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Bebida y alimento.

  • Redacción
  • 2004-01-01 00:00:00

No resulta desapropiado terminar o empezar, según se mire, el año con una escena muy semejante a la de artículos anteriores; aunque, en esta ocasión, con un elemento nuevo: la comida. ¡Y qué comida! Y es que J. Steen (otro holandés del s. XVII), con muchos cientos de obras conservadas a su espalda, es todo un compendio de historia social, que nos regala, en sus pinturas, situaciones, gestos, momentos de la vida cotidiana que nos hacen sumergirnos en aquellas formas de vivir y formar parte del propio cuadro. Sin embargo, lo más significativo, lo que más atrae mi atención es que esta serie de cuadros que estamos comentando, resquebrajan, al menos en parte, toda una pléyade de juicios generalistas sobre la situación de las mujeres. Y un gran número de cuadros de Steen nos atestiguan esta aserción con implacable rotundidad, y con una frescura plástica envidiable. Quizás lo más cómodo sería atenerse al gran santón de moda, Rousseau, y plegarse en devoción pía ante estas palabras de su Emilio: “Una mujer sabia es un castigo para su esposo, sus hijos, sus criados, para todo el mundo. Desde la elevada estatura de su genio, desprecia todos los deberes femeninos, y está siempre intentando hacerse a sí misma un hombre”. No sabía aún Steen de las sutilezas del ilustre ginebrino. Él nos sitúa ante una mujer, sin duda sabia, unas espléndidas ostras en una no menos espléndida bandeja y con su apropiado cuchillo para la ocasión; y, a su derecha, una copa de vino blanco que acompañará, en perfecta armonía, a las ostras. Ella está sola, vestida de elegante forma, y nos mira, ligeramente inclinada, con unos ojos henchidos de plena satisfacción carnal, que la posición de sus dedos nos transmiten también con perfecta nitidez. Los dos personajes del fondo nos dan a entender que este no va a ser el último plato. Su autonomía, como persona, parece estar más allá de toda duda. No hay signo alguno que denote “querer imitar un hombre”. La venalidad de su cuerpo revierte sobre sí misma; ya no es un cuerpo femenino cuya función resida en ser un medio de acceder a lo religioso; las diversas formas de manipulación del cuerpo han perdido su fin religioso. Ahora lo sagrado no está en hacer morir de hambre al cuerpo sumiso, sino en gratificarlo y plasmar en él los fines mismos de nuestra existencia mediante, por ejemplo, estas ostras. A partir de este momento sería muy poco creíble que alguien, como la beguina vienesa Agnes Blannbekin, tratase de acoger el prepucio de Cristo en su boca y, al probarlo, que lo encontrase tan dulce como la miel (y sucesos como éste abundan en los libros de Revelaciones de mujeres, un género literario de finales de finales del siglo XIV y principios del siglo XV). Ahora la devoción corporal de esta mujer está anclada en raíces terrenales; ostras y vino constituyen la experiencia somático-espiritual que genera, en la vida de esta mujer, una profunda tranquilidad. Ella no necesita, ya, de ese “esposo divino” porque la exuberancia de sus sentidos se ha replegado en todos los miembros de su cuerpo, y éste ha recuperado su seguridad como receptor de ese abigarrado y maravilloso mundo de los placeres gastronómicos. El yo interior y el yo orgánico se funden en perfecta armonía. Un nuevo sistema simbólico, cuyo centro gravitatorio y desciframiento estarán en el código corporal. La razón de sentarse a la mesa de la vida se ve abocada a justificarse en la bebida y el alimento inmortales. C

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