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Hemingway y sus pasiones

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  • Laura López Altares
  • 2021-09-29 00:00:00

El impetuoso escritor y periodista estadounidense, que vivió con una intensidad casi febril, encontró en España y sus vinos una poderosa fuente de inspiración que inmortalizaría en algunas de sus obras más memorables. 


Tenía un don maldito, o quizás una bella maldición: Hemingway solo sabía vivir si era hasta el incendio. Aquel hombre de pasiones exaltadas pasó a la historia por su prosa desnuda y certera, brillante; pero también por su magnetismo, por su carácter excesivo y pendenciero y por una adicción febril a la adrenalina. Aprovechó intensamente cada minuto de su vida –hasta que decidió quitársela con su escopeta de caza–, y se arrepintió de una sola cosa: "Lo único que lamento en la vida es no haber bebido más vino", confesaría aquel genio temerario.
Muchos lo consideran el Byron norteamericano, un rebelde que encontró refugio en las emociones más primitivas y en la tumultuosa arena, siempre la arena –la de las plazas de toros, la de las trincheras–. Esa encendida fascinación por la violencia lo condujo a algunos de los grandes conflictos bélicos del siglo XX, entre ellos la Primera Guerra Mundial –donde fue herido gravemente en una pierna por un mortero austrohúngaro–, la Guerra Civil Española –su labor como corresponsal fue titánica, y nunca escondió su afinidad por la causa republicana– o la Segunda Guerra Mundial –incluso acompañó a las tropas aliadas durante el Día D y la liberación de París–.
Entre el polvo y las balas halló el combustible para escribir algunas de las grandes novelas de la historia de la literatura, entre ellas Adiós a las Armas o Por quién doblan las campanas ("Por eso no quieras saber nunca por quién doblan las campanas; ¡están doblando por ti...!"); pero también en los sensuales placeres que disfrutó durante los (otros) locos años 20: "Comiendo las ostras con su fuerte sabor a mar y su deje metálico que el vino blanco fresco limpiaba, dejando sólo el sabor a mar y la pulpa sabrosa, y bebiendo el frío líquido de cada concha y perdiéndolo en el neto sabor del vino, dejé atrás la sensación de vacío y empecé a ser feliz y a hacer planes", relataría en París era una fiesta (su autobiografía, publicada de forma póstuma en 1964).
Como recoge de forma maravillosa y disparatada Woody Allen en Midnight in Paris, Ernest Hemingway compartió generación perdida y fiestas muy terrenales en la ciudad de la luz con otros ilustres escritores y amigos como Gertrude Stein o F. Scott Fitzgerald.
Cuenta Pedro Escobar en Los buenos vinos en la Historia que Hemingway descubrió "la gloria de los vinos italianos y su simbolismo dentro de la religión católica" durante su convalecencia en Milán, donde se convirtió al catolicismo... y en un leal devoto de la bebida de los dioses. De hecho, en Muerte en la tarde –dedicado al "arte del riesgo" que veía en el toreo– lo definió como una fuente indefinida de placer: "El vino es una de las cosas más civilizadas del mundo y uno de los productos de la Naturaleza que han sido elevados a un nivel mayor de perfección. Entre todos los placeres puramente sensoriales que pueden pagarse con dinero, el que proporciona el vino, el placer de saborearlo y el placer de apreciarlo, ocupa quizá el grado más alto. El conocimiento del vino y la educación del paladar pueden ser fuente de grandes alegrías durante una vida entera. A medida que el paladar se educa, crece su capacidad de apreciación, y el deleite de saborear y conocer el vino no deja de aumentar...".
El vehemente escritor y periodista (ganador del Premio Pulitzer por El viejo y el mar y del Premio Nobel de Literatura) hizo de España su segunda patria, a la que consideraba "el mejor país de todos, increíblemente duro y hermoso", y pasó largas temporadas entre Tinta, sangre y vino. Así se tituló una exposición que conmemoró el 55º aniversario de su visita a las antiguas Bodegas Paternina a finales de septiembre de 1956, capturada para siempre en una histórica foto en los calaos: "Creemos que el lugar donde posaron Hemingway y su gran amigo Antonio Ordóñez es uno de los accesos a lo que hoy llamamos Calao de las Grandes Añadas. Este espacio, conocido durante épocas pasadas como la Capilla Sixtina de Rioja, es uno de los más asombrosos del entramado subterráneo de Bodegas Ollauri-Conde de los Andes", explican desde la bodega.
Durante aquel intenso viaje a Rioja hizo otra parada memorable en Bodegas Franco-Españolas, que ya contaban con más de medio siglo de historia: "Hemingway cató nuestras estrellas en aquel momento: el Diamante, el Royal y el Rioja Bordón", recuerdan.
Los vinos españoles –especialmente los riojanos, protagonistas del final de aquella Fiesta en el restaurante Casa Botín–, se convirtieron en poderosa inspiración para la obra de un hombre que fue capaz de renunciar a uno de sus mayores vicios, el tabaco, para oler realmente el vino y disfrutarlo con su voracidad inmortal. Esa que jamás fue derrotada (al igual que su leyenda).

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