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Alejandro Dumas, vino y letras

  • Laura López Altares
  • 2025-05-12 00:00:00

Inspirado por sus grandes pasiones terrenales, el escritor francés alumbró algunas de las obras más memorables de la literatura romántica, por las que desfilaron vinos festivos, vengadores, cómplices... y hasta envenenados.


Excesivo y magnético, Alejandro Dumas ha pasado a la historia como uno de los escritores más extraordinarios y prolíficos de todos los tiempos, pero también como un gourmet impenitente con un talento prodigioso para la cocina y una curiosidad voraz por la gastronomía y el vino.
De hecho, su última obra fue un imprescindible Diccionario de cocina en el que volcó con verdadero fervor sus memorias culinarias: "Para conocer bien el arte de la cocina, no hay nadie como los hombres de letras: habituados a todas las exquisiteces, saben apreciar mejor que nadie las de la mesa", defendía Dumas.
La turbulenta vida del autor francés, propia de los personajes más fascinantes de sus novelas históricas –el género literario que le hizo saltar a la fama desde las páginas de los periódicos del siglo XIX, donde los lectores las devoraban por entregas–, estuvo marcada por los placeres terrenales; tanto que acabó dilapidando su fortuna, con la que había mandado construir su propio teatro –el Théâtre Historique– e incluso un  impresionante castillo, el château de Monte-Cristo.
Nieto del maître del duque de Orleans e hijo de Thomas-Alexandre Dumas, el primer general mulato de un ejército occidental –al que apodaron el Conde Negro–, nunca olvidó la heroica figura de su padre (a pesar de que tenía cuatro años cuando murió, le dedicó las primeras 200 páginas de sus memorias, en las que cuenta cómo cogió una escopeta para ir al cielo a vengarse de Dios "por haber matado a papá"), que se desliza entre las páginas de sus obras más memorables: El Conde de Montecristo y Los tres mosqueteros.
Al igual que lo hacen la gastronomía y el vino, dos pasiones a las que reservó un papel protagónico en sus adictivas historias (se dice que todas ellas tenían algo de autobiográficas): como ese vino español "tan bueno" que bebía Athos cada noche –"Acuérdate siempre de esto: nunca tengo las ideas más claras que con el vino", afirmaba el leal y atormentado mosquetero–; el envenenado por la pérfida Milady –"Estoy harto de tener que temer, cuando bebo bebidas frías, que el vino salga de la bodega de Milady", contestaba D’Artagnan a un Athos inspirado por el Chambertin– o el preferido de D’Artagnan, el de Beaugency (en el valle del Loira).  
Como explica Frédéric Duhart en el capítulo de Vinos de América y de Europa dedicado al vino en la literatura de Dumas –escrito junto a Pablo Lacoste–, "el vino está en el escenario. Dumas lo incluye dentro del conjunto de elementos materiales que quiere exhibir llenos de sensualidad, con sus colores, sabores y olores, de modo tal de crear una atmósfera intensa, en la que el lector se ve envuelto (...). El tema del vino es recurrente en las acciones que Dumas presenta. Escribe sobre los usos y costumbres de los franceses, en la mayor parte del tiempo. Y esos franceses deben actuar como tales, lo cual incluye el contacto permanente con el vino".
Vino de Burdeos, Champagne, Oporto, Anjou, Borgoña, Orvieto, Cahors, Lamargue, Chipre, Jerez, Málaga, Montepulciano o de Asia Menor; vino cómplice, reconfortante, vengador, simbólico,  festivo, conspirador y, sobre todo, compartido: "El vino era parte de la vida de los mosqueteros. Estaba presente en sus momentos importantes. Antes y después de los acontecimientos, era indispensable sentarse a la mesa con una botella de vino para compartir. Los mosqueteros aprecian el vino. Hablan de vino. Y, en la medida de lo posible, tratan de cultivar sus propias viñas", señalan Duhart y Lacoste. También el vino conecta los destinos de personajes desconocidos, vino que se toma por igual en tabernas y palacios, que nos deja asomarnos al sentir de sus complejos protagonistas y que puede convertirse "en una herramienta de construcción de poder, tanto en la microfísica de la vida cotidiana como en el escenario mayor de la vida pública".
Dumas, experimentado conocedor y catador de vinos, confesó entre líneas su predilección por los franceses... y también por los españoles (especialmente los de Jerez y Alicante), como deja claro en uno de los pasajes de El Conde de Montecristo: "Ahora –dijo el conde–, ¿queréis tomar alguna cosa? ¿Un vaso de Jerez, de Oporto, de Alicante? -De Alicante, puesto que tanto insistís, es mi vino predilecto. -Lo tengo excelente; con un bizcochito, ¿verdad?". Además de firmar la venganza literaria más exquisita, Dumas  nos legó una de las reflexiones más apasionadas sobre el vino en su Diccionario de cocina: "Hemos llegado a un punto tan importante de la gastronomía, y en particular de la gastronomía moderna, que nos creemos en la necesidad de abrir un paréntesis. Se trata del vino, es decir, de la parte intelectual de la comida (...) El buen comer y el buen beber son dos artes que no se aprenden de un día para otro". Pero, claro, él las practicó arrebatadamente durante toda su novelesca existencia.