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El sonrojo de la vida

  • Redacción
  • 2004-10-01 00:00:00

Si en 1362 Petrarca no hubiera impedido a Boccacio quemar el Decamerón (un monje, desde el lecho de muerte, se lo había pedido), hoy no podríamos gozar con esa buena mesura de prosa vital y elegante que nos conduce con entusiasmo por los senderos del más refinado de los erotismos literarios; de esa prosa “burguesa” ya asentada en todo su esplendor, apta tanto para las mujeres (“escritte per cacciar la malinconia delle femmine”, en palabras de Boccacio) como para todas las clases sociales de lectores. Las más de siete mil ilustraciones de manuscritos (el primer manuscrito ilustrado contiene catorce ilustraciones del propio Boccacio), muchos cientos de retratos de su autor y más de un centenar de obras de arte, entre la Edad Media y el Renacimiento, atestiguan el vigor y la riqueza de esta obra que extendió por doquier. Y no deja de ser significativo que sea el año 1348, diezmada Florencia por la gran peste, cuando Boccacio empieza a escribir su obra. Después de esta tragedia surge con ímpetu una renovada alegría de vivir. Siete damas nobles y tres jóvenes se refugian en el campo, y cada uno de ellos relata diez historias a lo largo de diez jornadas. Boccacio nos ofrece un retablo de la “Comedia humana”, en “lingua vulgare”, que retrata la nueva forma de vida que se estaba gestando. E igual que la lectura de sus historias, según Boccacio, “a veces hacía sonrojar un poco a las damas y a veces las hacía reír”, también el vino aporta ese sonrojo a la vida que la hace más llevadera, porque como dice uno de sus personajes: “tal vez con el vino o por la alegría de la abundancia calentado, había llegado a decir un día a la compañía con quien estaba que tenía un vino tan bueno que de él bebería Cristo”. El propio Cristo aviene incluso a probar “La” obra humana por excelencia. El vino se utiliza como elemento catalizador de las grandes ocasiones: “Habiendo sido la conversación larga y el calor grande, hizo ella venir vino de Grecia y dulces e hizo dar de beber a Andreuccio”. Y está presente siempre en los desenlaces amorosos: “Por último, partiendo los convidados, solo con la señora entró en su alcoba; la cual, más caliente por el vino que templada por la honestidad, como si Pericón hubiese sido una de sus mujeres, sin ninguna contención de vergüenza desnudándose en presencia de él, se metió en la cama”. La vida exultante siempre tiene el fiel acompañante del vino, y la naturaleza pastoril cede su paso a una naturaleza culturizada en la que, por supuesto, no falta el vino: “En su cima había una villa... con bodegas llenas de preciosos vinos: cosas más apropiadas para los bebedores consumados que para las sobrias y honradas mujeres”. Si Boccacio inaugura la novela moderna es porque el tratamiento de sus elementos constitutivos también es moderno.

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