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Campillo PASIÓN POR LA TEMPRANILLO

  • Redacción
  • 2001-05-01 00:00:00

La casa, entre atalaya y faro se enclava en un primoroso viñedo. Entre las tejas árabes, esmaltadas de verde, parecen marcar la recta hilera de las cepas, la recta línea de una sólida casa centenaria que aquí se convirtió en delicado château.

uien busque telarañas como imagen del tiempo o subterráneos lúgubres para descender a la historia ha equivocado la dirección. Aquí ni una mota de polvo empaña una sola de los miles de barricas ni de los millones de botellas que encierra la cripta. Como una patena. Un orden concebido y mantenido como símbolo profundo de una forma de trabajo. No es una imagen, un vestido para la galería, sino el descubrimiento de la más pura y hermosa desnudez.
Una escalera de caracol, aérea, etérea, une las cinco plantas de lo que se concibió como un acogedor château al pie de Sierra Cantabria, en Laguardia, en el corazón de la Rioja alavesa. La escalera desciende desde el salón social y los comedores, que son la espléndida atalaya abierta a los cuatro puntos cardinales, hasta la quietud de las bóvedas moriscas que acogen el botellero.
Arcilla cocida y osados artesonados de madera clara conforman un templo de tres naves; la central es toda ella un el altar del vino; las laterales esconden, ordenadas, las reservas desde el 78, y al fondo, en el deambulatorio, tres niveles de nichos sirven de caja fuerte a las colecciones particulares de los “campillistas”, restaurantes, marcas prestigiosas como la Mercedes, organismos como el museo Guggenheim y los amigos, mas aún, amantes del gusto de la casa que guardan aquí su tesoro, hasta 500 botellas, para irlo rescatando cuando lo necesitan, muchas veces en reuniones o en comidas festivas que celebran en el comedor superior.
La orientación hacia el norte garantiza al sueño del vino a una temperatura estable. El proyecto del edificio data de 1988, y se construyó en dos años. El estudio de Ibarrondo, un arquitecto de Logroño, es así la proa de la vanguardia en lo que después se ha convertido en norma, en moda y lujo, en la aportación de la arquitectura a la estética y a la funcionalidad técnica de las bodegas más prestigiosas.

De generación a generación
Ésta nació avalada por la experiencia y la fama de una firma centenaria, Faustino Martínez pero, aunque el nombre de Campillo es un homenaje a la primera viña familiar, su concepción y su actividad siguen líneas propias. María Pilar, representante de la cuarta generación, ha reunido un equipo joven, capacitado y emprendedor de quince profesionales que dominan y aprecian la casa como obra propia. Aportan así la personalidad necesaria para diferenciar sus tempranillos en la cuna, en el corazón del Tempranillo.
Cuentan con proveedores controlados y 50 has. de viñedo en una zona privilegiada, donde los contrastes de temperatura entre el día y la noche propician una lenta maduración y retrasan la vendimia.
En el laboratorio, las etiquetas de las últimas muestras reflejan una cata especial presidida por el enólogo Miguel Ángel López y por David, su ayudante: las mismas uvas -Tempranillos y Gracianos- y las mismas parcelas, pero vendimiadas en grueso o en pequeñas cajas. El resultado, a ciegas, les da la razón. El vino agradece ese cuidado y la calidad lo exige. Como agradece la mesa de selección que se incorporó el pasado año en la recepción de vendimia, sobre todo para las uvas de pagos y cosechas especiales que se convertirán en Reserva Especial, alquimia de Tempranillo, Graciano y Cabernet Sauvignon.

Vinos acabados
Lo que no es exigencia sino sello de la casa es el calendario por el que se rigen sus vinos. El fin es que lleguen al mercado perfectamente acabados, con los taninos domados y el recuerdo de madera armonizado. Para eso los crianza reposan en barrica entre 15 y 22 meses y se afinan en botella al menos otros 20 meses. Los reservas pasan un año en roble francés Allier y dos en roble americano, y entre tres y cuatro años en el botellero, que se prolongan hasta nueve años para los Grandes Reservas.
Un estilo reconocible y reconocido de vinos plenos pero ligeros, sin larga maceración, complacientes, los que eligió Berasategui en el Museo Guggenheim para la magna cena de la exposición Armani, el acontecimiento social de la temporada.

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