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A uno y otro lado de los Andes «Todos aman su nueva patria»

  • Redacción
  • 1998-12-01 00:00:00

Desde la distancia, asociamos muchas cosas con América del Sur. Pero siempre con un indómito amor por la vida, quizá incluso con el sueño de construirse una vida nueva. En este número de Vinum nos acercamos a los sorprendentes vinos de Chile. En el próximo, saltaremos los Andes para continuar camino hasta la emergente Argentina.

La mayoría de los habitantes de América del Sur descienden de inmigrantes que dejaron atrás su tierra voluntariamente o por la fuerza, con la intención de reconstruir allí su existencia de otra manera. Entre ellos había saltimbanquis, jugadores, embaucadores y fracasados, pero también inversores acaudalados así como pobres familias de campesinos e hijos de vinicultores a los que la repartición de la herencia dejó sin un lugar en su patria. Para muchos, el sueño de la felicidad sigue siendo sólo un sueño. Especialmente los habitantes descendientes de los nativos, que fueron brutalmente reprimidos, y que aún hoy a menudo siguen teniendo que vivir al margen de la sociedad.

Al que fuera capaz de llevar a cabo sus propósitos y encontrar un nuevo hogar, a menudo le sonreía la suerte. Pocos son los que han regresado a la vieja patria. Porque siempre que el entorno económico sea favorable, en América del Sur se puede vivir de ensueño. La fascinación de las dimensiones de aquellas tierras, el hechizo de sus paisajes, las sugestivas mezclas culturales y las posibilidades económicas ofrecen tanta libertad de concepto que los europeos emigrados se sienten a menudo oprimidos cuando vuelven al Viejo Mundo.
Quien haya experimentado la inmensidad de Argentina, quien haya paseado bajo el cielo estrellado de Chile, quien haya tenido el privilegio de ver el amanecer en Mendoza en una mañana clara, cuando los primeros rayos incendian de naranja luminoso las cumbres de los Andes, sabe que no sólo las ciudades, sino precisamente los vastos paisajes ejercen una atracción especial. En Sudamérica viven inmigrantes de muchos países vinícolas europeos y sus descendientes. Pocos añoran su antigua patria y todos adoran su nuevo hogar.

Quien habla de los vinos de América del Sur, generalmente se refiere a los de Chile y Argentina, los dos Estados andinos. Pero también en otros lugares hay vinicultura. En el sur de Brasil hay más de 50.000 hectáreas plantadas de vid, pero en una zona climática bastante lluviosa. Los 3 millones de hectolitros de vino que se producen se consumen en el propio país. Los vinos de Uruguay, donde al fin y al cabo se produce un millón de hectolitros de vino, están empezando a aparecer en Europa, pero hasta ahora no han llamado la atención porque sea notable su calidad. En Bolivia sólo hay plantadas 1.000 hectáreas de cepas, pero allí, a 2.000 metros de altura, crece un Cabernet Sauvignon, sin duda el más alto de cuantos existen. Perú y Ecuador también poseen superficies de cultivo más bien pequeñas. Méjico, como el país productor de vino más antiguo de América, dispone de 40.000 hectáreas y de sucursales de consorcios internacionales como Domecq, Martell o Freixenet. El conquistador español Hernán Cortés promulgó un edicto en 1524 obligando a todos los colonos españoles a plantar también cepas. Dicen que llegó aún más lejos, exigiendo que se plantaran 1.000 vides por cada 100 indios muertos.

Pero los vinos de nivel internacional se vendimian sobre todo en Chile y Argentina. Su situación geográfica a uno y otro lado de los Andes tiene algunas ventajas. Las zonas templadas en pagos situados a diversas alturas permiten una adaptación óptima de las variedades a un terruño determinado. En los meses de verano se dispone de agua del deshielo que puede utilizarse para el riego, que es vital. El relente de la noche que desciende por los valles lleva consigo importantes oscilaciones de la temperatura día/noche, lo que influye de manera eficaz en la complejidad de aromas de la uva y da vinos especiados, largos y con estructura. Al clima de las regiones vinícolas de los dos países frecuentemente se le llama mediterráneo. Pero en el área del Mediterráneo hay diferencias de peso, por ejemplo entre Sicilia y el sur de Francia. Además, las fluctuaciones de la temperatura entre el día y la noche, y entre el verano y el invierno son mayores en América del Sur.

Lo nuevo y lo viejo llegan a encontrarse con más frecuencia en América del Sur que en otros continentes. La tradición india y la africana, en la actualidad, están tapadas muy someramente con el manto de la civilización occidental, extendido con soltura sobre la sociedad. La técnica occidental y los viejos mitos, más que cooperar, coexisten. Por una parte, las democracias de Sudamérica en los últimos diez años parecen más estables que muchos Estados europeos. Por otra parte, en el campo, las personas a menudo siguen viviendo aún en una especie de sociedad feudal en la que obviamente es habitual que el suelo pertenezca a unos pocos que pueden permitirse lujosas fincas magníficamente cuidadas por el personal doméstico (pero que, no obstante, viven en Santiago). Un gran número de trabajadores del campo vive en un estado de dependencia y pobreza a menudo difícilmente imaginables bajo parámetros europeos. El dinámico desarrollo de la economía en países como Chile, aunque hace posible una mejora social, no modifica básicamente las estructuras.

Lo mismo puede decirse de la vinicultura. Lo que ya explica en parte por qué en los años anteriores los vinos sudamericanos pudieron celebrar enormes éxitos de exportación a América del Norte y Europa. La fuerza de trabajo en ese continente es más barata que en casi ningún otro lugar del mundo. Las excelentes condiciones geológicas y climáticas, unidas a un ambiente de explosión económica y modernización técnica, hicieron posibles calidades a unos precios con los que jamás hubiese podido competir ni Australia ni Europa. La liberación política y económica trajo consigo la oportunidad de exportar. La exportación, por su parte, permitió la liberación de la vinicultura sudamericana de las viejas estructuras. Desde entonces, sobre todo Chile ha vivido un desarrollo fulgurante. Pero atención: detrás le sigue Argentina, el mayor país vinícola de América del Sur. Es difícil de creer la magnitud de la diferencia entre las mentalidades que han ido cristalizando a uno y otro lado de los Andes. Laboriosos, buenos -aunque a veces agresivos- comerciantes y abiertos de mente, los chilenos combinan estas cualidades con una actitud agradablemente modesta, a la que suponemos origen indio. Por el contrario, en el caso de sus vecinos en el Este, los argentinos, pretensiones y realidad están muy distantes. Casi todos los Estados lindantes bromean acerca de la arrogancia del clásico “porteño”, al que sigue resultándole difícil reconocer que, en lo que respecta al vino, Chile le lleva por lo menos diez años de ventaja a Argentina.

Argentina, que durante algunos años se publicitó con el lema típicamente presuntuoso de “el mejor país del mundo”, en cualquier caso puede ostentar dos superlativos. Primero: en casi ningún lugar del mundo el aire es mejor y más limpio que en la región de Mendoza, en la que crece una gran parte de la uva. Segundo: en casi ningún lugar el vacuno está alimentado de manera más natural y ninguna carne es mejor que la del país de los gauchos.


¿Qué es diferente en Sudamérica?

El peligro de granizo
es tan alto en muchas subregiones, especialmente en Argentina, que las redes de protección para granizo ya están bastante extendidas. Sin embargo, cuestan una fortuna y retrasan la maduración unos diez a quince días, porque reducen la incidencia de los rayos del sol. La consecuencia es que la vendimia no puede realizarse hasta dos semanas más tarde.

La filoxera
no ha podido extenderse por América del Sur, posiblemente porque al inundar los viñedos se impide su extensión. Por eso, la viticultura es muy sencilla: se introducen sarmientos cortos de la poda en el suelo húmedo y se pueden cultivar cepas de raíz auténtica. En Europa y América del Norte, por el contrario, hay que injertarlo todo sobre raíces resistentes.

El riego
en Europa lo resuelve la lluvia, y el riego artificial incluso está terminantemente prohibido. En América del Sur, por el contrario, casi todos los viñedos se riegan artificialmente. La lluvia natural, en opinión de los vinicultores, interfiere en la calculada irrigación óptima regulada. El agua del deshielo procedente de los ríos de los Andes, rica en nutrientes y minerales, ya era utilizada por los incas en un primoroso sistema de irrigación.

Las hormigas
provocan, sin embargo, graves daños. Un nido de hormigas parasol puede llegar a comerse completamente tres o cuatro vides enteras por noche. En perfecta división del trabajo, algunos de estos insectos mastican los tallos para soltar las hojas, otros dividen las hojas en pedacitos transportables y unos terceros las llevan a su nido. Si no se las combate pronto, son capaces de destruir totalmente una plantación joven.


Natalie Lumpp
«Grandes descubrimientos»

Mi primer encuentro con los vinos chilenos fue en la VINEXPO de Burdeos. Durante todo un día estuve probando esos vinos cálidos y blandos, que algunas veces poseen aroma de eucaliptus. ¡Magnífico! ¡Calidades tan buenas y precios tan asequibles!
Un año escaso después en Sudamérica era otoño, todo el paisaje lucía un jugoso verde y los trabajadores del campo estaban ocupados con la vendimia, cuando yo paseaba en coche de caballos por los viñedos de Chile. Lo primero que me llamó la atención fueron las dimensiones. Allí, una finca vinícola de 120 hectáreas de superficie de viñedos se considera pequeña, una de 300 hectáreas es habitual. Quien crea que Chile está anticuado y retrasado se equivoca: todas las bodegas están avanzadísimamente equipadas.
Después caté unos 200 vinos, el abanico completo de sus productos. Descubrí algunos vinos superiores y no pude hallar nada realmente malo. En Alemania, en la bodega de un vinicultor cualquiera puede correr mucha peor suerte.
Solamente el Sauvignon blanc no acababa de gustarme. En ese caso, prefiero los vinos de Nueva Zelanda. Los Chardonnay, en cambio, nos depararon algunas agradables sorpresas. Pero el fuerte de Chile son indiscutiblemente los vinos tintos. Muchos vinos Cabernet Sauvignon poseen un fino tono de eucalipto y hermosos aromas de chocolate. Además, en boca son maravillosamente carnosos, cálidos y blandos. Tampoco hay que infravalorar los Merlot. Más frutales, por lo general, que los Cabernet Sauvignon y recuerdan más a la ciruela. El Carmenère fue un descubrimiento, enérgico, carnoso y especiado.
Los vinos chilenos están hechos para la gastronomía, y no sólo por sus precios relativamente asequibles, incluso para vinos superiores. Los tintos chilenos de gran calidad, con larga elaboración en barrica, apenas contienen taninos duros y agresivos. Ya a la edad de uno o dos años son agradables de beber. Tienen una larga capacidad de envejecimiento, aunque no sea necesario, algo que agradecen muchos clientes de restaurantes.
También hice grandes descubrimientos en Argentina. La Anita no sólo ofrece un sorprendente Sémillon, sino también un Syrah fuera de lo común. También me impresionó Norton. Después de haber probado allí algunos buenos vinos, el bodeguero nos abrió una botella de 1982 y otra de 1974. Eran deliciosos, con un abocado que recuerda al Borgoña, sus aromas de avellana y sus taninos aún presentes. ¡Para que digan que los vinos sudamericanos tienen una vida corta!
Argentina se diferencia mucho de Chile. Hay algunas empresas muy modernas, pero demasiadas siguen estando anticuadas para la masa. ¡Cuánto potencial podría fomentarse en ese país si las bodegas fueran más cuidadosas y estuvieran más dispuestas a invertir!

Natalie Lumpp es sumiller y jefa de restaurante del hotel del Palacio Bühlerhöhe.
La tradición sudamericana está caracterizada por las enormes dimensiones. Natalie Lumpp admira la envergadura de la barrica más grande de América del Sur, con una capacidad de 5,25 millones de litros. En 1970, la bodega Trapiche/Peñaflor celebró en su interior la fiesta de inauguración con varios cientos de personas. Sin embargo, en la actualidad está menos en boga el gran tamaño que la calidad seleccionada de los pagos más pequeños.




La mayoría de los habitantes de América del Sur descienden de inmigrantes que dejaron atrás su tierra voluntariamente o por la fuerza, con la intención de reconstruir allí su existencia de otra manera. Entre ellos había saltimbanquis, jugadores, embaucadores y fracasados, pero también inversores acaudalados así como pobres familias de campesinos e hijos de vinicultores a los que la repartición de la herencia dejó sin un lugar en su patria. Para muchos, el sueño de la felicidad sigue siendo sólo un sueño. Especialmente los habitantes descendientes de los nativos, que fueron brutalmente reprimidos, y que aún hoy a menudo siguen teniendo que vivir al margen de la sociedad.

Al que fuera capaz de llevar a cabo sus propósitos y encontrar un nuevo hogar, a menudo le sonreía la suerte. Pocos son los que han regresado a la vieja patria. Porque siempre que el entorno económico sea favorable, en América del Sur se puede vivir de ensueño. La fascinación de las dimensiones de aquellas tierras, el hechizo de sus paisajes, las sugestivas mezclas culturales y las posibilidades económicas ofrecen tanta libertad de concepto que los europeos emigrados se sienten a menudo oprimidos cuando vuelven al Viejo Mundo.
Quien haya experimentado la inmensidad de Argentina, quien haya paseado bajo el cielo estrellado de Chile, quien haya tenido el privilegio de ver el amanecer en Mendoza en una mañana clara, cuando los primeros rayos incendian de naranja luminoso las cumbres de los Andes, sabe que no sólo las ciudades, sino precisamente los vastos paisajes ejercen una atracción especial. En Sudamérica viven inmigrantes de muchos países vinícolas europeos y sus descendientes. Pocos añoran su antigua patria y todos adoran su nuevo hogar.

Quien habla de los vinos de América del Sur, generalmente se refiere a los de Chile y Argentina, los dos Estados andinos. Pero también en otros lugares hay vinicultura. En el sur de Brasil hay más de 50.000 hectáreas plantadas de vid, pero en una zona climática bastante lluviosa. Los 3 millones de hectolitros de vino que se producen se consumen en el propio país. Los vinos de Uruguay, donde al fin y al cabo se produce un millón de hectolitros de vino, están empezando a aparecer en Europa, pero hasta ahora no han llamado la atención porque sea notable su calidad. En Bolivia sólo hay plantadas 1.000 hectáreas de cepas, pero allí, a 2.000 metros de altura, crece un Cabernet Sauvignon, sin duda el más alto de cuantos existen. Perú y Ecuador también poseen superficies de cultivo más bien pequeñas. Méjico, como el país productor de vino más antiguo de América, dispone de 40.000 hectáreas y de sucursales de consorcios internacionales como Domecq, Martell o Freixenet. El conquistador español Hernán Cortés promulgó un edicto en 1524 obligando a todos los colonos españoles a plantar también cepas. Dicen que llegó aún más lejos, exigiendo que se plantaran 1.000 vides por cada 100 indios muertos.

Pero los vinos de nivel internacional se vendimian sobre todo en Chile y Argentina. Su situación geográfica a uno y otro lado de los Andes tiene algunas ventajas. Las zonas templadas en pagos situados a diversas alturas permiten una adaptación óptima de las variedades a un terruño determinado. En los meses de verano se dispone de agua del deshielo que puede utilizarse para el riego, que es vital. El relente de la noche que desciende por los valles lleva consigo importantes oscilaciones de la temperatura día/noche, lo que influye de manera eficaz en la complejidad de aromas de la uva y da vinos especiados, largos y con estructura. Al clima de las regiones vinícolas de los dos países frecuentemente se le llama mediterráneo. Pero en el área del Mediterráneo hay diferencias de peso, por ejemplo entre Sicilia y el sur de Francia. Además, las fluctuaciones de la temperatura entre el día y la noche, y entre el verano y el invierno son mayores en América del Sur.

Lo nuevo y lo viejo llegan a encontrarse con más frecuencia en América del Sur que en otros continentes. La tradición india y la africana, en la actualidad, están tapadas muy someramente con el manto de la civilización occidental, extendido con soltura sobre la sociedad. La técnica occidental y los viejos mitos, más que cooperar, coexisten. Por una parte, las democracias de Sudamérica en los últimos diez años parecen más estables que muchos Estados europeos. Por otra parte, en el campo, las personas a menudo siguen viviendo aún en una especie de sociedad feudal en la que obviamente es habitual que el suelo pertenezca a unos pocos que pueden permitirse lujosas fincas magníficamente cuidadas por el personal doméstico (pero que, no obstante, viven en Santiago). Un gran número de trabajadores del campo vive en un estado de dependencia y pobreza a menudo difícilmente imaginables bajo parámetros europeos. El dinámico desarrollo de la economía en países como Chile, aunque hace posible una mejora social, no modifica básicamente las estructuras.

Lo mismo puede decirse de la vinicultura. Lo que ya explica en parte por qué en los años anteriores los vinos sudamericanos pudieron celebrar enormes éxitos de exportación a América del Norte y Europa. La fuerza de trabajo en ese continente es más barata que en casi ningún otro lugar del mundo. Las excelentes condiciones geológicas y climáticas, unidas a un ambiente de explosión económica y modernización técnica, hicieron posibles calidades a unos precios con los que jamás hubiese podido competir ni Australia ni Europa. La liberación política y económica trajo consigo la oportunidad de exportar. La exportación, por su parte, permitió la liberación de la vinicultura sudamericana de las viejas estructuras. Desde entonces, sobre todo Chile ha vivido un desarrollo fulgurante. Pero atención: detrás le sigue Argentina, el mayor país vinícola de América del Sur. Es difícil de creer la magnitud de la diferencia entre las mentalidades que han ido cristalizando a uno y otro lado de los Andes. Laboriosos, buenos -aunque a veces agresivos- comerciantes y abiertos de mente, los chilenos combinan estas cualidades con una actitud agradablemente modesta, a la que suponemos origen indio. Por el contrario, en el caso de sus vecinos en el Este, los argentinos, pretensiones y realidad están muy distantes. Casi todos los Estados lindantes bromean acerca de la arrogancia del clásico “porteño”, al que sigue resultándole difícil reconocer que, en lo que respecta al vino, Chile le lleva por lo menos diez años de ventaja a Argentina.

Argentina, que durante algunos años se publicitó con el lema típicamente presuntuoso de “el mejor país del mundo”, en cualquier caso puede ostentar dos superlativos. Primero: en casi ningún lugar del mundo el aire es mejor y más limpio que en la región de Mendoza, en la que crece una gran parte de la uva. Segundo: en casi ningún lugar el vacuno está alimentado de manera más natural y ninguna carne es mejor que la del país de los gauchos.


¿Qué es diferente en Sudamérica?

El peligro de granizo
es tan alto en muchas subregiones, especialmente en Argentina, que las redes de protección para granizo ya están bastante extendidas. Sin embargo, cuestan una fortuna y retrasan la maduración unos diez a quince días, porque reducen la incidencia de los rayos del sol. La consecuencia es que la vendimia no puede realizarse hasta dos semanas más tarde.

La filoxera
no ha podido extenderse por América del Sur, posiblemente porque al inundar los viñedos se impide su extensión. Por eso, la viticultura es muy sencilla: se introducen sarmientos cortos de la poda en el suelo húmedo y se pueden cultivar cepas de raíz auténtica. En Europa y América del Norte, por el contrario, hay que injertarlo todo sobre raíces resistentes.

El riego
en Europa lo resuelve la lluvia, y el riego artificial incluso está terminantemente prohibido. En América del Sur, por el contrario, casi todos los viñedos se riegan artificialmente. La lluvia natural, en opinión de los vinicultores, interfiere en la calculada irrigación óptima regulada. El agua del deshielo procedente de los ríos de los Andes, rica en nutrientes y minerales, ya era utilizada por los incas en un primoroso sistema de irrigación.

Las hormigas
provocan, sin embargo, graves daños. Un nido de hormigas parasol puede llegar a comerse completamente tres o cuatro vides enteras por noche. En perfecta división del trabajo, algunos de estos insectos mastican los tallos para soltar las hojas, otros dividen las hojas en pedacitos transportables y unos terceros las llevan a su nido. Si no se las combate pronto, son capaces de destruir totalmente una plantación joven.


Natalie Lumpp
«Grandes descubrimientos»

Mi primer encuentro con los vinos chilenos fue en la VINEXPO de Burdeos. Durante todo un día estuve probando esos vinos cálidos y blandos, que algunas veces poseen aroma de eucaliptus. ¡Magnífico! ¡Calidades tan buenas y precios tan asequibles!
Un año escaso después en Sudamérica era otoño, todo el paisaje lucía un jugoso verde y los trabajadores del campo estaban ocupados con la vendimia, cuando yo paseaba en coche de caballos por los viñedos de Chile. Lo primero que me llamó la atención fueron las dimensiones. Allí, una finca vinícola de 120 hectáreas de superficie de viñedos se considera pequeña, una de 300 hectáreas es habitual. Quien crea que Chile está anticuado y retrasado se equivoca: todas las bodegas están avanzadísimamente equipadas.
Después caté unos 200 vinos, el abanico completo de sus productos. Descubrí algunos vinos superiores y no pude hallar nada realmente malo. En Alemania, en la bodega de un vinicultor cualquiera puede correr mucha peor suerte.
Solamente el Sauvignon blanc no acababa de gustarme. En ese caso, prefiero los vinos de Nueva Zelanda. Los Chardonnay, en cambio, nos depararon algunas agradables sorpresas. Pero el fuerte de Chile son indiscutiblemente los vinos tintos. Muchos vinos Cabernet Sauvignon poseen un fino tono de eucalipto y hermosos aromas de chocolate. Además, en boca son maravillosamente carnosos, cálidos y blandos. Tampoco hay que infravalorar los Merlot. Más frutales, por lo general, que los Cabernet Sauvignon y recuerdan más a la ciruela. El Carmenère fue un descubrimiento, enérgico, carnoso y especiado.
Los vinos chilenos están hechos para la gastronomía, y no sólo por sus precios relativamente asequibles, incluso para vinos superiores. Los tintos chilenos de gran calidad, con larga elaboración en barrica, apenas contienen taninos duros y agresivos. Ya a la edad de uno o dos años son agradables de beber. Tienen una larga capacidad de envejecimiento, aunque no sea necesario, algo que agradecen muchos clientes de restaurantes.
También hice grandes descubrimientos en Argentina. La Anita no sólo ofrece un sorprendente Sémillon, sino también un Syrah fuera de lo común. También me impresionó Norton. Después de haber probado allí algunos buenos vinos, el bodeguero nos abrió una botella de 1982 y otra de 1974. Eran deliciosos, con un abocado que recuerda al Borgoña, sus aromas de avellana y sus taninos aún presentes. ¡Para que digan que los vinos sudamericanos tienen una vida corta!
Argentina se diferencia mucho de Chile. Hay algunas empresas muy modernas, pero demasiadas siguen estando anticuadas para la masa. ¡Cuánto potencial podría fomentarse en ese país si las bodegas fueran más cuidadosas y estuvieran más dispuestas a invertir!

Natalie Lumpp es sumiller y jefa de restaurante del hotel del Palacio Bühlerhöhe.
La tradición sudamericana está caracterizada por las enormes dimensiones. Natalie Lumpp admira la envergadura de la barrica más grande de América del Sur, con una capacidad de 5,25 millones de litros. En 1970, la bodega Trapiche/Peñaflor celebró en su interior la fiesta de inauguración con varios cientos de personas. Sin embargo, en la actualidad está menos en boga el gran tamaño que la calidad seleccionada de los pagos más pequeños.




Chile
A la busca de la propia identidad
¿Típicamente chileno?

Cuando yo era pequeño, llegaban al mercado europeo las primeras cámaras de fotos y coches japoneses. Se decía que los japoneses lo copiaban todo, pero más barato. Pero hoy día ya nadie describiría los productos asiáticos como una combinación de plagios. Japón ha desarrollado su individualidad propia. El tiempo de las copias obviamente fue un tiempo de aprendizaje, hasta que pudieron aplicar la propia creatividad y las propias habilidades.

Son cosas que se me ocurren cuando reflexiono sobre los pasados quince años de vinicultura chilena y las enormes transformaciones que compruebo en cada nuevo viaje. Chile no empezó a orientarse en la vinicultura moderna hasta los años ochenta. Desde entonces, la industria chilena del vino se ha desarrollado a tal velocidad que algunas observaciones ya resultan anticuadas cuando se van a publicar.
Antes, durante más de cien años, se producían grandes cantidades de vinos corrientísimos con cepas como la País, de uva grande, que además posiblemente procedían de terrenos planos y de fuerte crecimiento, exclusivamente para el mercado interior, pues en aquel tiempo el precio del vino era más importante que el deleite para las personas de ese pobre país. Apenas había clientes para vinos superiores. Desde que, a mediados del siglo pasado, acaudalados industriales introdujeran en Chile las primeras variedades de cepa y métodos franceses de elaboración en bodega, no había vuelto a pasar nada. La Ley del Alcohol, que ponía trabas a la expansión de la producción, no se derogó hasta los años setenta. El resultado fue que las bodegas, que dormitaban soñolientas, se deslizaron hacia la crisis, porque pronto se produjo un notable exceso de oferta que el mercado no pudo absorber.

Precisamente en ese momento apareció por Chile Miguel Torres. Pues bien, este gran hombre de la vinicultura española, que pronto lo sería también de la latinoamericana, jamás dejó que modas y crisis estorbaran la realización de sus planes. En tiempos de la mayor crisis construyó una finca vinícola según los puntos de vista más modernos: variedades de cepa internacionales, técnica de acero, fermentación refrigerada, alejamiento de los vinos planos, oxidativos, y acercamiento a la frutalidad con subrayado carácter varietal, poco alcohol y ácido suave. Estos vinos los vendía Torres en el extranjero, porque no conocía el mercado interior chileno. Además, en Chile nadie hubiera querido tomar tales vinos.
Aquello tuvo el efecto de un detonador. En un tiempo brevísimo, los gigantes tradicionales del vino se reorientaron. Arrancaron viñedos de País, plantaron variedades modernas, instalaron bodegas de acero reluciente, enviaron bodegueros a California, Burdeos y Australia. Y solo dos o tres años después, ya todos tenían programas de exportación con un nuevo tipo de vino que ya no se distinguía del californiano o del australiano, pero que era claramente más barato. De repente, todas las bodegas incluían en su programa precisamente las variedades internacionales más habituales: Cabernet Sauvignon, Merlot, Chardonnay, Sauvignon blanc.
Justo en esta fase, los chilenos me recordaban a los japoneses de los años sesenta. Los chilenos aprendían, copiaban con la misma aplicación, con la misma precisión, observados con envidiosa admiración por sus vecinos los argentinos, inmovilizados por su incapacidad de acción. No en vano llaman a los chilenos los “prusianos de América del Sur”, a veces medio crítica, medio admiración. Sus vinos varietales, buenos y asequibles, conquistaron en pocos años mercado tras mercado, empezando por uno de los más difíciles: EE.UU. Desde hace ya cinco años, Chile ocupa el tercer puesto por volumen de vino entre las importaciones estadounidenses.

Durante esa época, muchas cosas siguieron como antes. Eran los mismos grandes productores los que dominaban el negocio de las botellas. En las mismas fértiles llanuras se alcanzaban cosechas altas similares, como antes. Muchos viñedos aún se componían de viejas mezclas y material clónico indefinible. Era habitual mezclar el mosto más allá de las fronteras regionales, inicialmente apenas se exigía una individualidad especial. Aunque los bodegueros aprendieron pronto a manejar la barrica (y, lo que es peor, los chips de roble para aromatizar artificialmente), sin embargo la mayoría de los vinos de Reserva no eran otra cosa que varietales simples con aromas de vainilla/coco. Excepciones como Casa Real de Santa Rita y Don Melchor de Concha y Toro confirman la regla.

Así estaban las cosas hacia 1990. Pero soterradamente se había iniciado otro desarrollo. Aprovechando la evolución positiva de las ventas, muchos suministradores de uva se emanciparon y construyeron sus propias bodegas. Pronto, con vinos notables de pequeños pagos, algunos le hicieron la competencia a los grandes Señores del Vino. (La dinámica fundacionista continúa, por cierto: en marzo de 1998, en todo Chile había 60 bodegas embotellando vino, y otras 15 en construcción).
En los viñedos, las nuevas plantaciones se hacían con material clónico “limpio”. La novedad era no mezclar la Sauvignon blanc con la Sauvignonasse, de poco valor, en los vinos de calidad, cosa que venía siendo habitual, sólo porque las dos se plantaban mezcladas en muchos viñedos. Lo mismo puede decirse del Merlot: como en muchos viñedos había plantadas entre estas cepas también Carmenère, una vieja variedad bordelesa que madura más tarde que aquella pero que se vendimiaba al mismo tiempo, muchos Merlot sabían verdes, sin madurar. Aunque aún subsisten ejemplos de ello, cada vez se separan más las dos variedades.
Pero ante todo, se ha impuesto la certeza de que no se pueden conseguir grandes vinos regando constantemente al sol y cosechando 18.000 kilos de Cabernet Sauvignon por hectárea. Desde entonces, la calidad no deja de mejorar hacia el estándar internacional. Desde hace por lo menos cinco años, una serie de vinos chilenos pueden medirse internacionalmente con vinos de un nivel de precio superior.

Pero, ¿qué hay de lo especial? ¿Qué hay de lo típico, lo singularmente chileno? ¿Tiene potencial para ello ese país y quién está dispuesto a aprovecharlo? En términos económicos: la misma calidad a precio más bajo, a la larga ¿es una estrategia factible? O bien, formulando la pregunta del aficionado: ¿Hay en Chile algún tipo de vino que no se pueda conseguir en ningún otro lugar?
Si los vinicultores chilenos sólo fueran los “prusianos de América del Sur” quizá no se plantearían estas preguntas. Pero también son habitantes del Sur, orgullosos, creativos y emocionales. Están deseando desarrollar un perfil de identidad. Ya han pasado suficiente tiempo aprendiendo de los demás. Ahora siguen pensando por sí mismos. No quedan nuevas leyes enológicas que inventar, pero se aplican de manera cada vez más optimizada, para aprovechar el terruño y la tradición existentes. A propósito de “terruño” (“terroir”): este término está empezando a oírse mucho, y no sólo aplicado a fincas francesas.

Se evoluciona hacia la diferenciación, empezando por las calidades. Ya se está separando la paja del grano. Vinos varietales baratos procedentes de parcelas con alta productividad se centran en la lucha de precios sobre las estanterías de los supermercados. Es de esperar que la reducción provocada por una demanda alta, por lo menos detenga la venta de vino de barrica al extranjero. Las ofertas de Cabernet chileno a 325 pesetas no sólo ejercen presión sobre los precios, sino también sobre la calidad.
Pero junto a estos vinos corrientes, está creciendo el abanico de los vinos de los que merece la pena hablar. Tanto las grandes empresas establecidas como las pequeñas casas especializadas en la calidad están trabajando para elaborar vinos con más personalidad.

Una tendencia hacia la calidad es la búsqueda de situaciones especiales para los viñedos. Un ejemplo de ello es la nueva región de Casablanca. Otros ejemplos se encuentran en casi todas las Casas ambiciosas que se inclinan por producir vinos superiores en viñedos situados sobre frescas colinas con suelos áridos. A menudo, son simplemente extensiones de viñedos ya existentes hacia las colinas colindantes, que antes no se usaban por motivos económicos.
Dentro de las antiguas zonas de cultivo se está llevando a cabo una mayor diferenciación. Los mejores viñedos en el valle de Maipo ya cuestan hasta 20.000 dólares por hectárea; las zonas baratas en Bio-Bio, menos de 2.000. Muy solicitados como suministradores de cantidades pequeñas de alta calidad están los viejos viñedos plantados con una sola variedad. Se está reestructurando en parte la técnica de riego. Algunos intentan suprimirlo, otros reducen el riego a los largos períodos de sequía. Allí donde la cepa sufre y se ve obligada a esforzarse, produce mayor calidad con menor cosecha, y los vinos reflejan su terruño. Pero donde el riego constante mantiene las raíces planas, las uvas apenas muestran el tipo de suelo.
La posibilidad de conseguir uva sana y muy madura aplicando las técnicas de cultivo con habilidad cada vez se considera más una meta. Por eso se buscan viñedos en los que las lluvias de otoño no entren demasiado pronto, por lo que no es aconsejable la emigración a zonas muy meridionales como Bio-Bio. Se apoya el proceso de maduración manteniendo abiertas las hileras de vides, conduciendo los sarmientos en lyra o bien deshojando regularmente.

Naturalmente, también se hacen trampas. Los bodegueros están experimentando con la concentración de mosto. O bien: las bodegas que mejor consiguen evidenciar los aromas frutales son aquellas que también cultivan frutales. Después de la vendimia, depositan la uva durante algunos días en cámaras refrigeradas construidas para manzanas y otras frutas. La maceración en frío antes de la fermentación hace milagros. Pruebe los Chardonnay de La Rosa o de La Fortuna, para ilustrarlo...

¿Dónde podría residir la fuerza de Chile dentro de unos años? Las variedades extendidas por todo el mundo, como Cabernet Sauvignon o Merlot, en su variante chilena siempre resultarán especialmente frutales y armónicas, con taninos suaves y un final delicadamente ácido. ¿Por qué? Nadie lo sabe. Bruno Prats, que también apuesta por Chile con su Viña Aquitania, me dijo tras sus primeros años poco convincentes y faltos de perfil: “Aún no hemos comprendido esta tierra y su terruño. Si vinificáramos nuestro Cos d’Estournel de manera similar a estos vinos de aquí, sería duro e inaccesible.”
Pero Chile puede hallar mayor individualidad con variedades como Malbec, Syrah y Carmenère. Aunque la vieja variedad bordelesa Malbec está más extendida en Argentina, también en Chile muestra su calibre. Produce vinos enérgicos, de color intenso y aptos para bodega, que recuerdan al chocolate, y con taninos perceptibles, pero maduros. La Syrah se cultiva sólo desde hace algunos años, pero el clima chileno parece hecho expresamente para esta variedad. Los primeros embotellados que probamos, por ejemplo los de Carmen y Errázuriz, prometen mucho para dentro de unos años.

Pero la sorpresa mayor, sin embargo, fue la variedad Carmenère, que no crece en casi ningún otro lugar del mundo y que apenas se cultiva ya en su región de origen, Burdeos. Santa Laura, La Calina y Luis Felipe Edwards nos han presentado algunas muestras fantásticas de ella. También las grandes Casas le prestan cada vez más atención. El reto chileno a Lafite, Latour y Co., formulado por primera vez por la bodega Caliterra de Eduardo Chadwick con su “Seña”, ciertamente no sólo se saldará con vinos varietales. Pero la Carmenère podría participar en él. Ya está contenida en el Seña.

Carmenère (o Grande Vidure)
En el manual de las variedades de cepa puede leerse esta frase lapidaria: La Carmenère es una sub-variedad de la Cabernet franc “que supuestamente produce mejor vino que la Cabernet franc, pero que aparentemente no merece la pena cultivar por su escasa cosecha”. Ante esto, los vinicultores preocupados por la calidad se ponen alerta, porque son precisamente este tipo de variedades las que se están redescubriendo por todo el mundo. En décadas pasadas eran olvidadas porque no aportaban suficientes beneficios. Ahora que la calidad y la identidad están más solicitadas, se están volviendo a recordar.
En Burdeos, la Carmenère se considera una especie de Cabernet originaria. Desapareció del catastro de cepas del Médoc casi completamente con la filoxera, pero sigue contándose entre las variedades permitidas allí. Sin embargo, un varietal Carmenère ya sólo se puede catar en el Instituto de Investigación del Vino de Burdeos, donde se cultiva y se vinifica en edición mínima, solo para la investigación. Su calidad es indiscutida, pero su carácter testarudo y su escasa producción han intimidado a los vinicultores.
En Chile, la Carmenère frecuentemente se plantaba mezclada con la Merlot en el viñedo. Un sinsentido, pues la Carmenère madura más tarde que la Merlot. Al vendimiar los viñedos simultáneamente, siempre había una parte de Carmenère verde en el barril. Por una parte le daba estructura, pero también tonos amargos, verdes e inmaduros, que aún hoy se hallan en la mayoría de los Merlot baratos. Pero más tarde, los ampelógrafos (investigadores de las variedades de cepas) separaron esta variedad. En la actualidad, la Camenère se vendimia en el momento adecuado, es decir, lo más tarde posible. Su profunda frutalidad, su tendencia a la fuerte estructura, su enorme concentración debido a la escasa producción y su largo ciclo de maduración la convierten en uno de los descubrimientos más interesantes de América del Sur. Los pocos vinos varietales puros que pueden encontrarse ya tienen más potencial de envejecimiento que la mayoría de los demás vinos chilenos. Con la Carmenère, dentro de unos años Chile podrá conseguir más identidad que con muchos Cabernet.


«Los prusianos de América del Sur»

La prueba de madurez se realiza cada vez con mayor frecuencia. Los bodegueros chilenos han aprendido a apreciar el valor de la uva óptimamente madurada. Un trabajador del campo recoge todas las mañanas uvas de diversas parcelas para medir la madurez. Ya no se vendimia durante mucho tiempo con los propios campesinos; se prefiere contratar ayuda adicional en el momento óptimo.

1998
En Chile
El Niño también ha contrariado a los chilenos. El año ha sido frío y relativamente húmedo. La evolución de la maduración se retrasó dos semanas. Quien tuvo paciencia y estuvo dispuesto a aceptar el riesgo de lluvia y rápida podredumbre pudo vendimiar más tarde y cosechar buenas uvas. Pero de hecho, gran parte de la uva, especialmente la de los viticultores sencillos, se cosechó demasiado pronto. Resultado: muy buenas calidades superiores y vinos más bien mediocres en las categorías de precio inferiores.

Casablanca
Pedro Morandé, pionero del vino chileno, plantó hace menos de diez años un viñedo en un pequeño valle a mitad de camino entre Santiago y Valparaíso. Todos pensaron que estaba loco. El valle se llama Casablanca y se convirtió en sinónimo del cambio de orientación hacia un nuevo tipo de viñedo y vinos con personalidad, finamente estructurados. Sobre esos suelos de barro y arena actualmente hay plantado un mar de vides de más de 2 000 hectáreas. Todos quieren hacerse con un trocito del pequeño pastel. Los precios de las tierras son los más altos de todas las regiones vinícolas de Chile. Casi todos los blancos chilenos sobresalientes de los últimos años crecieron en Casablanca. Un viento fresco sube diariamente desde el mar y el período de crecimiento es relativamente corto. En el valle los viñedos se diferencian notablemente entre sí, según su proximidad a los vientos frescos. Algunos productores como Errázuriz y Santa Carolina son partidarios de los viñedos más fríos y, por ello, aceptan el elevado riesgo de granizo y heladas. Otros, como Lapostolle, apuestan por los viñedos en colinas áridas y plantan casi 8.000 cepas por hectárea al estilo francés. Otros, por el contrario, imitan al mayor terrateniente del valle, Hunneus-Veramonte, que se ha hecho con casi 500 hectáreas de las parcelas más cálidas. Al final, ¿quién tendrá razón? ¿Es posible saberlo, tras sólo diez años de vinicultura?

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