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Más allá de los inconvenientes circulatorios que el lento discurrir de los tractores está provocando en las ciudades los últimos días, se revela una necesidad apremiante de atención para salvar el tejido vital del campo. La realidad es que los desafíos a los que se enfrentan los agricultores no son simplemente locales; trascienden las fronteras geográficas y se entrelazan con las complejidades de un mundo en constante cambio. La incertidumbre climática, los desequilibrios en la cadena de suministro y la competencia desigual en el mercado global exigen respuestas sólidas. La demanda de un mayor respaldo por parte de la Administración no es solo una petición de alivio inmediato, sino un toque de atención para reconocer la importancia estratégica de la agricultura en la economía española. Los agricultores no buscan simplemente subsidios; buscan una inversión en el futuro, una inversión que permita a sus campos florecer y a sus productos, como el vino o el aceite, contar historias de resiliencia y tradición. En este sentido, la revisión de las políticas comerciales y de distribución es esencial para equilibrar el poder en la cadena de suministro. La transparencia y la equidad no solo fortalecen la posición de los viticultores locales, sino que también preservan la diversidad y calidad del producto final, aportando un valor único a los consumidores. En última instancia, las movilizaciones de los agricultores no deberían ser vistas como reivindicaciones pasajeras, sino como un despertar colectivo. Es hora de que se reconozca la importancia vital del sector agrícola, que desde la viña, el olivar o los campos de cultivo ha dado identidad y prestigio a España. Como bien dijo Doña Emilia Pardo Bazán en su libro La cocina española antigua, "cada nación tiene el deber de conservar lo que la diferencia, lo que forma parte de su modo de ser peculiar". Y ese deber empieza en el campo.
