Chrysipo, recomendaba el vino de Lesbos, Thasos y Chios, y otros, para curar ciertas enfermedades. O Asclepíades que eleva las virtudes del vino por encima de las propias de los dioses, primero en elaborar una lista de vinos bien estructurada para acercarse al vino con cierto conocimiento previo, logrando, de este modo, situar al vino en la esfera del conocimiento. Y Galeno que recomienda el vino como uno de los factores determinantes en la curación de numerosas enfermedades.
Así pues, la verdad asomada a las puertas de la vida, de la salud, se asocia al vino como un elemento primordial que brota y renace cada año del triunfo más genuino de la tierra. El vino es verdad, triunfo (y por ello no debe extrañar que la misma etimología de esta palabra nos remita directamente al himno propio de Dionisio: triamfos), el triunfo de la victoria, la vida, frente a la derrota, la muerte. T. Livio nos lo plasma de la manera más bella y plástica que existe: en uno de sus conocidos pasajes, durante un combate entre romanos y samnitas, cerca de Aquilonia, un cónsul, en el pleno fragor de la batalla, dedica un vasito de vino a los dioses para poder triunfar. El vino como símbolo de prestigio: un hecho de tan alto valor y tanta importancia como el mismo hecho de dedicar un templo a los dioses.
Y ahí tenemos la ceguera de Polifemo, donde el Cíclope, al final de un rosario de acontecimientos, nos presenta el vino como protagonista principal. En el libro IX, Odiseo se dirige a la gruta, y consigo lleva un odre lleno de un vino especial (“de la crátera emanaba un dulce aroma, divino”), que había sido donado por un sacerdote de Apolo, Merón. Eran doce ánforas de vino rojo, ardiente, de carácter divino, que se ofrecerían a Polifemo para adormecerlo.
Aquí el vino se nos muestra en toda su grandeza simbólica, con toda su carga de ambivalencia significativa. Bien usado conduce a la victoria, a la derrota de Polifemo, y a éste, por su mal uso, le conduce a la ruina. Muerte y vida, unidas, conjugadas en su aspecto más cruel y feliz. Caras diferentes de una misma moneda, inseparables una de la otra a lo largo de toda la historia.
Pero no es un simple ejemplo. Existen muchos, ejemplares y deslumbrantes, henchidos de esclarecedora belleza.
Carlos Iglesias

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