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El arte de catar: El gusto es nuestro

  • Redacción
  • 2003-06-01 00:00:00

El paladar no es un juez fiable del buen gusto. La lengua utiliza esta palabra para todo lo habido y por haber, menos para lo que en realidad significa. Se tiene gusto o no se tiene. «¡Qué sabroso es esto!» decimos, y queremos decir en realidad: qué bien huele. Demostramos gusto cuando nos vestimos bien y nos rodeamos de cosas bellas. Pero los menos usamos el sentido del gusto. Porque lo que denominamos normalmente sabroso son los aromas que percibimos en la boca, es decir, a través de la vía «retronasal». Si quieren saber cómo funciona, hagan el siguiente experimento: echen un poco de zumo de fruta en una taza, elijan a uno de sus compañeros como cobaya, tápenle la nariz y háganle probar el zumo sin que el conejillo de Indias pueda verlo. No podrá adivinar lo que hay en la taza, al menos mientras tenga la nariz tapada. Apenas se la liberen, identificará el zumo sin duda alguna. ¿Qué ha ocurrido? Muy sencillo: con la nariz tapada no circulan las moléculas que se liberan al calentar el líquido en el paladar. Sólo al realizarlo, la nariz puede analizarlas «por la vía interna». Así pues, esta percepción retronasal del olor, de la que ya hablamos en el capítulo anterior, es lo que denominan sabor especialmente los catadores poco experimentados, y el lenguaje popular les da la razón. Estrictamente hablando, el gusto es lo que se percibe con la lengua, pero también con el paladar y la garganta. La lengua es capaz de distinguir cuatro sabores básicos: dulce (se capta en la punta de la lengua), salado (a los lados, en la parte anterior de la lengua), ácido (a los lados, en la parte posterior de la lengua) y amargo (atrás, en el centro de la lengua). Pero también forma parte de la percepción organoléptica la sensación táctil del paladar. Así, distinguimos la astringencia (la sensación de que el paladar se contrae o se seca, como al morder un plátano verde, por ejemplo, a menudo percibido junto con el amargor), el fuego que produce el alcohol, el cosquilleo del carbónico, la sensación picante que produce alguna especia, el tacto de lo que es lleno, oleoso, viscoso, como ciertas combinaciones con gran contenido de alcohol, también la tristemente célebre glicerina, e incluso la sensación de frío o calor producida por la temperatura. La percepción del gusto es muy distinta en cada uno. La cultura, las costumbres alimenticias y también los hábitos influyen mucho: quien masca constantemente chicle de menta, come mucho ajo, bebe litros de café sin azúcar y fuma puros muy fermentados, tendrá un sentido del gusto totalmente distinto al de otro que prefiera platos más suaves. Por eso, sobre gustos no hay nada escrito... literalmente. A unos les gusta el ácido, a otros no; a unos les gusta lo dulce, a otros lo amargo. No obstante, existe un denominador común: a la mayoría de la gente le gusta el vino cuando presenta cierto equilibrio entre los cuatro sabores básicos. El experto considerará el equilibrio, finura, y elegancia de un vino la característica fundamental de su calidad, y buscará que posea la armonía propia de toda obra de arte merecedora de tal nombre. Esta armonía no tiene nada que ver con el perfeccionismo terco y muerto, puro artificio. El buen vino no necesita de tal cosa, vive y respira, y precisamente eso es lo que le convierte en un producto natural. Para aproximarse a esta armonía, el principiante deberá familiarizarse con los cuatro sabores básicos. Aunque sólo podrá percibir la divina armonía de los elementos en un gran vino primorosamente criado y perfectamente envejecido. Dulce Procede de distintas clases de azúcares que en un vino seco suponen entre uno y dos gramos por litro, en los vinos dulces hasta 60 gramos o incluso más. Pero también saben dulces los diversos alcoholes del vino, como el etanol y la glicerina. Este conjunto, con el extracto seco, es responsable del volumen, la densidad de un vino. En el mejor de los casos, el vino resulta aterciopelado, carnoso, redondo, lleno, suave. Si domina lo dulce en exceso, el vino se presenta oleoso, pegajoso en el paladar. Un exceso de alcohol se percibe como punzante, ardiente, como pimienta. Si al vino le falta el cuerpo, lo juzgamos delgado, áspero, hueco, flaco. Ácido Los diversos ácidos proceden en parte de la uva, y otra parte se origina durante la fermentación. En la fermentación biológica (maloláctica), que se produce en la mayoría de los vinos tintos y algunos blancos, el ácido málico se transforma en ácido láctico. El ácido tartárico se percibe como más bien duro, el ácido málico como verde, el ácido cítrico como fresco y el ácido láctico como suave. El ácido succínico tiene un sabor «avinado» y ligeramente salado/amargo a la vez, el ácido acético resulta agresivo. El ácido da a los tintos frescor, carácter, tersura y longitud y es, además, el armazón de los vinos blancos. Los vinos pobres en ácidos son dulzones, planos, apagados, pesados, espesos; los vinos ricos en ácidos son refrescantes, persistentes, acerados, con raza y nervio. Demasiada acidez los vuelve afilados, ásperos, con aristas, agresivos y verdes. Salado El vino contiene hasta cuatro gramos de sales, minerales y oligoelementos por litro. Rara vez sabe verdaderamente salado, pero las sales actúan como potenciadores del sabor, confieren al vino frescor y brillo y ayudan a subrayar la impresión de los demás componentes. Los vinos verdaderamente «salados» son raros, aunque ésta es una característica habitual en los finos y manzanillas. A menudo es la mineralidad de un vino lo que finge cierto sabor a sal. Realmente salados saben los tintos de Bandol en la Provenza, vinificados preponderantemente con la variedad Mourvèdre. Amargo El amargor del vino, frecuentemente acompañado de una sensación astringente (que contrae la boca), procede de los diversos taninos y ácidos tánicos. Éstos proceden fundamentalmente de las pepitas y hollejos de la uva y los raspones, si los racimos no han sido despalillados antes del prensado, y en menor cuantía de la madera de las barricas empleadas para la elaboración del vino. Pasados algunos años o décadas, los taninos frutosos del vino se han redondeado y disuelto; entonces el vino se vuelve más voluminoso, lleno, suave y aterciopelado, lo que no significa otra cosa que el amargo ha dado paso al dulce. Los taninos toscos y ásperos, por el contrario, con la edad sólo se vuelven más secos, amargos y con aristas. Una ligera nota amarga le sienta bien a cualquier vino, le da más sabor, expresión y carácter, pero si el amargo domina, disminuye la alegría del vino, a la par que altera el sabor del plato al que acompaña en la mesa. Decidir qué taninos se desarrollarán positivamente y cuáles negativamente, basándose en la cata de un vino joven, es uno de los ejercicios más difíciles para un catador. La armonía Un vino es armónico, equilibrado, cuando es perfecta la relación entre los cuatro sabores básicos, cuando ninguno desplaza o domina a otros. Pero además, la armonía requiere un mínimo de empaque y sustancia. Un producto perfectamente equilibrado puede resultar neutral, incluso insípido en el sentido estricto de la palabra. Dicho de otra manera: un vino rico en tanino requiere un mínimo de alcohol, es decir de dulce, para resultar armónico. También la acidez se equilibra con el alcohol (o el azúcar residual, como en los vinos dulces nobles y los de cosecha tardía). Sin embargo, el amargo y el ácido se suman. Otras sensaciones La sensación de astringencia se puede experimentar comiendo nueces verdes, castañas crudas o manzanas verdes. experimentos Dulzor Disuelva 5 gramos de azúcar (1 cucharada de postre rasa) en un litro de agua. Si no percibe usted ese dulzor, aumente ligeramente la dosis. Aprenda poco a poco a detectar el azúcar incluso en concentraciones mínimas. Acidez Mezcle el zumo de medio limón con un litro de agua. A continuación, proceda del mismo modo que en el experimento del dulzor. Sabor salado Disuelva dos gramos de sal común (una pizca) en un litro de agua. Compruebe hasta qué concentración puede usted detectar el sabor salado. Amargor Diluya dos miligramos de quinina (que puede comprar en la farmacia) en un litro de agua. Compruebe hasta qué concentración percibe el amargor. Armonía Sacrifique tres copas de un vino que considere armónico. Añada a una de ellas un chorrito de vinagre, a otra un poco de la solución de quinina y a la tercera una pizca de azúcar. Observe cómo cambia la armonía del vino. Plenitud El calor del alcohol también puede percibirse fácilmente. Para ello, diluya alcohol puro neutro de farmacia en agua, primero al 8%, luego al 15% y finalmente al 20%. La sensación de calor aumenta progresivamente. La glicerina también se vende en farmacias. Compare una copa de agua con otra en la que haya diluido 10 gramos de glicerina por litro de agua, y comprobará por qué algunos vinicultores sienten la sensación de reforzar su vino con algo de glicerina (una práctica prohibida). Añada al agua con glicerina un 15% de alcohol, pruébela de nuevo y, por último, agregue 10 gramos de azúcar por litro: ¡la sensación oleosa se asemeja a la de un vino de dulzor noble de vendimia tardía! No tema: la glicerina es totalmente inocua.

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