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Viajes enológicos: La Mancha en un lugar del vino

  • Redacción
  • 2000-10-01 00:00:00

Bajo el fuego blanco e inmóvil de agosto la modesta lagunilla de Ontígola, la que organizaron para humedecer los albergues reales de Aranjuez y se considera hoy presea ecológica, no anima mucho a lanzarse a la gran aventura manchega. Entre estos resecos matorrales y estos oterillos blanquecinos arranca por el sur el territorio oficial de los vinos manchegos con D.O. Hasta el lejano Almadén por el suroeste, hasta los campos de Montiel por el sureste, la llanura es demasiado larga y hostil, avara en amenidades. Centenares de kilómetros. Aseguran que en ninguna otra parte del universo crecen tantas vides.

Hace poco, la sociopolítica del vino ha mordido a estos inmensos viñedos un trozo en la Manchuela conquense, que se ha independizado como antes lo hiciera Valdepeñas misma, la grandiosa. Y luego quedan hasta cuatro parcelas similares: una de propiedad madrileña, que es la D.O. Vinos de Madrid, tan vecinos que se tocan con los manchegos por la parte de Chinchón y de Villarejo de Salvanés (donde, por cierto, han tenido grandes almacenes algunos cosecheros riojanos, aunque esa es otra historia…); toledana otra, la D.O. Méntrida; murciana una más, Jumilla (donde se integran algunos pueblos manchegos), y Almansa, en fin, en el altiplano levantino de Albacete.
Puede uno marearse enseguida en tan extensa Mancha. Y no porque le hayan dicho que los viñedos se extienden por unos 180 términos municipales (lo que permitiría reescribir la Odisea de tierra firme), sino porque esta llanura que comparten cuatro provincias es la mayor concentración de viñas de todo el planeta.
Pero hay algo más, mucho más. Aquí nació, murió y desarrolló sus fantasías y sus desventuras uno de los personajes ante los que cualquier ser humano debe hincar la rodilla. Se llamaba Don Quijote. Pero Cervantes, que llenó mil páginas con su presencia y sus andanzas, apenas le hizo recorrer medio centenar de kilómetros de paisajes boscosos y casi salvajes, muy diferentes a los se abren hoy ante el peregrino.
-Allí el mayor lujo es el sol, la luz, pero una luz que despelleja la realidad de modo cruel- dice Francisco Nieva, un genio nacido en Valdepeñas. Los burgos, que ya se mantienen con alguna industria además del negocio vinícola, carecen de fisonomía, de carácter.
Los burgos… Ciudades de mediano porte en las que van creciendo semáforos y ascensores, ridículas fuentes de diseño en las plazas, raras invenciones contemporáneas sobre las cuadrículas larguísimas de casas de dos plantas: populares, menestrales, nobles, casas de todo pelaje en las que se ve cómo lo nuevo va enterrando a lo viejo. Los nombres de esos burgos están en los mapas: Tomelloso, Villarrobledo, Daimiel, Socuéllamos, Manzanares… Solamente algunos se personalizan, se destacan de los otros. Porque muy pocos de ellos tienen más de doscientos años de historia.
Primera parada, en la maraña de carreteras rectas: Quintanar de la Orden. Para saludar al gitano don Juan Montoya, que es amigo y tiene un imperio de muebles antiguos, tesoros de derribos y ruinas, y los vende a quien puede pagárselos. (Sobre todo los alemanes, claro).
-Aquí a la gente ya le gusta más una puerta de aluminio que otra de cuarterones mudéjares. La tiran, la cambian o paso yo a recogerla. Luego viene el camión de unos murcianos y se las llevan a Francia y a Alemania. El vino da buen dinero para arreglar las casas. El vino y otras cosas, claro.
En Quintanar, a setecientos kilómetros de Gijón, hay una fábrica que pone "Anís de La Asturiana" y una carretera de circunvalación bastante peligrosa, escoltada por talleres y almacenes.
La capital de la D.O. es Alcázar de San Juan, que está geográficamente en el centro de la vastísima comarca, y parece una ciudad de provincias en miniatura. Aquí se daban tortazos los cervantistas para demostrar que don Miguel era natural del pueblo, y un erudito local, Manuel Ligero, removía los cotarros culturales en busca de la confirmación de su fe.
Parece que corre dinero por Alcázar, que prosperó mucho desde hace siglo y medio cuando lo pusieron de nudo ferroviario (1854) y, luego, como centro exportador de los vinos, que no habían sido hasta entonces una riqueza destacada. Aquí las viñas crecieron hace poco más de cien años, cuando la crisis filoxera francesa. Y se hicieron verdaderamente poderosas hace no más de cincuenta.
La gente que manda en la D.O. está muy ocupada, pues son ya ejecutivos de postín. Un buen aficionado con jubilación en el bolsillo invita a caña de cerveza en una terraza desde la que se ve el torreón del Gran Prior. Cuenta que todas las tierras de por aquí son malas tirando a «malismas», suelos tan pobres que producen lágrimas –además de sudores- y que su rendimiento es tan bajo que no merecen elogio alguno.
-Tampoco la calidad de ese vino es mucha, como bien sabrá, aunque algunas bodegas ya lo van mejorando. Y bodegas tenemos desde hace cinco siglos, con tinajas de casi mil quinientas arrobas… Pero no hay otra cosa mejor. Con todo, le sacamos a estos campos unos mil millones de litros, ya ve usted. Claro que le hablo de muchos miles de hectáreas, doscientas mil, de toda la Mancha... Suba usted al cerro de San Antón y verá.
Está camino de Tomelloso. No es muy elevado pero da la impresión de que toda la Mancha se ve desde allí, a la sombra del mejor de los cuatro molinos de viento, el Rocinante, y de dos antenazos de radio que los apuntalan y defienden. Como obscenas lanzas de la modernidad.
Casi da miedo de tanto como se ve. Pueblos desparramados y confusos en la lejanía: Campo de Criptana, donde sobreviven malamente diez de los 32 molinos que hubo en el cerro de La Paz, Tomelloso, Socuéllamos, Argamasilla de Alba (un auténtico corazón cervantino), El Toboso más allá, los cerros azules, sierra de la Horca, entre los que se oculta Puerto Lápice, allí donde tal vez estaban y siguen estando las ventas en las que don Quijote se creía caballero, era manteado, escribía palabras de amor a Dulcinea y agujereaba pellejos de vino, vino que Sancho confundía con sangre, o sea, tinto-tinto…
Todos los caminos están disponibles y abiertos en la pradera. Pues es milagro tanto verdor bajo el castigo de agosto. Casi todo es verde. El viñedo. Las cepas airén tumbadas sobre la tierra pedregosa, como una ancha alfombra; las más escasas y apreciadas de Cencibel; incluso, aquí y allá, plantas extranjeras que se van aclimatando y tiran hacia arriba entre palos y alambres, abrazadas por tubos negros de riego por goteo. Esta Mancha sería el Sahara, o Anatolia al menos, sin este glorioso verdor de las viñas que se disponen a entregar sus dones… Pues árboles restan muy pocos, cada vez menos.
Entre los viñedos, conservados con respeto, los tombos o bombos: edificios más o menos circulares, de ladrillo, que servían antaño como refugio a labradores y vendimiadores. Pintados de blanco, como las quinterías, que son galpones de labranza, casas de campo. Antes de los coches y los tractores, la gente pasaba temporadas enteras en esas casillas. Vivía a pie de obra. A pie de viña. Docenas de estas construcciones, tesoro modesto pero hermoso del pasado, salvadas con entusiasmo entre el verdor, punteando la llanura infinita. Guardan recuerdos de noches de fiesta, de gozos secretos, de cuentos, de borracheras con zurra, que era una especie de sangría con vino blanco de la airén…
Son ya sólo memoria y albergue ocasional. Entre El Pedernoso y Las Mesas, sale de su viejo coche Alejandro Campos y organiza a todo trapo el riego con aspersores de sus dos hectáreas de Airén. Más de la mitad del agua se pierde sobre arcillas y rocas agrias.
-Yo cambiaría estas cepas por Cencibel, que dan más y son mejores, pero si todos plantásemos Cencibel, los precios irían abajo. A siete duros el kilo nos pagaron la uva el año pasado. Qué le vamos a hacer. Con el agua engordan más, y agua no falta.
Dice Alejandro que no falta. En el mapa figuran por lo menos doce lagunas alrededor del río Záncara. Detrás del volante del coche no se ve una sola. «Ayúdenos a conservar la laguna», dice un cartel que avisa de la laguna de Celadilla. No existe. Una especie de hondón vallado en piedra con edificios de ocio abandonados. Las carreteras saltan sobre puentes y junto a letreros que avisan de muchos ríos: Guadiana, Cigüela, Záncara, Azuer, Jabalón, otra vez Guadiana… Son ríos virtuales y fantásticos, rayas húmedas en el suelo plano… Hermosos parajes acuáticos antiguos como las Tablas de Daimiel o las lagunas de Ruidera o los Ojos del Guadiana están profundamente deteriorados. Para ser más rentables, las vides –como los olivos- piden agua, pero ya incluso se planta maíz, que exige más riegos.
Vaya donde vaya uno apenas cambia el paisaje, aunque pertenezca a Campos distintos: de San Juan, de Calatrava, de Montiel… ricos territorios antaño de órdenes militares. Cada pueblo, su buena iglesia. A veces, en los aledaños, torres apretujadas de acero brillante: depósitos de vino o de alcoholes. Con mayor o menor ímpetu, los viñedos por todas partes, irregularmente distribuidos entre las parcelas de cereal y manchas de olivares.
En torno a Tomelloso, una gran alfombra. «Ciudad del vino», se anuncia. Sigue en cartera la erección de un monumento a Plinio, el guardia municipal de la ficción, de las novelas y la serie televisiva. Su inventor tiene al menos calle a su nombre. García Pavón, el viejo Paco. Y el gran pueblón está lleno de carteles en que reclaman hospital, tren, universidad, conservatorio… Cualquier día, con tantos ríos de vino, con tanto tonelaje de alcohol, piden también la independencia.
Al otro lado, Ciudad Real parece haber prosperado mucho. En cuestiones estéticas, hay desde luego un abismo norte/sur: entre Toledo/Cuenca y Albacete/Ciudad Real. Lo mismo que entre Alcázar y Almagro, por ejemplo. O que entre Socuéllamos y Villanueva de los Infantes… En un faldón campestre de Ciudad Real tiene buena casa un sabio leonés que enseña ahora en su universidad e intenta cultivar pistachos. Buen lugar para cenar y dormir, antes de volver al camino por las tierras de Calatrava. Y para hablar de cancioneros antiguos o de las palabras sagradas del más ilustre ciudadano de estas tierras. Don Quijote sigue afortunadamente vivo.

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La Mancha es demasiado grande para un recorrido turístico de circunstancias. Y bastante monótona si no se intenta descubrir sus magias secretas con la sabiduría del explorador. Dentro de los territorios vinícolas en sentido amplio, los dos pueblos más hermosos –y entre los mejores de España, por cierto- son Almagro y Villanueva de los Infantes. No perderlos. Muchos otros merecen, también, una parada detenida. Tanto los que poseen ejemplares de los clásicos molinos de viento (Campo de Criptana, Mota del Cuervo, Consuegra), como algunos que destacan por méritos diversos, como La Solana, San Clemente, Daimiel, Almodóvar, Argamasilla… Pero, además, casi todos poseen algún elemento arquitectónico de cierta valía. Incluso museos locales: Alcázar, por ejemplo, tiene tres, uno dedicado al vino. Hay buenas guías que lo explican con detalle.

Alojamiento
Dada la gran extensión de la macrodenominación de origen, existen albergues suficientes, aunque no muchos de calidad. La mayoría de los grandes pueblos cuentan con hoteles normales y también las importantes carreteras que cruzan la región están escoltadas por alojamientos numerosos. En todo caso, pueden citarse algunos especialmente notables. En Ciudad Real: a 17 kilómetros de la capital, Palacio de la Serna, en Ballesteros de Calatrava,Tel. 926 842 208; la hospedería de El Buscón, en Villanueva de los Infantes, Tel. 926 361 788; el estupendo parador de Almagro, Tel. 926 860 011. En Cuenta: Belmonte, Palacio Buenavista, Tel. 967 187 580. En Albacete, capital, el Gran Hotel, Tel. 967 213 787. En Toledo, en El Toboso, la Casa de la Torre, Tel. 925 568 006. Van abriéndose también algunas interesantes casas de turismo rural, como la Finca Cerro Molino de Calzada de Calatrava (el pueblo del cineasta Almodóvar), Tel. 926 87 52 09.

Gastronomía.
Es recia y sólida, con numerosos platos tradicionales de gran enjundia. Guisos rotundos, gachas, calderetas, ollas podridas, tiznaos, migas, gazpachos (el manchego lleva torta y carnes), fritadas de cerdo o de cabrito, elaboraciones con caza, pistos… Grandes platos que responden a las clásicas «recetas de la abuela». Desgraciadamente, no son muchos los restaurantes que quieren ofrecer esta cocina autóctona de calidad; muchos incluso se atienen al consabido sota, caballo y rey. Y es una pena, pues hay una excelente gastronomía manchega –además del queso y el vino- que merecería más presencia. Con habilidad puede encontrarse, aunque por lo general toda la Mancha adolece cada vez más de rutina, descuido e incluso falta de cortesía en lo gastronómico. Valga la cita de algunos de los mejores restaurantes fuera de las capitales: Juanito (Belmonte), Las Rejas (Las Pedroñeras), Don Quijote (Mota el Cuervo), Casa Paco y La Mancha (Alcázar), El Corregidor y La Cazuela (Almagro), El Comendador (Almodóvar), El Puerto y Venta del Quijote (Puerto Lápice).

Compras
No van a faltar ocasiones ni tentaciones a la cartera del viajero. Vinos para empezar, en todas partes: bodegas, cooperativas, tiendas, gasolineras… Quesos (con frecuencia, demasiado caros), jamones (que no suelen ser manchegos), gran variedad de embutidos, aceites, dulces… en fin, productos locales dirigidos al estómago. Pero también muchas otras cosas. Quedan aquí y allá artesanos y tiendas de artesanía (Ruiz, en Daimiel; encajeras y bordadoras de Almagro; cerámica en muchos pueblos; tinajas en Mota del Cuervo). Conviene acopiar folletos en las oficinas provinciales de turismo o en la centrales de la Junta, en Toledo. Incluso preguntar en los pueblos, ya que no es difícil tropezar con gente acogedora.

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