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Los señores de la Toscana

  • Redacción
  • 1998-02-01 00:00:00

Cuando los Señores de la Toscana se sientan a la mesa y los criados de guante blanco sirven los manjares, uno se siente transportado a siglos anteriores. Los Antinori, Frescobaldi y Ricasoli cultivan la Grandezza del pasado. Pero, a pesar de ello, los aristócratas toscanos del vino se han vuelto mundanos y realistas cuando se trata de estrategias y conceptos de marketing para el negocio del vino.
Veamos tres historias sobre tres príncipes del vino y un intermezzo con un tipo original, también viticultor.


Marchese Frescolbaldi
Vinos que no solo son para la posteridad

En un rincón de las bodegas del Castillo Nipozzano hay pilas de botellas cubiertas de moho y telarañas. En la parte delantera de las diversas pilas hay colocados unos carteles de madera con nombres y fechas: Diana, Fiammetta, Lamberto; 1963, 1970, 1959... En casa de los Marchesi de Frescobaldi es costumbre apartar para los recién nacidos el mejor Riserva de las últimas tres o cuatro cosechas. El año del vino está anotado en la parte posterior de cada cartelito. Una antigua tradición, a la que seguro pertenecen también las pilas de distintos tamaños: 500 botellas para los varones, 100 botellas para las niñas. Por lo menos en las bodegas de la Casa Frescobaldi no han penetrado los logros de la burguesía, como la democracia equiparadora o la emancipación de la mujer. Como si de la nobleza esperásemos extravagancia, afectación y nostalgia por los buenos viejos tiempos. En el caso de los Frescobaldi, esos tiempos pueden situarse alrededor de 1252, cuando el antepasado Lamberto hizo construir el Ponte di Santa Trinità sobre el río Arno. O incluso antes, cuando los Frescobaldi estaban entre los proveedores de vino de la Corona Británica. O bien en tiempos de un tal Leonardo Frescobaldi, que en 1384 organizó una expedición a Palestina. Todo ello sin mencionar al poeta Dino Frescobaldi o al músico Girolamo. Larga historia. Pero muy poco de aquel espíritu se encuentra en las habitaciones del Castello di Nipozzano, donde me espera uno de los descendientes de aquellos Grandes, el Marchese Leonardo de Frescobaldi, el más joven de los tres hermanos Frescobaldi, propietarios de las fincas vinícolas del mismo nombre. Por el Castillo no corren vientos de los viejos tiempos. Lo que hay en los salones más bien son recuerdos: tapices decorados, estatuas y estatuillas, cuadros del Renacimiento, títulos y bandos de tiempos pasados. El Marchese me recibe en un caluroso día de agosto, trajeado y con corbata, en el mencionado Castillo Nipozzano, la finca vinícola en la zona de Rufina de la región de Chianti, a treinta kilómetros al Este de la ciudad de Florencia. Me saluda con la mano desde un balcón, mientras yo aparco el coche en la rotonda de gravilla. “Estamos contentos de que haya encontrado el camino”, dice. ¿He oído bien? ¿No era eso un “pluralis maiestatis”? No puede ser.
“Mis padres me han enseñado a trabajar”, dice con énfasis cuando le pregunto por su “situación de nobleza”. “Para mí, el título no tiene importancia”, opina el Marchese. En todo caso, es útil como distintivo de marca para sus vinos: una señal de la tradición, de los conocimientos transmitidos de generación en generación desde hace siete siglos. El lema de la empresa reza así: “Marchesi de Frescobaldi. 700 años de Historia del Vino”. Similar, por cierto, es también el de sus competidores Antinori, que se designan “Vinicultores desde hace 26 generaciones” y Ricasoli, “Viticultores desde 1141”. Nobleza obliga a ser humilde y campechano. Leonardo Frescobaldi es el representante perfecto de la modestia noble. Dice que Italia es una república y que la “nobiltà” es más bien un inconveniente que una ventaja. Y sin embargo: quien pregunte por el “Dottor Frescobaldi”, será inmediatamente corregido por los empleados: “Ah, se refiere al Marchese”. Ellos, los empleados, sí dan importancia al título del Señor. Los reyes, príncipes, margraves y barones aún conservan algo del mundo de los cuentos. El hombre corriente puede soñar con ellos y sus intrigas para huir de su gris cotidianidad a un mundo de tradición y apariencia: a un ambiente digno y preñado de significado. ¿Acaso es de extrañar que todo concepto publicitario moderno esté dirigido a la creación de un ambiente determinado? El Marchese Leonardo lo resume en esta simple verdad: “Todos necesitamos sueños”.
Hace tiempo que los productores de vino tampoco utilizan para sus productos el argumento publicitario de la gran calidad. En la región de Chianti todo esto casi se da por supuesto. El disfrute de un buen vino debe ir acompañado, sobre todo, de los sentimientos de estilo, majestuosidad, nobleza y serena madurez. Cuando Leonardo Frescobaldi, responsable de las relaciones públicas de esta casa, dice: “casi todo es cuestión de marketing”, está diciendo tácitamente que: “la premisa es la calidad”. La estadística también le da la razón: en Europa, el consumo de vino ha descendido alarmantemente en los últimos lustros. Al mismo tiempo, ha aumentado la demanda de vinos de calidad. Se bebe menos, pero mejor. Los aproximadamente seis millones de botellas que anualmente se embotellan en la Casa Frescobaldi con toda seguridad cumplen las condiciones básicas de calidad para su comercialización como producto noble: todas las guías de vino acreditan al Montesodi de Frescobaldi y al Nipozzano Riserva un nivel internacional. El ennoblecimiento adicional de estos vinos reside en su etiqueta, su calificación de nobles, que responde a constancia y tradición, viejos valores. Todo esto lo explica el Marchese con paciencia y una educada sonrisa irónica. ¿Es ese aire despreocupado y distante lo que revela su aristocrática procedencia? ¿O es esa sonrisa difícil de descifrar con la que acompaña todas sus explicaciones técnicas, como si supiese que todos esos artilugios modernos son necesarios, pero que no puede tomárselos realmente en serio?
“Cuanto mayor me hago”, dice, “menos creo en los ideales”. El Marchese realiza su marketing y sus relaciones públicas con una majestuosidad irónica digna de admiración, como si los Frescobaldi no necesitasen en absoluto de todos esos líos modernos. Pero los necesitan y llevan este negocio profesionalmente.
Los Frescobaldi tienen fama de ser los de más mundo de entre la aristocracia del vino. Para una feria del vino en Japón hicieron empaquetar una de sus salas de recepción y la llevaron en un barco de contenedores hasta el otro lado del globo terráqueo. Querían conseguir hacer tangible y alcanzable a los japoneses la tradición italiana: una creación de ambiente, una astuta actuación de relaciones públicas. En las recepciones de los Frescobaldi, uno podría encontrarse -si uno estuviera invitado, claro- tanto al Príncipe Carlos como a la estrella del pop Madonna. Una agradable manifestación colateral de tales actividades son las historias que crecen alrededor de esta familia, que sólo trata con lo más exclusivo de este mundo, tal y como debe ser en el caso de productores de vino aristocráticos. El Marchese le corta el extremo a un Marlboro y se lo fuma sin filtro, indolente. Lo que en cualquier otro caso sería un gesto consternador, en el suyo es una bufonada perdonable. En la habitación contigua, unos ruidosos reporteros americanos especializados en vinos degustan el Luce, producido en Montalcino con el multi(nacional y millonario) Mondavi. Se trata de un tinto muy frutal, lleno, por no decir flemático, del nivel de precio superior, diseñado para el mercado americano. En el producto final de dicha cooperación italo-americana, no sólo los expertos en vino buscan en vano el vino de la Toscana. Un vinicultor lo llamó una “americanata”, lo que podríamos traducir libremente como un vino para yanquis.
¿Innovación o payasada vinícola? En todo caso, las 50.000 botellas de los años 1993 y 1994 ya están vendidas. Se está pensando en una producción de hasta 240.000 botellas dentro de algunos años. “Le hemos confiado la introducción de este producto a una de las mejores agencias publicitarias de Milán”, explica el Marchese. ¿Lo que resuena en su voz es orgullo o nuevamente aquella intangible y volátil ironía? Es una pregunta que aún tardaré mucho tiempo en responder.

Francesco Ricasoli
Un hipotérmico con visiones audaces

El Castello di Brolio, residencia familiar principal de los Ricasoli, en otros tiempos el último bastión de los florentinos contra la odiada República de Siena, está situado en la parte meridional del Chianti Classico. Desde Siena hay que seguir la carretera estatal 408 en dirección Gaiole, en Chianti, y desviarse pasados 15 kilómetros a la SS 484, dirección Cacchiano. Tras recorrer dos kilómetros, se ve el edificio pseudo-gótico con torres y almenas, que decora desde hace un siglo las etiquetas de los Baroni Ricasoli. Antes de llegar a Brolio, se pasa por el Castello di Cacchiano, más modesto, propiedad de los Ricasoli-Firidolfi, una rama de los Baroni Ricasoli. Aunque también son “baronales”, los propietarios de Cacchiano no están autorizados a utilizar la palabra “Ricasoli” ni el nombre “Barone Ricasoli”.
Esta regulación se produjo a instancias de la mulitnacional de bebidas Seagram, cuando compró Ricasoli después de que la bodega quebrara a causa de especulaciones industriales. Incomprensiblemente, Seagram también impuso que los vinos de Cacchiano tuvieran que ser comercializados como productos de los Fratelli Ricasoli-Firidolfi, aunque los propietarios en aquel momento eran dos hermanas. Es evidente que no es bastante llamarse Ricasoli o Antinori para poder utilizar el propio nombre también como marca. Ese es el motivo de la curiosa historia de las letras añadidas - maliciosa alusión que sólo los expertos son capaces de descifrar.
Francesco Ricasoli, que hace algunos años logró readquirir las posesiones de sus antepasados, replica con cierta aspereza cuando le pregunto por sus parientes del Castillo Cacchiano. Al barón no le gusta hablar de la relación con sus parientes: “No tenemos nada que ver”. Este señor, de unos cuarenta años, me recibe en las Cantine, la bodega propiamente dicha, en su oficina acristalada. El ambiente es sobrio, por no decir frío. Al barón parece importarle transmitir que él se entiende como gerente y tecnócrata de la producción vinícola, lo que también se expresa en la utilización de terminología de la gerencia en inglés: challenge, turnover, middle term o long term. Parece haber encontrado su papel como director de la empresa mucho antes que el de representante de un producto de estilo, como ciertamente lo son los vinos del Castello di Brolio, especialmente el Riserva y el Casalferro, al que el propio Ricasoli califica como “super-toscano”. Si asegurara que el título de barón, en realidad, no es otra cosa que una marca, podríamos creerle sin dudar. “Apenas hago relaciones públicas”, aclara inmediatamente, y así sabemos a qué atenernos. Sin embargo, tras su actitud fría y algo obstinada, que a menudo es señal de retraimiento, se oculta un visionario con ideas muy propias sobre el futuro del Chianti y de los vinos toscanos. Ricasoli opina que, tras las innovaciones introducidas por Antinori (el “Tignanello”, el procedimiento de barrica y novedosas mezclas de uva), “finaliza una época”. Y que la tendencia será el retorno al producto originario, al Chianti de Sangiovese y a la fidelidad al terruño (no elaborar vino con uva ajena), es decir “el vino de terruño”. En el caso del Castello di Brolio, con sus 27 hectáreas de viñedos, esta visión de las cosas ya parece una realidad. La reducción podría llegar pronto a tal punto que “aquí, en la finca Brolio, sólo produzcamos un vino: un Château de gran categoría”. Su prototipo podría llegar a ser el muy alabado Monferrato. Pero Ricasoli es propietario de un total de 200 hectáreas de viñedos; la producción alcanza más de cinco millones de botellas y la gama de productos abarca, además de un Chianti, también un Orvieto, un Vernaccia de San Gimignano, un Vin Santo y un Rosoto. En las bodegas descansan más de 1.500 barricas. Pero a pesar de este gran potencial, han tomado la determinación de reducir la oferta de productos en la gama intermedia.
Con este dinámico manager no había forma de hablar sobre la historia de la familia ni sobre historias de la familia: por lo que se ve, la herida de la venta a Seagram aún está sangrando. Francesco Ricasoli, que ha corrido un gran riesgo readquiriendo la finca, ha logrado grandes cosas. La mayoría de los expertos en vinos aseguran que la finca vinícola Brolio tiene un gran futuro. El barón, que no es que no quiera serlo, sino que ya no puede serlo, o, en todo caso, carente de la naturalidad que tienen los económicamente menos probados Frescobaldi y Antinori, mira hacia adelante. Dejemos descansar la historia de los Barone, que comenzó en el año 1141 con la compra del Castello di Brolio, que dio a Italia uno de los más grandes hombres de Estado, el insobornable Bettino, quien también inventó la fórmula del Chianti, y que empieza por segunda vez en el mismo Castillo en el año 1991, cuando Francesco Ricasoli decide correr el riesgo de volver a empezar. “Buon giorno, signor Barone”, lo saludan los empleados, camino de la cantina, donde se sienta a la misma mesa que los trabajadores para consumir un menú rigurosamente light con agua mineral. A los 25 minutos se levanta para tomar el café junto a la máquina, en un vaso de plástico. Pasada media hora, ya vuelve a estar en su casa de cristal, ante pilas de cartas, apuntes y agendas repletas de anotaciones. Es un hombre dedicado a lo esencial, en absoluto romántico y sin el menor asomo de pedantería: posiblemente sea ésta la mejor descripción de él.

Piero Antinori
El Jugador de dinero y fama

Quien tiene estilo nunca se siente realmente en ridículo. En ridículo sólo se pone aquel que aspira a tener estilo. El último caso ciertamente no es el de Piero Antinori, que me espera en la gasolinera Q8 de la carretera entre Castagneto Carducci y Bibbona, vistiendo pantalones cortos, camiseta y zapatillas deportivas. “Hoy hace calor, ¿verdad? Llevo indumentaria vacacional. No le dé usted importancia”. Entre Castagneto y Bibbona, en la Maremma, se encuentra Bolgheri, el último producto de éxito de los Antinori. “Exactamente”, confirma el jefe Antinori, “nuestro éxito se llama Bolgheri y, sólo en segundo plano, Guado al Tasso o Scalabrone. Nosotros hemos establecido este lugar como zona vinícola. Y pensamos intentar lo mismo con Sovana, donde acabamos de comprar viñedos”. Tal proceder es característico de este empresario aficionado a la experimentación, que ha escrito capítulos de la Historia del Vino con vinos como Tignanello, Solaia, el Cervaro blanco de la región cercana a Orvieto, pero también con el lanzamiento del blanco ligero Galestro. No de manera irreflexiva, pero sí con espíritu lúdico e inventivo se realizan los experimentos en la Casa Antinori, “de los que ignoro totalmente el posible resultado, como en el caso del Sovana”. Dice que la zona cercana a Pitigliano, en el extremo sur-oriental de la Toscana, también es interesante turísticamente y aún casi sin descubrir. Como muestran los ejemplos de Montalcino, Montepulciano y Bolgheri, la cuestión también es siempre un “marketing del territorio”, que habrá de convertirse en sinónimo de calidad. No se refiere solamente a la calidad del vino, sino también a la calidad de vida, disfrute, naturalidad, tradición: ambiente.
El Marchese sueña incluso con una “Super-Denominazione”, que se llamaría sencillamente Toscana: la esencia de una gran cultura vinícola. Los ejemplos que me pone en los primeros diez minutos de conversación explican claramente por qué los Antinori son considerados los primeros pensadores y hacedores que iniciaron la revolución de la región del Chianti y otras regiones hacia la producción aristocrática. La revista vinícola británica “Decanter” eligió hombre del año en 1986 a Piero Antinori por dicho logro. Como todos los demás aristócratas dedicados al vino, practica la modestia y asegura que su título nobiliario significa muy poco para él. Pero cuando luego habla de la competencia global que suponen los californianos, australianos, sudafricanos y, últimamente, también los chilenos y argentinos, tiene que admitir que el título nobiliario personifica, como ninguno, tradición y experiencia y, en el caso de Antinori, exactamente 612 años de vinicultura. Según él, ésta es la delantera que los productores de vino europeos siempre llevarán al Nuevo Mundo. La envergadura de Antinori permite a su empresa extender sus tentáculos hacia otras regiones susceptibles de producir ganancias: en los últimos años han comprado viñedos en el Napa Valley y también en Hungría, aunque el negocio principal y el reto sigan estando, como siempre, en la Toscana y en Umbría. Ahora estamos sentados en la terraza de la maravillosa Villa de Bolgheri; a nuestras espaldas están los campos donde se encuentran los viñedos que producen el Guado al Tasso y el Scalabrone; ante nosotros, el mar... y estoy pensando en estos momentos en el nervioso Ricasoli, que seguro habría dicho: “la Toscana sigue siendo nuestro Core Business”. A propósito de Ricasoli: mi pregunta acerca del destino de quien fue en su día su mayor competidor flotará aún mucho tiempo en la habitación, mientras nosotros nos sentamos bajo cornamentas de búfalo (“mi pasión africana, el safari”) y disfrutamos del almuerzo preparado por la “Fedora” de Antinori.
Lo que es malo para unos es bueno para otros: Antinori difícilmente hubiera podido conquistar su posición preeminente si el “gigante” Ricasoli no hubiese tropezado. “Sabe usted, he pensado mucho acerca de esa cuestión. Mucho.” Pausa efectista, sonrisa conciliadora, mirada lejana. ¿Acaso no tiene todo eso en común con Leonardo Frescobaldi? ¿Esa impresión de estar alzando el vuelo, levemente ausente? ¿No es un capricho de aristócrata llamar a sus tres hijas Albiera, Allegra y Alessia, en aliteración con el apellido Antinori? En el caso de un ciudadano no aristocrático, nadie se partiría la cabeza por ello. Ahora el Marchese sí que aborda la cuestión de los Ricasoli: “He llegado a la conclusión de que la caída de los Ricasoli no nos ha favorecido. En la Toscana había potencial para una expansión en el sector de la calidad, pero la desvalorización del nombre Ricasoli ha perjudicado al prestigio de toda la región de Chianti”. De hecho, el Marchese alardea de haber sido el mentor del joven Ricasoli, cuando Francesco estaba empezando con el experimento “Ricasoli 2”. Los previsores, como el Marchese, saben que actualmente, con el boom del vino, en la Toscana hay “sitio para todos, incluso para los más pequeños como el Selvapiana de Giuntini”. De la competencia hay que hablar bien siempre: naturalmente, esta regla también la sigue el Marchese, como todos los demás.


Antinori
Sede de la Empresa: Piazza degli Antinori, 3, Florencia.
Son bodegueros desde hace 613 años y 26 generaciones. Propietarios de aproximadamente 700 hectáreas de viñedos, producen anualmente 15 millones de botellas. Alcanzan un volumen de negocio de 100 mil millones de liras al año, con lo que tienen asegurado el primer puesto entre los exportadores privados de vino italianos. Sus marcas son mundialmente conocidas, como Tignanello y Solaia, pero también elaboran vinos de consumo diario como los blancos Galestro, Orvieto y Sauvignon.

Francesco Giuntini A.
Un tipo original

Francesco Giuntini, el vecino de los Frescobaldi en la región de Rufina, cultiva una original estrategia de marketing, es decir: ninguna, porque le faltan medios para ello. Produce también en su finca, llamada Selvapiana, un Chianti Rufina de nivel superior, sólo que en cantidades mucho menores que sus parientes aristocráticos. La producción de Giuntini supone menos de un tres por ciento del rendimiento total de los Frescobaldi, que procede de ocho fincas diferentes en la región de Chianti y en Montalcino. Giuntini, por el contrario, está situado en el rincón nororiental de la región de Chianti, en su “nicho ecológico”, según sus propias palabras, y produce en años buenos sus 180.000 botellas de Selvapiana, entre ellas el Riserva, tan lleno de carácter, de Sangiovese pura, que no ha de temer la comparación con los mejores vinos de la Toscana. Este hombre alto y delgado, como hecho de alambre, que se autodenomina pensionista de los vinos, no sólo es una enciclopedia ambulante, sino también un ser único. Solamente la declaración de que sólo lee libros de Historia y ensayos, pero nunca novelas, porque lo “excitan demasiado”, ya es notable. Una bufonada es la “A” que escribe furtivamente detrás de su apellido. Asegura ser hijo de un cochero (metafóricamente hablando, por supuesto), pero la “A” no significa otra cosa que Antinori, el apellido de su madre, Anna. Por cierto que este fenómeno es bastante habitual en las etiquetas de los vinos toscanos. Otro ejemplo sería: Lodovico A. Se trata, en este caso, del hermano de Piero Antinori, que produce su Ornellaia cerca de Bolgheri en la región de Maremma. En cualquier caso, Giuntini tampoco quiere ser relacionado con los Antinori, aunque procede por línea materna directa del gran Lodovico, el que convirtió la Casa Antinori a principios de siglo en uno de los productores de vino más importantes de Italia. ¿Acaso no es esto una actitud aristocrática? ¿Y quién puede jactarse de tener un ama de llaves simpáticamente gruñona que se llame “Fedora”? Nuestro Francesco Giuntini “A”, hijo de un cochero, que me llama amablemente “amico”, ya en su necesidad obsesiva de distanciarse de los “pesci lessi”, los peces cocidos (gente gris) de la aristocracia toscana, es el más aristocrático de todos ellos. Se pasa media tarde hojeando conmigo álbumes de fotos y me explica el destino que tuvo cada uno de los personajes: el de la tía María, el del tío Amerigo -su padre adoptivo, un Antinori- y el de otros 120 miembros del muy ramificado clan de los Corsini, unidos por lazos matrimoniales a los Antinori y viceversa. Me habla de su niñera alemana, a la que aún sigue visitando en Nuremberg -la buena señora tiene más de noventa años, lo cual explica, por lo menos en parte, sus buenos conocimientos de alemán-. Cuenta que quiere escribir un libro sobre los Corsini y los Antinori partiendo del gran retrato familiar del año 1908 que repasa conmigo: “Y aquí, ¿ve usted esta dama de rostro pálido...?”
Y naturalmente, Giuntini me explica que la región de Rufina, cuyo suelo da vinos muy fuertes y duraderos, por lo general se infravalora. Dice que los diversos viticultores no pudieron ponerse de acuerdo sobre una estrategia concreta y, así, Rufina se vio atropellada por el distintivo de calidad Chianti Classico. Continúa diciendo que, ahora, muchos vinicultores se están apartando de la producción de grandes cantidades, por ser perjudicial para su fama y, además, cada vez menos lucrativa. Y añade que nadie ha querido invertir en el consorcio de Rufina, para convertir el nombre de la región en sinónimo de un Chianti de gran categoría.
Lo cierto es que el prestigio de los vinos Chianti, laboriosamente reconquistado desde los años setenta, también se ha apoyado en un esmerado cuidado de la imagen. El ejemplo más espectacular de semejante actuación de marketing es el de Montalcino, cuyos productores de vino han logrado convertir no sólo el nombre de un vino, el Brunello, sino también el de una pequeña ciudad en sinónimo de calidad y prestigio. Nadie puede creer seriamente que un americano de Milwaukee aficionado al vino blanco sepa dónde está Montalcino, ni siquiera que sepa que es una ciudad situada en la provincia de Siena. Actualmente, Brunello y Montalcino han llegado a significar aristocracia, más o menos como el nombre Ritz, con el que nadie relaciona a un emigrante del cantón suizo de Valais que escribió un capítulo de la Historia de la hotelería. La operación de marketing, que en su día tuvo éxito con la etiqueta de Chianti Classico y, últimamente, con la de Chianti Geografico, aún espera al Chianti Rufina, naturalmente siempre con la premisa de la calidad. Giuntini, que fue hijo adoptivo, ha adoptado a un chico que en la actualidad tiene treinta años y ya le ha confiado parte de su empresa. Tales adopciones, cuando no hay descendencia directa, son de naturaleza no sólo sentimental, sino también fiscal en lo que respecta a los impuestos sucesorios. A Federico, el heredero, le espera la tarea de procurar que el Chianti Rufina alcance la fama que merece - y esto es la opinión no solo de Giuntini.

Epílogo Disputa entre barricas

Se conocen todos, los Antinori, Frescobaldi, Ricasoli y todos los demás que colocan una “A” detrás de su apellido. Porque son familias muy antiguas, todos son cuñados, hermanos, socios y, quizá, también enemigos. Se observan mutuamente con curiosidad, “distacco” y quizá también con envidia. Pero se mantienen unidos cuando llega el momento de presentarse al exterior. Sin embargo, una iniciativa que favorecería a todos, como por ejemplo una denominación de origen Toscana, enseguida se “politiza”, como dice el Marchese Antinori. Entonces, entre bastidores, o entre barricas, comienza una disputa en la que probablemente se oigan frases como: “si la propuesta es de ésos, nosotros no queremos saber nada del asunto”. Pero precisamente de esas cosas no trasciende nada, naturalmente tampoco por boca del Marchese Antinori. Chismes, intrigas de la nobleza, Lady Di y el Príncipe Carlos, la Casa de Saboya y los Kennedy, tan parecidos a la aristocracia... ésos son los auténticos aristócratas, tal y como el público se los imagina. Los barones y margraves de la Toscana pertenecen a otra categoría más modesta. Lo cual tiene su fundamento histórico: “La aristocracia toscana”, explica Piero Antinori, “al contrario que la inglesa, es de origen puramente mercantil. Todos éramos banqueros y comerciantes que, cuando cayó el Señorío de Florencia, intentaron asegurarse económicamente comprando tierras”. Las grandes dinastías del vino de la Toscana, pues, ¿surgieron como solución de emergencia? ¿O como negocio de retirada? Entonces, hace quinientos años, los antepasados de los Antinori, Ricasoli y Frescobaldi posiblemente lo habían considerado una degradación o una derrota. Pero los caminos de la Historia son sorprendentes: sin la derrota de la República de Florencia, quizá hoy no tendríamos ni Chianti Classico, ni Tignanello, ni Nipozzano Riserva. “Habría que reflexionar sobre ello”, dice el Marchese al despedirme por la tarde, vestido con pantalones cortos, camiseta y zapatillas de deporte. Sigue de pie en la rotonda de gravilla, hasta que yo doblo por la polvorienta carretera comarcal. La última instantánea de mi viaje será la imagen de ese hombre con indumentaria deportiva veraniega que veo en el espejo retrovisor.

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