- Redacción
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- 2014-04-29 10:28:03
¿Sabría usted hacer una salsa mayonesa a mano, sin la ayuda de una batidora? ¿Y sabría arreglarla en el caso harto probable de que se le cortase? Y más difícil todavía: si tiene éxito, ¿se la comerían en su casa o se la tirarían a la cara?
Texto: Manolo Saco
La velocidad a la que se suceden los cambios sociales de las últimas décadas se mide por la rapidez con la que se van solapando los inventos de electrónica digital y las comunicaciones globales en red. Los abuelitos de hoy ya no contamos a nuestros nietos las batallas de la mili, sino la del día aquel en que vimos aparecer por casa por primera vez el teléfono negro de bakelita, la primera radio de transistores, la calculadora de bolsillo Texas o el televisor en blanco y negro. Pura arqueología. La prehistoria tecnológica en apenas cincuenta años.
El mismo ejercicio didáctico podríamos hacer, sin embargo, con tan solo abrir la nevera. Mira, hijo: todo esto que ves aquí no existía cuando yo tenía tu edad. No había mayonesas en bote; ni bechamel en tetrabrick; la leche duraba apenas un día antes de que se cortara, y la nata formaba capas gruesas sobre ella que íbamos acumulando en una taza; tu abuela amasaba con sus manos las masas de la pizza y de las empanadas de hojaldre; y las mermeladas desprendían aromas punzantes de perfume de fruta.
Los cambios en la alimentación han sido tan drásticos como en el mundo de la electrónica. Nuestros nietos se pasan las horas manipulando la Nintendo y las tabletas (¡qué tiempos aquellos en que las tabletas eran de chocolate!), y yo me pasé la niñez y la adolescencia haciendo mayonesas. Mi encuentro temprano con la mayonesa marcó el resto de mi vida gastronómica y culinaria (lo que harán las nintendos por los nietos todavía está por ver). No recuerdo el día exacto en que mis tres hermanas mayores descubrieron la falsa coartada de que la mayonesa se corta siempre cuando la hace una mujer menstruante. Pero desde entonces, cada vez que en mi casa tocaba hacer mayonesa, mis hermanas casualmente se encontraban “en esos días”. Pero allí estaba yo, el superhéroe de los fogones, para salvar a la familia con mi nuevo juego de la mayonesa, a brazo partido, porque no existían todavía máquinas domésticas como la batidora que habrían de aliviar en el futuro los trabajos más penosos de la cocina.
Gracias a ello, y a su factura manual, los cocinillas de mi generación sabemos que la salsa mayonesa (mahonesa, de Mahón), puesta en el mundo por el invasor duque de Richelieu en el siglo XVIII, es eso, una salsa, y no esa crema que conocemos ahora, que compite en untuosidad y consistencia con las mejores cremas de manos de L’Oreal. Gracias a la máquina que emulsiona el huevo, el aceite y el vinagre a la velocidad del rayo, la mayonesa ha perdido su carácter de salsa ligera para asaltar ahora el paladar con un tacto pastoso, untuoso, graso, pesado, que ocupa todo el paladar como un cuerpo invasor, desalojando de forma abusiva a los ingredientes que la acompañan.
La mayonesa original, aquella que primero nació en forma de alioli (con el ajo como emulsionante) tiene en su preparación una primera fase densamente cremosa, fruto de diluir poco a poco el aceite de oliva en la yema, mezcladas ambas con un constante movimiento circular del tenedor, a la que se añade al final la clara levantada a punto de nieve. Es esta clara etérea la que acabará confiriendo al conjunto una consistencia liviana, de salsa edificada a base de aire. Ligera como el soplo que encierra.
Siento que esa delicia haya desaparecido definitivamente de la mayoría de las casas y de los restaurantes, y hasta es muy probable que muchos chefs no sepan ya cómo se hace una mayonesa a mano, sin la ayuda del brazo mecánico. Quizá, a tenor del éxito alcanzado por la comida basura, los jóvenes comensales prefieran incluso la “crema mayonesa” a la “salsa mayonesa” tal como fue concebida en el XVIII en los fogones de la ciudad de Mahón. La sociedad de consumo, hecha del mismo material con que se hacen las prisas, tiende a una simplificación que nos condena a la ignorancia. De la misma manera que los agraciados con el gordo de la lotería de Navidad celebran su alegría descorchando alegremente ante las cámaras de televisión un líquido espumoso que ellos creen que es champagne.
Y, peor aún: quizá por la noche se beberán los restos, en feliz compañía de unas tostaditas de pan embadurnadas de mayonesa de bote, coronadas con una capa generosa de huevas de lumpus, negras y duras como balines, de aromas de arenque en conserva, más saladas que el agua del mar Muerto, convencidos de que, de vez en cuando, hay que darle al cuerpo una alegría de caviar. Que para eso se lo pueden pagar.