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¿ Os imagináis un verano sin vino? Yo tampoco. Descorchar una botella en estos meses es como golpear la primera ficha de un efecto dominó en el que la felicidad se amplifica: risas divertidas, miradas cómplices, charlas que se alargan y ese nervio que nos entra cuando sabemos que nos quedan horas para cerrar el ordenador y salir pitando hacia nuestro lugar de vacaciones que tanto añoramos. Quizá por eso el vino nos gusta tanto en verano: porque nos recuerda, aunque sea por un instante, que la vida puede ser sencilla y amable. Y, sin embargo, fuera de esos momentos, el mundo parece ir atropellado. Noticias que no son precisamente la alegría de la huerta, que nos inoculan la incertidumbre y el desasosiego, discusiones que no llevan a nada... ¿No creéis que necesitamos un respiro? No digo que no debamos atender a la realidad, muchas veces cruda, de la vida, pero pienso que estamos sobreexpuestos a la "mala noticia" y no existe un contrapeso informativo que nos hable de los logros que consigue la humanidad. Por eso, este verano te propongo algo: seamos amables; pero, sobre todo, que sepamos identificar lo bueno que tiene nuestro entorno más cercano y los actos de generosidad que el ser humano es capaz de realizar. Reivindiquemos la amabilidad y la buena noticia como arma de construcción masiva. ¿Y qué tiene que ver el vino con todo esto? Pues mucho. Una copa de vino es una invitación a parar, a disfrutar de las pequeñas cosas, a conectar con la gente que queremos. No se trata solo de beber por beber, sino de crear momentos que merecen la pena por los vínculos que se crean. Así que, ya sabéis, este verano, descorchemos botellas, compartamos sonrisas y brindemos por una vida más tranquila y amable. Y lo más importante: que se note a la vuelta de las merecidas vacaciones. ¡Salud!