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El Ribeiro dice adiós a la turbia morriña

  • Redacción
  • 2001-02-01 00:00:00

Cuando el parte meteorológico se inaugura, por espeluznar al espectador, con la situación en Galicia; cuando los vientos, las lluvias y los temporales arrastran vidas y haciendas en mar y tierra, se olvida a menudo que otra Galicia, interior e íntima, se defiende de los elementos al fondo del valle del Miño, del Avia y del Arnoia. Es la patria del Ribeiro, donde las cepas, desde las riberas, se encumbran por las laderas de Faro de Avión, de Testeiro o de la sierra de Leboreira, las mismas que las resguardan de los vientos y las mismas que, en contrapartida, siembran y acunan nieblas surgidas del cielo, del río o de la propia tierra.
De ahí, en terrazas verdes, y muchas veces salpicadas del color de las flores, brota la materia prima de un vino asociado en el recuerdo a folklore y romería, a nostalgia ebria, cuando los emigrantes, en cualquier rincón del globo, abocan su mirada en el fondo del cuenco y como si de una bola de cristal brujo se tratara, adivinan su futuro y, mas allá del vino turbio, contemplan retazos del pasado, de lo que allí dejaron.
Porque, a pesar de la pujanza actual de las Denominaciones vecinas, Ribeiro sigue siendo, dentro y fuera de sus fronteras, sinónimo del vino gallego. Y hasta su torpe turbiedad se ha visto enaltecida históricamente como carácter y personalidad.
Pero los tiempos cambian. No siempre fue así, rústico y turbio, y si el esfuerzo actual de las gentes del vino se consolida, ya no volverá a serlo. Hasta los tiempos de Felipe II, el “bon vino de Ourense” era civilizado y prestigioso y viajaba hasta los finos paladares de Italia y de Inglaterra. Se venía criando quizá desde tiempos romanos, y con toda seguridad a lo largo -en tiempo y espacio- en los monasterios cluniacenses del Camino de Santiago.
Las plagas, sobre todo el mildiu y el oidium, afectaron duramente al viñedo en el S.XIX, pero ya un siglo antes, el nacimiento de los Oportos y Jereces había sido una competencia insoportable en el comercio exterior. Disminuyó la cantidad y la calidad, al replantar con cepas foráneas. Aun así, el minifundio propició que se conservara una gran variedad de uvas autótonas, las que hoy se valoran y se impulsan, aunque aún no cubren mas del 20% de la producción.
Uvas cuidadas con mimo para preservarlas de la niebla y la humedad y para asomarlas al sol, en espalderas o, como siempre, en parrales. Con ellas y con una fuerte inversion en las bodegas, el nuevo ribeiro es mas que una promesa. Blancos ligeros y aromáticos, tintos cada vez más complejos, con cuerpo y poder. Bodegas emprendedoras y románticas que apenas han cumplido una década y cooperativas con visión de futuro están transformando vertiginosamente el panorama.

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