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Hablando en plata: El vino en el restaurante

  • Redacción
  • 2010-05-01 00:00:00

Los españoles pasamos por ser los inventores de la tapa. Una tapa, un trago. Tan sólo los catadores profesionales soportan estoicamente una larga sesión de pruebas sin caer en la tentación de darle un bocado a una tapita de tortilla o de jamón, que es lo que casi siempre nos pide el cuerpo. Y resisten estoicamente por razones profesionales, porque los alimentos tienen la fantástica propiedad de cambiar, potenciar, mejorar o empeorar el vino, lo que distorsionaría los resultados de la cata. A la combinación de comida y bebida, de alimento y vino, se le ha bautizado con el horrible nombre de maridaje, quizá porque, como en la vida matrimonial misma, la falta de sintonía puede dar al traste con la virtud de ambos, marido y mujer, alimento y vino. O bien, su buena sintonía puede generar una felicidad que cada uno por separado jamás alcanzaría. Primero fue el vino En la historia de la humanidad, mucho antes que los restaurantes (de reciente creación, en términos históricos) nacieron las tabernas, generalmente extramuros, adosadas a las murallas de las ciudades, apartados establecimientos de felicidad canalla, de trasiego de copas y comercio sexual a partes iguales. En la tarea de alimentar nuestro cuerpo y espíritu, pues, el advenedizo es el restaurante, y no al revés. Y como uno no puede vivir sin el otro, el restaurante se ha convertido en el lugar privilegiado donde probar las novedades, explorar posibles noviazgos entre vino y plato, y calmar la sed. Pero si el laboratorio gastronómico está en la cocina, el vino ya viene cocinado de la bodega. El valor añadido a las cebollas, pimientos, salsas y demás ingredientes, tras sabias combinaciones, está aportado por el chef y su equipo. En cambio el valor añadido a las uvas y al mosto lo han puesto enólogos y viticultores, en laboratorios alejados no ya cientos, sino miles de kilómetros de la sala del comedor donde se va a celebrar la parada nupcial. ¿Por qué, entonces, ese empeño del restaurador en presentar el vino como un invento de su imaginación, como un producto salido de la alquimia de sus fogones, cuando en realidad apenas ha aplicado un valor añadido irrelevante, como es el haberlo conservado a la temperatura adecuada en una gran cava para descorcharlo luego con mimo en la mesa del comensal? Así las cosas, ¿quién debería cobrar derechos de autor, el vino o el plato? El precio del descorche Generalmente, los restauradores defienden el precio, a menudo disparatado, del vino en sus mesas con el argumento de que su valor añadido está formado por el coste de almacenamiento en bodega y el mantenimiento de la figura del sumiller (donde los haya). Bien. Pues cambiemos de escenario. Pongamos que estamos en una enoteca, una tienda especializada en vino. Allí también existe un personal especializado, al que se supone igual de competente que la media de la sumillería española, y unas cavas de conservación cuyo mantenimiento, por volumen, es posiblemente más costoso. Transijamos con que el coste del inmovilizado, de gestión de las existencias y reposiciones es similar. ¿Por qué estas tiendas especializadas pueden vivir del producto de sus ventas, ateniéndose al margen comercial habitual en cualquier comercio minorista, y en cambio los precios de los mismos vinos llegan a duplicarse en el restaurante? Quien se supone que debería hacer de Celestina en esta historia de amor resulta ser su peor enemigo. La mesa, en lugar de un lecho de boda se convierte así en un lugar de maltrato al vino, con precios disuasorios y abusivos. Es injusto, injustificable y una torpeza. Quizá ahí esté la clave de que la producción y el consumo de vino en España vivan en perpetuo divorcio. b.sanchez@opuswine.es

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